Tomás Martínez - La Mano Del Amo

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En un territorio dividido por una zanja construida un siglo antes?una muralla china hacia abajo?, el paraíso no está en el mismo sitio para todos. Unas montañas amarillas esconden la felicidad, hay un río redondo de aguas púrpuras, una luna con lunas, un país sin mapas y un tiempo solitario y sin pasado, donde conviven vivos y muertos, recuerdos, sueños y realidades.
En la familia de Carmona, Madre decide el destino de los demás. Ella es también quien no pierde su poder ni siquiera con la muerte. Carmona es un cantante de voz prodigiosa para quien la dicha del paraíso consiste en ser huérfano. Ha heredado una casa y unos gatos que prolongan la voluntad de Madre, quien sólo se quiere a sí misma.
El autor de El vuelo de la reina, Premio Alfaguara de novela 2002, crea aquí un universo distinto que nos permite acercarnos al humor y al sexo y encontrarnos también con otros temas que nos preocuparán siempre: los conflictos sociales y políticos, el destino, la muerte, y la búsqueda de la felicidad en un mundo en continuo proceso de transformación. Pero, sobre todo, esta novela puede ser leída como una parábola sobre la creación artística doblegada por el poder.

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Al casarse, Padre cobraba una renta holgada por el arriendo de sus fincas a los ingenios de azúcar. La bonanza terminó cuando los ingenios reclamaron el pago de unas deudas ilusorias y se apoderaron de las tierras. Padre acudió a unos abogados que lo encenagaron del todo, y cuando nacieron las gemelas estaba tan quebrado que ni aun trabajando los domingos quedaba en paz con la adversidad.

En el afán por disimular la pobreza, Madre se entregó a una desenfrenada vida social. Como ya no la invitaban tan seguido a los saraos, se presentaba en todos los velorios de buen tono, donde no se notaban tanto las diferencias de fortuna y era posible mantenerse al día con las últimas historias de noviazgos y enfermedades.

Fue en aquella época tan desdichada cuando la señora Doncella perdió a su esposo en un accidente de caza. La señora había sido el modelo inalcanzable de las amigas de Madre, un compendio absoluto de belleza y finura, a tal punto que cuando les preguntaban: «¿Como quién les gustaría ser: como Greta Garbo, como Rita Hayworth o como Doncella?», todas elegían a Doncella sin vacilar. Con los años, la admiración se había ido convirtiendo en envidia. Madre quería parecerse en todo a la señora Doncella, hasta en lo prematuro de la viudez.

La visita de pésame fue uno de los primeros recuerdos de Carmona. Tendría cuatro años a lo sumo y Madre lo había vestido para la ocasión con una camisa blanca, de cuello grande y almidonado. La casa de la señora Doncella estaba llena de sombras que se afanaban entre bandejas de café y coronas de flores. La llama oscilante de los velones hacía que los objetos se estremecieran, como si también ellos fueran a morir. Al acercarse a la capilla ardiente, Carmona distinguió un enorme cuerpo violáceo que yacía sobre una tarima. La bala había entrado por la garganta del difunto, destrozando tantas arterias y músculos que, si bien el orificio quedaba disimulado por una venda de seda, la cara, llena de hematomas, era una imagen de pesadilla. Sin dar la menor muestra de repugnancia, Madre besó al cadáver en la frente y luego, alzando en brazos a Carmona, le ordenó que lo besara él también. El niño se resistió. «¡No quiero, Madre! ¡No quiero!» Los forcejeos y el llanto hicieron cesar las conversaciones. Todas las tazas de café se detuvieron a la vez. Madre adivinó la mirada reprobadora de la señora Doncella, que venía a clavársele en algún lugar ya lastimado de su orgullo.

– ¡Tenes que ser más educado! -ordenó Madre, hablándole al oído.

Inmovilizó los brazos de Carmona y lo empujó con fuerza hacia la cara del difunto. Años después, al evocar la escena, Carmona diría que había tenido miedo de mancharse la camisa con los hilitos de sangre que festoneaban la venda de seda, pero no era verdad. Lo que seguía aferrado a su recuerdo era el aura de frío que exhalaba el cadáver: la crisálida de otro mundo que sus labios habían alcanzado a rozar. Llevaba impresa con tanta intensidad esa primera imagen que aun después de que Madre muriera, cuando los gatos lo privaron del sentido del tacto y perdió toda noción de lo frío y de lo áspero, aun entonces, la vehemencia con que Madre lo había obligado a besar la frente del difunto seguía lastimándole la memoria y haciéndolo sollozar por dentro.

Todos los saraos de Madre comenzaban temprano. Llegaban las visitas a eso de las siete, en coches de plaza y en voiturettes descapotadas, y no se marchaban sino a las diez, luego de arrasar con las empanadas de hojaldre y los buñuelos de miel que Madre preparaba en el sigilo de la siesta, de espaldas a los borborigmos ávidos de Carmona y al lloriqueo de las gemelas. ¿Les parece que vendrán todos hoy: no nos harán a menos?, se inquietaba Madre cuando la hora se acercaba y no se oía motor alguno en los alrededores. Si era verano y el sol tardaba en ocultarse, Madre se quedaba mirándolo desde la reja que daba al jardín del fondo con ojos tan amenazadores que el sol se precipitaba de una vez en la raya del horizonte. Nadie llegaba antes de oscurecer: un vapor malsano brotaba del asfalto y los pájaros caían de los árboles ralos, desmayados por la insolación. En primavera, en cambio, las visitas aparecían con la luz aún alta, luciendo los primeros vestidos blancos con volados y las capelinas de paja de las que colgaban cintas de colores.

Cuando los invitados eran los de siempre, Madre se distendía y hasta se daba el lujo de enriquecer con versos de la peor calaña los lugares comunes de la conversación. Su memoria era un asombroso depósito de ripios y cacofonías. Pero si entre los visitantes figuraba la señora Doncella, Madre se trastornaba: ninguna delicadeza de su cocina le parecía atinada y no sabía cómo hacer para hablar con ella de novelas y no de óperas. La versación de la señora Doncella en óperas italianas no admitía rival en la ciudad, y desde que había decidido tomar en sus manos las riendas de la Sociedad Filarmónica convocaba a los grandes tenores y sopranos jubilados para que exhalaran sus cantos de cisne. Como era jactanciosa, solía interrumpir hasta los diálogos más apasionantes sobre enfermedades o adulterios con algún comentario fuera de lugar sobre barítonos de moda o recitativos que ya no se cantaban.

Cierta vez provocó a Madre preguntándole cuál de las versiones de María Callas en el aria O patria mía le gustaba más: si la de 1949, cuando la Divina era una gorda de noventa kilos, o la de 1955 en La Scala de Milán, después de perder la voz. Madre no conocía ninguna, pero logró salir del paso con soltura: «Soy un poco arbitraria con las sopranos», dijo. «La única que me gusta es Renata Tebaldi.» Desde entonces, la señora Doncella le cobró respeto.

Cierta mañana, en vísperas de un sarao, Madre abrió el horno para cocinar unos pasteles de hojaldre: los goznes de la puerta chirriaron y el agudo sonido metálico siguió vibrando largo tiempo, aun después de cerrar el horno. No era el gozne, advirtió Madre, sino una extraña voz humana que se elevaba hasta el do de las sopranos y lo sostenía en las alturas, sin desafinar: la misma que había oído en las montañas amarillas. Aguardó a que la voz regresara, y como nada ocurría, abrió de nuevo la puerta del horno por si el azar establecía una caprichosa relación entre los dos sonidos. No se equivocó. A la vibración del gozne sucedió otra vez un do prolongado. Madre siguió por todo el patio la estela tenue que iba dejando la voz, hasta que llegó a los dormitorios. Vio a Carmona jugando con unos pájaros de madera; a su lado, las gemelas desvestían a las muñecas. La voz estaba allí, pero no parecía brotar de ninguna garganta: se deslizaba sola en el aliento de Carmona y luego, tomando impulso, invadía todo el cuarto. Fluía de un puntito entre los labios del niño y aun cuando no se la oyera en otra parte seguía vibrando allí durante mucho tiempo: todos los ángeles del paraíso se ponían a volar en ese mínimo cielo oscuro.

En lo primero que pensó Madre fue en la maravillosa oportunidad que se le presentaba de impresionar a la señora Doncella. Ni corta ni perezosa la invitó para el siguiente sarao. La señora llevaba sólo seis meses de luto y, aunque no se perdía concierto de la Filarmónica, se movía poco en sociedad. A Madre le costó convencerla, pero lo consiguió al fin con una descripción insuperable de la voz. «Es como en el Dante», le dijo (el Dante era el poeta favorito de la señora): «L'amor che move il solé e l'altre stelle».

Nunca Madre esperó un sarao con tanta impaciencia. Durante la semana se mantuvo a distancia de la voz, pero la oía fluir: cada vez más dueña de sí, arisca, como una llaga de la luz. Bastaría que Doncella la sintiera cuando la voz estaba en retirada, plegándose sobre sí misma, para que no pudiera ya pensar en otra cosa. Acaso hasta dudara de lo que oía. Madre misma, en las montañas amarillas, había tardado en resignarse a la evidencia de una voz como ésa. Y ahora, ¡cuánta excitación sentía! A Padre, en cambio, todo le daba lo mismo. Desde que era un hombre casado ya nada lo impresionaba.

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