Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Así pues, contra todo pronóstico, pues hay que recordar que los astros no le habían elegido, David estaba en camino de convertirse en un escrupuloso celador de lo veraz, en un artista. Meses después, en los primeros días de marzo de 1951, abandona los rebuscados encuadres, se libra de los resabios técnicos y retoques tan bien aprendidos y se inicia en la foto-reportaje. En estos días fue cuando pasó todo. Yo en la cama, y el tío Pau a mi lado, sonriente y callado, con un vendaje en la frente y la gorra de tranviario mal encajada, acaba de entrar con mi desayuno y me mira mientras se abrocha el uniforme antes de marcharse a las cocheras a cumplir su turno. Ayer una pedrada rompió el cristal trasero de su tranvía y una esquirla le hizo un buen corte en la cabeza, en algún lugar del piso la voz de la tía Lola grita no sé por qué tienes que ir después de lo que te han hecho, quédate en casa y deja que se maten ellos, os van a quemar los tranvías, no vayas, no seas tonto… Pero el tío sigue abrochándose tranquilamente la chaqueta de tranviario y mirándome desayunar mi bocadillo de atún con su tonta sonrisa en los labios, luego sacude algunas migas sobre la colcha, sí que me dieron en el coco, sí, me susurra, dedicándome su sonrisa, tan limpia su mirada y tan paciente su trato con el niño inválido, tan silenciosos y venales sus afanes en esta vida -del tranvía a la taberna, de la taberna a casa, de casa al tranvía-, fue ayer por la tarde en la plaza de Cataluña, me dice como en secreto, una buena pedrada, que no lo oiga la tía, y eso que el tranvía iba de vacío, todo el día circulamos de vacío, y nos tiran piedras y nos insultan…

La huelga de usuarios de tranvías, motivada por una fuerte subida de las tarifas, mantiene a la ciudad en vilo desde hace dos días. El señor Marimón, vinculado a un sindicato clandestino muy activo desde el inicio de la protesta popular, está empeñado en conseguir un testimonio gráfico de lo que está ocurriendo en las calles de Barcelona y hacerlo llegar a la prensa extranjera para su publicación. Conociendo la creciente afición de David por el reportaje, le propone la idea y le encarga fotos de tranvías circulando de vacío. Conlleva algún riesgo, le dice, pero si consigues una buena foto podrías hacerte famoso.

Al día siguiente, sábado, David se echa a la calle con su Voigtländer y se mezcla con los manifestantes, afrontando porrazos y trompadas de la policía a caballo y evitando por los pelos, en varias ocasiones, que los agentes le arrebaten la cámara. Hasta ahora había mostrado escaso interés en el asunto y no se sentía solidario con nadie ni con nada; taciturno y esquivo como siempre, ni en casa ni en el trabajo se le había oído ningún comentario a favor o en contra de la huelga y las algaradas callejeras, y su éxito o fracaso parecían tenerle sin cuidado. Fríamente, moviéndose con astucia y sigilo, ocultando el objetivo bajo la gabardina, consigue terminar un carrete y esta misma noche efectúa el revelado. En todas las fotografías se ven tranvías circulando de vacío, solamente con el conductor y el cobrador, pero el encuadre o el enfoque son deficientes y además ninguna transmite el movimiento y la autenticidad que él busca.

El domingo día cuatro por la tarde gasta otro carrete en las inmediaciones del campo de fútbol de Las Corts, en medio de una muchedumbre que sale de presenciar el partido Barça-Santander. Nadie, a pesar de la intensa lluvia, coge ninguno de los muchos tranvías que la autoridad civil y militar, previendo la gran afluencia de aficionados, ordenó poner a disposición de los usuarios que se habían desplazado al campo. La última foto David la consigue bajo un fortísimo aguacero, plantado sobre las dos piernas en medio de los raíles, en una curva, con una luz muy escasa que anticipa el anochecer y protegiendo la cámara con la gabardina echada sobre la cabeza. Por un momento, el rumor de la lluvia alrededor ahoga el pitido de cafetera instalado ya permanentemente en sus oídos, y algo le dice que esta vez ha acertado de lleno. Y así es, tengo la foto en mis manos: con una luz espectral tras los cristales, un poco torcido y ominoso, el tranvía se te viene encima girando en los raíles bajo una cortina de agua, envuelto en un aura erizada y flanqueado por la multitud indiferente y aterida, un mar de cabezas que gira a su alrededor ignorándolo, hombres acogotados por la inclemencia del tiempo, algunos protegiéndose con paraguas, otros con hojas de diarios, los más sin nada. Dirías que el tranvía iluminado en medio del gentío es una aparición fantasmal surgida de la entraña del aguacero.

Pero antes de revelar el negativo, al examinarlo atentamente la misma noche del domingo, David observa una nubecilla blanca de borrosos contornos en una de las ventanillas laterales. Al positivar, la mancha se hace evidente: es la negra silueta de un pasajero sentado, con sombrero y las solapas de la americana subidas. Seguramente es el único individuo en toda la ciudad que esta tarde se atrevió a viajar en tranvía. Mala suerte. David quiere desechar la foto, pero el señor Ma-rimón, al verla, dice que es tan buena que debe aprovecharse, y le sugiere borrar la silueta humana mediante un retoque de los que sabe hacer él. Opina que el trabajo de David es una muestra excelente del fotoperiodismo que aspira a ejercer y le felicita por ello. En un principio, David se niega a manipular la película: puede lograr instantáneas mejores que ésta, sin necesidad de afeites ni trucajes, le dice. El señor Marimón no entiende sus escrúpulos, se impacienta y le ordena hacerlo para disponer de copias mañana mismo. Aunque de mala gana, David obedece; recupera el negativo y, con la ayuda del lápiz más afilado, procede a tapar cuidadosamente la sombra blanca. Y al positivar de nuevo, el inoportuno pasajero -¿un esquirol tal vez, o un policía?- se ha esfumado sin dejar rastro.

Se lo explica a la prima Fátima en mi cama, mostrándole la foto ya retocada que aún no ha entregado al señor Marimón. En realidad no piensa hacerlo, lo leo en sus ojos al tirarla a mi regazo para que la vea y me entretenga con ella, quizá para que la rompa. Ese niño que balbucea y sonríe mirando a su hermano y luego a la foto y otra vez a su hermano, soy yo, en esa postración desde la que articulo mis visiones y desvaríos rodeado de lápices de colores y migas de pan y libros: le estoy viendo a David cuando se separa un momento de la boca alegre de la prima y me mira a su vez y finge que le digo no me gusta, hermano, has vuelto a las andadas, has hecho trampa.

Sé lo que estás pensando, infeliz prematuro, me dice con los ojos. Pero por mucho que lo pienses y me lo recuerdes, no creas que me harás sentir peor de lo que me siento.

Yo no te culpo de nada.

Deja de lamentarte, monicaco, ya lo hago yo por los dos.

Y esa foto me gusta.

Pues te la puedes quedar.

– David, escucha -dice la prima a mi lado, abriendo el libro donde pacientemente todas las tardes me señala con el dedo las letras del abecedario y me dice el nombre de las cosas-. Si lo que buscas son tranvías vacíos, vete con papá a las cocheras de Sants y allí podrás fotografiar tranquilamente todos los que quieras… Mira, Víctor: pa-lo-ma. Dilo despacio: pa-lo-ma.

– No -gruñe David mientras frota sus labios con el dorso de la mano-. Ha de ser un tranvía circulando de verdad por la calle.

– Man-za-na. Pa-ja-ri-llo. Be-si-to. Dilo despacio: be-si-to -sonríe la prima, y la mirada de David se ensombrece sobre mí y se aparta de ella aún más-. Hijo, qué te pasa. Tienes una fotografía la mar de bonita, ¿porqué no te conformas? El señor Marimón se enfadará mucho contigo, te despedirá si no le llevas la foto…

– Me da igual, prima. Es para Víctor. Parece que le gusta, mira, no la suelta. Yo haré otra mejor. Otra que será como debe ser.

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