Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Lo que han hablado mamá y el inspector Galván, ella no se lo contará esta noche ni al día siguiente ni al otro, y lo que mi hermano ha estado esperando con impaciencia sentado al borde del tajo, aquello que durante tres meses ha constituido su más ferviente afán, la ocasión de ver al poli desenmascarado y arrojado de casa y de la vida de mamá, quedando por fin ante ella como lo que realmente es, un hipócrita embustero y un matón de la bofia, este deseo se cumplirá sólo a medias, si bien sus consecuencias serán igualmente funestas.

Muy entristecida y sin ganas de remover el asunto, cosiendo a la luz de una vela por causa de las restricciones de la luz, lo único que ella deja entender, más porque David deje de preguntar y vaya a acostarse de una vez que por otra cosa, es que el inspector Galván no volverá por casa, de momento.

– ¿Qué quieres decir de momento?

– Pues eso, durante un tiempo por lo menos.

– ¿Cuánto tiempo por lo menos?

– Ya veremos.

– ¿Lo has decidido tú?

– Sí.

– ¿Y ahora qué pasará? ¿Ya no te traerá más cosas?

– Qué importa eso -lo mira fijamente y añade-: El que me preocupa eres tú.

– Tienes que pensar en lo que te he contado…

– Estoy pensando en muchas cosas, hijo. Pero sobre todo en ti.

Efectivamente, el inspector Galván no se dejará ver hasta la primera semana de noviembre, de manera sorpresiva, y en un estado que el mismo David habría de lamentar amargamente. No sólo no volverá a acercarse por casa en los días que siguieron a la acusación que formuló David, sino que tampoco se dejará ver apenas por el barrio durante tres o cuatro semanas, hasta que empieza a frecuentar algunas tabernas y se demora en ellas más de la cuenta. No habla casi nunca con nadie, y si lo hace es para enhebrar el mismo tema, su antigua ocupación de catador de vinos, provocando con ello bromas de los parroquianos a su costa y algún que otro altercado. El abandono y el desmedro se produce a ojos vistas y rápido, ya no parece la misma persona, y yo todavía hoy me pregunto por qué no hizo nada por desmentir la injuriosa patraña de David y recobrar el aprecio y la estimación de la pelirroja. Todo hace pensar que está descuidando cada día más sus deberes profesionales y es probable que los mandos de la Brigada, sus superiores, hayan tomado ya medidas al respecto, pues un representante de la ley y el orden que no se hace respetar, siento mucho tener que decirlo, hija -palabras de la florista en su tienda de la calle Cerdeña, mientras abraza a una niña llorosa que no puede ser otra que la hija del inspector-, un funcionario de policía que da mal ejemplo en los bares y no sabe comportarse ni siquiera en su propia casa, una persona así, por mucho que esté sufriendo, por más que le hayan matado una ilusión, pues yo sé lo que le pasa a este hombre, que ahora mismo tiene otra vez el corazón roto, lo sé, el Señor se apiade de él…

¿Eso dicen, que el Señor se apiade de él?, piensa la pelirroja sin esperar respuesta de nadie, sin dejar de pedalear en la máquina de coser, punteando y acotando pacientemente su parcela de soledad, descalza, los gruesos calcetines blancos de lana ciñendo sus tobillos hinchados y los pies moviéndose sin parar, como dos palomas que no consiguen emparejar su vuelo. Si David estuviera en casa le preguntaría a él, seguro que ha oído cosas por ahí, pero David se acaba de marchar al estudio del fotógrafo Marimón, hoy toca revelar el material de dos bautizos y una boda, y volverá tarde a casa.

Más o menos a la misma hora, las dos y media o las tres de la tarde de este brumoso y frío miércoles de noviembre, el inspector Galván está acodado en el mostrador de una bodeguita no lejos de casa y en trance de repetir por enésima vez a quien quiera oírle, que ya es tiempo de visitar a la señora Bartra nuevamente.

– Dame un café y dime qué te debo. Ya mismo me estoy largando de aquí, ¿me oyes?, ya he esperado bastante… Ya hace por lo menos una semana, fíjate, que tendría que haber ido.

– Con el café serán siete pesetas con cincuenta -dice el tabernero después de contar los vinos-. Aquí tiene -le acerca el café con un terrón de azúcar en el platillo, y, antes de poder retirar la mano, la del inspector atenaza su muñeca como el pico de un ave de presa.

– ¡Dos terrones, Amadeo, dos! ¡¿Es qué todavía no lo sabes, o es que eres un jodido roñoso?! -dice sin soltarle-. ¡Yo siempre he tomado el café con dos terrones, a ver si te enteras!

– No me he dado cuenta, perdone, don Manuel… -y en la mano que arde sobre la suya, en el furor que transmiten los golpes de la sangre, el tabernero intuye fugazmente el infierno personal que debe estar viviendo este hombre. Pero el inspector no es un camorrista, no lo había sido antes y no lo es ahora-. No me acordaba. Aquí tiene los dos terrones, ya está arreglado.

– Está bien, está bien… ¿Qué hora tenemos? ¿Casi las tres? Me las piro, que me esperan…

Pero se le va la tarde diciendo que se va, y empieza a caer la noche, y allí sigue, alternando vinos y cafés, y cuando por fin se decide no lo anuncia, simplemente pone la mano plana encima de los bordes del vaso, como si quisiera acallarlo, paga con la otra mano y sale de la taberna con paso firme y decidido. De espaldas al crepúsculo, ve las primeras farolas encendidas más allá de la plaza Sanllehy, oye el piñón de las bicicletas que a esta hora se dejan ir carretera abajo, las voces y los chillidos alegres de las muchachas saliendo de un laboratorio farmacéutico, de nuevo el barranco sombrío bajo la telaraña compulsiva de los murciélagos y enseguida la puerta con aldaba del chalé. El pie tantea inseguro los tres escalones que se deshacen y tropieza. La puerta, que antes no solía estar cerrada con llave, ahora sí lo está, y se ve obligado a dar un amplio rodeo, remontando un trecho junto al torrente, luego emboca el querido callejón por arriba y lo baja hasta la pequeña puerta de día custodiada por la mata de margaritas, ya recortada y sin color. La luz en la ventana del comedor-recibidor parpadea de forma discontinua, como hace una bombilla mal enroscada. Avanza decidido y, unos segundos antes de llegar a la puerta, le asalta el presentimiento de llegar demasiado tarde. Pisando el rastrojo de margaritas se asoma a la ventana y ve en el suelo a la pelirroja caída sobre un costado, junto a la máquina de coser. Lleva puesto el albornoz y tiene el brazo extendido con una zapatilla en la mano. Está inmóvil, pero el inspector observa ligeras convulsiones en esa mano, por lo que se abalanza de inmediato contra la puerta pulsando el timbre insistentemente, aunque ya supone que David no está en casa. Golpea la puerta con todas sus fuerzas y también la ventana, tratando de abrirla, y acto seguido rompe el cristal con el codo, mete la mano y abre por dentro, se desprende de la trinchera y salta al interior. Las convulsiones cesan un rato, mientras intenta reanimarla con cachetes y llamándola por su nombre, arrodillado a su lado, angustiándose al ver sus ojos y sus labios tan hinchados, hasta que desiste y la coge en brazos, abre la puerta y sale al callejón pidiendo a gritos un coche o un taxi, pero sin esperar ninguna ayuda, sin dejar de correr. Algunos vecinos se asoman y le ven torcer furtivamente en una esquina en dirección a la Avenida, allí parará un coche particular identificándose como policía y ordenando al asustado conductor dirigirse a la clínica de la Maternidad sin pérdida de tiempo. Durante el trayecto ella parece recobrar la conciencia, pero al poco rato vuelven las convulsiones y así entrará en el quirófano quince minutos después, ya casi en estado de coma.

Aún no he nacido y ya me estoy muriendo. No pocas veces, en el transcurso de mi vida, habría de lamentar que ella no me llevara consigo esa noche, bien arropado en su ilusión secreta y romántica de ex maestra de escuela represaliada, en esa ensoñación ingenua que he sido para ella durante siete meses, una sombra intrauterina con una pluma en la mano. Sal y cuéntalo, habría dicho, de poder hacerlo. En su día los astros le habían dicho a mi madre que David era el signo que anunciaba la mascarada infame de los tiempos que vendrían, y que yo en cambio sería como la señal de un testimonio luminoso y veraz, pero lo cierto es que, viéndome llegar a este mundo de manera tan esquinada y funesta, viendo cómo ella se desangra y se nos va inexorablemente en un quirófano mal equipado y cochambroso, nadie habría pronosticado tal cosa. He nacido prematuro, azul de cianosis y pesando menos que un mosquito, con una lesión cerebral que me tendrá postrado no sé cuántos años y una pinta de niño lobo que tira de espaldas. Durante tres meses, mis tiernas zarpas crecerán entre algodones.

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