Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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– ¿Qué vas a hacer, David, qué vas a contarnos? -corta de nuevo mamá mirándole con tristeza-. Acércate y dame la mano, me voy a levantar.

– No deberías. Espera un poco -dice el inspector.

– Estoy mucho mejor…

– ¿Me dejas que te lo cuente, madre, sí o no? -implora David.

Ella se queda unos segundos mirando al inspector, que permanece a los pies de la cama con las manos en los bolsillos y la mirada severa, y luego mira a David. De nuevo recuesta la espalda sobre la almohada contra la cabecera y aquieta las manos sobre el regazo, ciñendo la taza de café en actitud sosegada.

– Está bien -dice-. Te escucho.

Y David cuenta más o menos lo mismo que Amanda contó a los subinspectores en la barra del Sky; que la chica de la bicicleta oyó el tiro y luego lo vio en el torrente con el azadón y el perro muerto a su lado, y que al volver a pasar por allí ya se había ido y entonces encontró el encendedor; que nuestro Chispa nunca llegó al veterinario ni vivo ni muerto… Que no digo yo que se lo llevara de casa con intención de matarlo, eso no, madre, pero como el pobre ya no podía andar, y tampoco se dejaba arrastrar con la correa, pues el inspector perdió la paciencia y acabó con él de un tiro; que debió pensar que al fin y al cabo también había que matarlo, así que menos molestias. No ha terminado David de contarlo y ya está preguntándose cómo es que el inspector no le interrumpe, por qué no reacciona; había previsto un ataque de ira y un rosario de preguntas tipo de dónde diablos ha salido esa embustera y qué tienes tú que ver con ella, y dónde puedo encontrarla, qué se propone con esta absurda calumnia, por qué no me la traes y a ver si se atreve a repetir todo eso delante de mí, etcétera. Sin embargo, sorprendentemente, el inspector guarda silencio y le deja hablar. Inmóvil a los pies de la cama, una mano apoyada en la tabla de la costura y la otra en el bolsillo del pantalón, sus ojos de hielo escrutan a David y su boca musculosa sonríe imperceptiblemente.

– Es la caraba -susurra en cierto momento. En sus labios finos la sonrisa es como un gusano que empieza a moverse. El sedimento de su garganta sigue amasando la cólera, es de suponer, pero en sus ojos apenas asoma un desdeñoso fastidio-. Qué te pasa, hombre, te hemos oído mentiras mucho mejores -y mirándola a ella añade-: No irás a creer semejante patraña.

La pelirroja bebe un sorbo de café, sin dejar de mirar a David. Ha estado más atenta a la vehemente mentira de David que a la respuesta del inspector, que ahora se pasa la mano por el pelo y empieza a pasear de un lado a otro del cuarto.

– Le ahorrarías a tu madre un gran disgusto si te callaras estas majaderías -gruñe-. ¿Me explico?

– Quiero hablar contigo ahora mismo, David -dice mamá-. Acércame las zapatillas -y dirigiéndose al inspector añade-: Y tú hazme el favor de traerme una toalla del cuarto de baño. Tengo los pies helados. De paso te llevas la palangana y tiras el agua…

Moviéndose con calma, el inspector le quita a mamá la taza de café de las manos, y, antes de salir del cuarto, en el umbral, se vuelve para mirar a David. Es una mirada en la que no asoma el rencor, sino más bien un destello de complicidad. Cuando ya se ha ido, mamá se sienta al borde del lecho, pone los pies desnudos en la gastada esterilla y mientras se quita la rebeca le hace seña a David de que se acerque.

– Ahora explícame qué significa todo eso que has contado y qué te propones -como cargándose de paciencia y sosiego, deja otra vez las manos quietas en el regazo-. Otro de tus embrollos, supongo.

– ¿Por qué no se lo preguntas a él?

– Te lo pregunto a ti.

David sostiene su mirada, pero tarda unos segundos en responder.

– Es lo que me ha contado esa chica. Si quieres que vaya a buscarla…

– No te he pedido eso.

– Entonces tienes que creerme. Es la verdad -insiste David-. A mi perro lo mató de mala manera.

Ella coge su mano y le mira un buen rato con los ojos chispeantes, tratando de comprender. Finalmente dice:

– ¿ Cómo has podido pensar eso del inspector Galván, hijo? ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque sí. Tú no sabes… -empieza David en un susurro, y se interrumpe.

– ¿El qué? Cuéntale a mamá, anda.

– No te das cuenta. Aunque nos trae cosas buenas, y te hace compañía, y tú le aprecias, porque le aprecias mucho, ¿verdad?, pues aun así, él no es una buena persona. Lo parece cuando viene a casa, cuando está sentado aquí contigo tomando café y te mira y te pregunta cómo te encuentras hoy, y te dice que no fumes tanto y no hagas esto y no hagas aquello, y te da las medicinas y te trae rosas -y bajando más el tono, con una seda cariñosa en la voz, añade-: Lo parece pero no, madre, no es una buena persona. No lo es.

Hay en su mirada y en su voz susurrante un amago de súplica que ella percibe e interpreta emocionalmente, como siempre. De algún modo le llega el perfume de la verdad, aunque los hechos no se ajusten a la verdad. Y en esta ocasión acierta. Hoy sé que la soledad y la pobreza vividas durante unos años y asumidas ambas sin amargura conformaron la sensibilidad de mi madre, su secreta armonía con el mundo, incluidos sus letargos románticos y su indócil sexualidad; lo pienso siempre que me siento desvalido y solo ante cualquier enigma de la vida, y al conjuro de este pensamiento ella acude con el milagro de su indefensión y su fortaleza. A su modo, David había asumido esa contradicción: como si supiera que la verdad no existe, que sólo existe el deseo de encontrarla, luchaba no contra ella, sino contra la fragilidad de su apariencia.

– Está bien -dice mamá soltando su mano-. Acércame las zapatillas y vete a la calle un rato.

– ¿A la calle? ¿Por qué?

– Porque el inspector y yo tenemos que hablar. Haz lo que te digo.

Cuando el guripa vuelva a su lado con la toalla la encontrará sentada frente a la tabla llena de patrones y retales, con horquillas en los labios y los desnudos brazos en alto, ordenando la llama roja de sus cabellos. Así es como David la ha dejado, yéndose a regañadientes por la puerta de noche, porque por esa puerta suele entrar y salir el inspector, y quiere verle cuando se vaya. Se queda merodeando cerca del barranco, que a esta hora ya empiezan a sobrevolar los murciélagos; va y viene de un lado a otro por el lecho del torrente. Piensa en las lagartijas que ahora duermen bajo las piedras calientes y a salvo de navajazos, evoca los ojos trabados de Paulino sumidos en su muda paciencia, sus almorranas sangrando sin alivio sobre algún sucio jergón del Asilo Duran, y siente el frío hocico de Chispa, que prolonga su existencia pegado a sus tobillos lastimados, husmeando aromas de arañazos y tintura de yodo. Quieto, valiente, ahora hay que esperar, susurra sin apartar los ojos de la puerta, acechando las sombras. Pero ya le tenemos, ya le tenemos…

Casi una hora después se abre la puerta y sale el inspector llevando la americana en la mano con un descuido impropio de él. La pelirroja no ha salido a despedirle y a cerrar la puerta, como otras veces, así que la cierra él y después, sin moverse de allí, saca del bolsillo trasero del pantalón la petaca de coñac, bebe un trago, la guarda de nuevo, y, mientras se abrocha la americana bajando los tres escalones, se inmoviliza con los ojos en el suelo y rascándose la cabeza. Parece tocado, confuso, realmente como si algún objeto acabara de impactar en su cabeza. Parado allí sobre los escalones, con una mirada que, al decir de David, jamás nadie habría sabido descifrar, termina de abotonarse y vuelve a ponerse en movimiento, alejándose despacio por el sendero que bordea el barranco con las manos en los bolsillos del pantalón y la espalda recta, como solía ir siempre.

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