Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Hostia, dice David, en esta familia todos sangramos como cerdos.

A otros les fue peor, ¿sabes?, dice Juan, y al hablar suelta por la boca un polvillo como de estuco o de mármol. Había gente despanzurrada por todos lados, y el esqueleto de un tranvía ardía delante de mí. ¿Y no oíste la bomba?

¡Qué pesado te pones con la bomba, David! ¡No la oí, te lo he dicho mil veces!

Pues para que lo sepas, el silbido de esa bomba se metió en mi oído como una serpiente venenosa. Y ya no se va, hermano.

Qué le vamos a hacer, dice Juan rascándose la sangre seca de la mano. Es una pena, porque viviendo aquí habrías podido consultar al doctor P. J. Rosón-Ansio, el otorrino cordobés. Pero él también la diñó. A mí podía haberme operado la nariz, ahora que lo pienso.

El otorrino de Córdoba, entona David. Cuando aún no sabía qué quiere decir otorrino, yo pensaba que era el nombre de un torero de Córdoba…

Ya es mala pata que ese médico bolchevique amigo de papá también la palmara.

Baja la voz y cuidado con lo que dices, hermano.

Y sus miradas confluyen un breve instante en el cuadro que reproduce el sonrosado apéndice colgado en la pared, la gran oreja atravesada de flechas y abriéndose como una caracola capaz de absorber todo lo que se habla en este cuarto y fuera de él, cualquier ruido de la casa, el crujido de un armario, el chirrido de una puerta, el viento en la ventana, la lluvia en los cristales, sé lo que me digo, chaval, todo, incluida la penosa respiración de Chispa echado debajo de la mesa y el paso muelle y silencioso de un ratón o una cucaracha, y hasta el rasgueo del lápiz sobre el papel…

Oye, ¿es verdad lo que dice la pelirroja, que de mayor tú querías ser escritor?

Ya no podrá ser, dice Juan.

Tú eras el preferido. Eras el mejor para ella, había puesto en ti todas sus esperanzas.

Pues aquí me tienes, hecho un guiñapo. El que viene detrás de ti puede que tenga mejor suerte.

¿Ese renacuajo? ¿Por qué lo dices?

Sé que a mamá le haría mucha ilusión, dice Juan removiéndose en la silla con gesto de dolor.

Sin papá en casa, el piojo este no será nada, dice David.

Te equivocas de medio a medio, hermano. Lo que hará que ese piojo se convierta a su debido tiempo en un artista será precisamente la ausencia de papá: se pasará la vida imaginándolo.

¿Sabes que le he pillado una mentira a la pelirroja, por primera vez?

Siempre hay una primera vez.

Pero es muy extraño… Yo no recorté esa foto de ninguna revista. ¡La tenía ella!

Vuelve a su lado, anda, no la dejes sola con este hombre, lo apremia Juan con la voz hueca. Y menos en el chalé, con tantas habitaciones cerradas y ese tufillo a ropa de muerto y a muebles apolillados, ese olor a alcanfor que se filtra por debajo de las puertas y que nos aturde cada vez que tenemos que pasar al otro lado para ir al baño o a la cocina.

Suena un lejano estruendo de hierro y cristal. David se incorpora en el camastro, y al mismo tiempo, detrás de la alambrada de espinos y junto al fuselaje del Spitfire, se incorpora el piloto de la RAF con las manos en la cintura.

¿Tú dirías que está muerto?, dice David antes de salir. ¿Piensas que lo acribillaron ahí mismo, al pie de su avión? ¿O que lo llevaron preso y lo torturaron y después consiguió escapar? ¿Crees que la pelirroja sabe algo…?

Déjate de cuentos y ve con ella, dice Juan con la voz polvorienta. Yo iré a cambiarme el vendaje.

Ya voy, dice David mirando con tristeza la pierna cercenada. Deberías poner en su sitio ese hueso que se sale y limpiarlo, hermano. Y de paso sacúdete el polvo, que pareces un fantasma. ¿O es que los fantasmas no se cepillan la ropa?

Cuando David nos alcanza poco después, el inspector se halla de pie en medio del salón y rodeado de muebles, algunos cubiertos con fundas amarillas. Ella enciende las luces junto a la puerta del recibidor y luego se vuelve a él cruzándose de brazos, como si ya le esperara para despedirle. Hay otro olor aquí, otra luz, otro silencio. Todo lo que David ve en este salón, siempre que tiene que cruzarlo solo, yendo o viniendo del baño o de la cocina, ya no parece vivir en el tiempo, solamente en la memoria desbaratada de alguien; muebles renqueantes y desplazados, cortinas tiesas y visillos desflecados, grandes cuadros torcidos en la pared, anticuados y sombríos, con liebres y perdices muertas expuestas sobre mesas repletas de verduras y frutas, todo parece no sólo haber sido abandonado hace muchos años con premura y sin el menor afecto por quienes vivieron aquí, sino haber sido repudiado y maldecido, entregado rabiosamente a una voluntaria desmemoria.

Detrás de mamá se distingue el recibidor en penumbra y la puerta de la entrada, por la que se filtra la luz del mediodía. El inspector observa a la derecha de mamá la mesita redonda y los dos sillones de mimbre color naranja, y en el acto se da cuenta de que antes aquí debía haber cuatro sillones y que los dos que faltan están en nuestro ridículo comedor-recibidor. Mamá los tomó prestados. Erguido, sin hacer ningún comentario, el inspector se gira despacio y su mirada corvina lo registra todo, los espejos ciegos y el viejo reloj de péndulo, las estanterías llenas de libros, los cuadros, el velador con los dos sillones y las vitrinas vacías, para acabar fijándose en la pelirroja con una suerte de fatigada complacencia.

– Aquí viviría usted mucho mejor que al otro lado.

– Sí, claro, pagando el doble o el triple de lo que pago ahora. No podemos permitirnos ese lujo -con un suspiro de impaciencia añade-: Por allí se va a la cocina y a un pequeño retrete al fondo del pasillo, y por aquí a los dormitorios y al baño, a una pequeña biblioteca y a otros aposentos. Si quiere verlo…

El policía mueve negativamente la cabeza. Intuye lo espaciosa que es la casa, aun siendo de una sola planta, pero en ningún momento mostrará el menor interés en verla por entero. Sus ojos se demoran en la mesita del rincón, encima hay dos guantes de piel cruzados, una panzuda copa de coñac y un cenicero de cristal con un cigarrillo consumido, un gusano de ceniza intacto. David sigue la trayectoria de la mirada del poli y alcanza a ver todavía la espiral de humo azul subiendo al techo y enseguida a papá descalzo y en mangas de camisa sentado en uno de los sillones de mimbre, relajado y sonriente, alzando en su mano la copa de coñac a modo de saludo. El inspector se acerca a la ceniza, del cigarrillo y al hacerlo observa borrosa y fugazmente reflejada en la superficie leprosa de un viejo espejo el perfil sumiso y grávido de mamá, que desde otro ángulo del salón evoca la misma quimera: el cigarrillo consumido en el cenicero despide su espiral azul, secretamente furiosa y enroscada, hacia el techo.

– ¿Es usted la que fuma?

– Quién si no. -Se para un momento con la mano en la barriga-. Y tú, diablillo, no empieces con tus volteretas.

– ¿Cómo dice?

– No va por usted -abre la puerta de doble hoja, alta y pesada. El hierro corroído de los goznes chirría-. Ésta es la entrada principal. Y ya estamos en la calle, como quien dice.

El aire huele a leña quemada. Después de bajar lo que queda de los tres escalones, el inspector observa la pequeña explanada que llega hasta el borde del barranco, una tierra calcinada con restos de lo que en tiempos debió ser un bosquecillo. Aquí en torno a él, enfrente mismo del chalé, asoman muñones de rosales muertos, raíces de un olivo tronchado y retoños enfermizos de geranios y adelfas junto a fragmentos del muro que encerró el antiguo jardín. Se acerca al borde del tajo y considera la altura y la inclinación de la ladera arcillosa y cuarteada, y enseguida gira otra vez sobre los talones y se queda mirando la vieja fachada orientada al mediodía, rectangular y con una balaustrada musgosa tras la cual debía pudrirse la azotea. Es una fachada pretenciosa, con su remate ondulado de cerámica, cenefas de mosaico y adornos de terracota en lo alto en forma de grandes cestos que derraman frutos y flores. Un descalabrado tejadillo protege la puerta con aldaba, y una hiedra sanguínea y lustrosa respeta las dos ventanas enrejadas. Piedra labrada hasta un metro de altura y el resto de ladrillo rojo, salvo el marco de la puerta y ventanas, que también es de piedra.

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