Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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Ella responde con una mueca de resignación. El cuarto de David es el más pequeño, un cuchitril que había sido almacén de específicos e instrumental médico. En las paredes verdosas y ciegas, con un ventanuco alto mirando a poniente, la marca que dejaron los estantes y la humedad han grabado un desleído crucigrama. La mirada fatigada, falsamente rapiñosa del policía resbala ahora por el camastro y el perchero de madera donde cuelga la boina roja y el chubasquero de David, por el armario ropero y el ventanuco abierto, y se detiene en el viejo y descolorido mapamundi, como dos mitades de manzana agostadas, clavado en la pared con chinchetas junto a una foto de Joe Louis recortada de un diario. Con la trinchera escrupulosamente plegada sobre el hombro y las manos en los bolsillos, el inspector se queda mirando el mapamundi y la foto del boxeador. Tras él, cruzada de brazos y armándose de paciencia, la pelirroja le observa, y a su lado David piensa pero bueno, ¿qué clase de registro domiciliario es éste? Se te ve el plumero, guripa, lo que buscas es pasar el mayor tiempo posible a su lado aunque sea haciendo ver que te interesa un mapamundi del año catapún…

– ¿Quiere usted que le enseñe mi Atlas Universal a todo color y mi colección de pesos pesados de todos los tiempos? -dice David-. ¿Quiere? ¿Le gustaría ver mi álbum de cromos de Los tambores de

Fu-Manchú ?

– Gracias, no tengo tiempo.

En la silla rota que sirve de mesilla de noche hay una lámpara de flexo, una sobada novela de Edgar Wallace, el cortaplumas de mango nacarado, un rabo de lagartija reseco, una caja de cerillas y un reloj de pulsera de plexiglás con la esfera celeste, las manecillas pintadas y la hora fija. Un tufillo de violencia silenciosa y alada, una especie de altercado sin palabras, cultivado en secreto, se eleva de todo eso expuesto en la silla paticoja. Pero el interés del policía se centra en la pared, en dos viejos diplomas del otorrino colgados por encima de Joe Louis, dos cuadros que mamá puso aquí para ocultar manchas de humedad, y sobre todo en la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, una oreja gigantesca y enmarcada en un cartelón de vivos colores, protegida por un cristal y asaeteada por textos de letra menuda explicando las diversas funciones de los órganos interiores y sus recovecos.

– ¿Por qué tiene usted eso colgado ahí?

– Hay un desconchado en la pared.

Al darse la vuelta para salir, el inspector casi tropieza con David, que acaba de desliar la toalla de su cabeza. Alargando la mano, alborota suavemente sus cabellos, al tiempo que deja caer con la ronca voz que no expresa nada:

– Qué tal nos portamos, chaval. ¿Ya procuras ayudar a tu madre?

– Sí, bwana. ¿Ha visto cómo brilla la placa de latón de la puerta? Todos los sábados la fregoteo con bicarbonato y un trapo mojado, y también me ocupo de la compra, voy por el carbón y el racionamiento y el pan, y la gaseosa, y el hielo… Y por las tardes soy ayudante de un fotógrafo…

– David -corta mamá-. No le haga caso.

– Pierda cuidado -dice el inspector-. Nos conocemos, ¿verdad, chico?

Mira en torno con aparente desinterés y acaba fijando su atención en una portada de la revista Adler recortada y clavada con chinchetas en la pared, debajo del ventanuco y frente al camastro. La portada reproduce la imagen de un piloto de las fuerzas aliadas en el momento de ser apresado junto a su avión abatido. Una foto de propaganda, una instantánea hecha a la luz del día. Observándola más atentamente, el inspector constata la actitud un tanto chulesca del joven aviador, con los brazos en jarras, la sonrisa casi imperceptible y la mirada insumisa, cautamente irónica, dirigida no a la pareja de soldados alemanes que lo apuntan con sus metralletas, uno a cada lado, sino directamente al objetivo del fotógrafo, al incierto futuro y a los ojos que ya para siempre han de verle cautivo. Pero su cara no le dice nada al inspector.

– ¿Quién es? ¿Otro púgil, un artista de cine?

– No sé -dice David.

– Mi hijo vio la foto en una revista y le gustó -se apresura a decir la pelirroja-. Siempre está recortando aviones y pilotos, le gustan mucho. Siente una verdadera devoción por los pilotos.

David la mira sin disimular su sorpresa: la primera mentira que le oye decir a mamá, la primera mentira sin intención de bromear, formulada con una extraña urgencia en la voz.

– Bien, no veo ningún motivo para efectuar un registro a fondo -dice el inspector-. Acompáñeme al otro lado, al chalé. Haga el favor.

Echándose las manos a la nuca David se ha tumbado boca arriba en el camastro, frente al piloto que le sonríe desde la pared frontal. El Spitfire entró en barrena con la carlinga incendiada, murmura David sin que nadie le oiga, pero pudo aterrizar. Y recuerda lo que un día le dijo aquí mismo a Paulino Bardolet: ¡Vaya foto, gordi! ¡Un segundo y 25 centésimas para captar el coraje de un héroe que se dispone a morir de pie!

Oye las voces del poli y de la pelirroja adentrándose en el pasillo mientras se desabotona la bragueta.

– No debería dejarle colgar en su cuarto estas miserias de la guerra, señora.

– Ah, los niños, siempre nos sorprenden, ¿verdad? Hasta hace poco tenía en el mismo sitio una foto del pato Donald rodeada de cromos de Héroes de la Cruzada -dice mamá abriendo la pequeña puerta que comunica con el chalé, su voz levemente irónica alejándose cada vez más-. ¿Le parece a usted que el pato Donald en compañía de los Héroes de nuestra Cruzada es más apropiado para un chico de su edad, inspector?

– Los muertos no son buena compañía.

¡Mentiras, no dicen más que mentiras!, masculla David para sus adentros. Guripa mamón, tú qué sabes si lo han matado los alemanes.

La mirada paciente y risueña de mamá atraviesa el corredor que prolonga una tiniebla de baldosas con rombos y concluye en una cortina de terciopelo verde medio desprendida, y, un poco más allá, en un par de zapatillas grises de fieltro dejadas delante de una puerta y juntas por los talones, apuntando una a cada lado. La viuda Rosón nunca quiso retirarlas de aquí, dice mamá en tono chungo. Hemos respetado su voluntad. Sígame usted, inspector. Es un momento, gruñe él quizás a modo de disculpa. ¿Qué tal se porta su hijo en la calle? Parece un chico muy despabilado, añade simulando un deje cansino de funcionario al que ya le aburre tener que hacer siempre las mismas preguntas.

Juan se sienta a horcajadas en la silla con los brazos colgando del respaldo, frente a la cama de David. Tiene la cabeza vendada y el pantalón desgarrado deja ver la pierna cercenada por debajo de la rodilla, aunque en el hueso astillado no hay ni rastro de sangre. Su bufanda marrón y sus ropas de abrigo conservan todavía el polvo rojizo del edificio que se le vino encima enterito el mediodía de un lejano 17 de marzo, pero él no aparenta los años que tenía entonces, sino los que tendría hoy, unos veinte.

Serías mi hermano mayor, se lamenta David. Qué lastima.

No pudo ser, chaval, no le des más vueltas.

Me habrías enseñado la mar de cosas sobre la vida.

Olvídalo. Mi destino estaba escrito.

¡Qué puta mala suerte!

Ya ves. Se hizo lo que se pudo. Un señor me quiso sacar de entre los escombros y tiró de mi pierna, y la pierna se le quedó en las manos. No sentí ningún dolor.

¿Oíste el silbido de la bomba cuando caía?

Pues no. Estaba en la Gran Vía mirando la fachada del cine Coliseum y oí a alguien gritar: ¡Rápido, niño! ¡Tírate al suelo y abre la boca!

Y eso por qué.

Hombre, por la onda expansiva. Si no abres la boca, revientas por dentro. Así que me tiré al suelo y abrí una boca como un cazo. Pero no sirvió de nada, concluye Juan, y de su nariz brota un hilo de sangre que fregotea con el dorso de la mano.

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