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Miguel Delibes: Tres Pájaros De Cuenta Y Tres Cuentos Olvidados

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Miguel Delibes Tres Pájaros De Cuenta Y Tres Cuentos Olvidados

Tres Pájaros De Cuenta Y Tres Cuentos Olvidados: краткое содержание, описание и аннотация

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El cuco, la granjilla y el cárabo, tres pájaros de cuenta, son los protagonistas de otras tantas historias vividas por Miguel Delibes, en las que el escritor aborda uno de los temas constantes en su obra: la naturaleza. Un castellano rico y preciso, unido a una extraordinaria capacidad de observación, hacen de estos relatos tres pequeñas obras maestras. Tres cuentos más, de muy distinto signo, completan este volumen `La vocación`, `Bodas de Plata` y `El otro hombre` vieron la luz a comienzos de la década de los cincuenta, pero es ésta la primera vez que se publican en forma de libro. Tres personajes bien distintos -un niño de once años en el que ya está prefigurado Daniel, el Mochuelo, protagonista de El camino, un médico rural con veinticinco años de servicio, y una mujer recién casada que aún no ha cumplido los treinta- protagonizan estos tres `cuentos olvidados`, escritos en los primeros años de su trayectoria como escritor, pero en los que la maestría narrativa de Miguel Delibes es ya una realidad.

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Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.

– ¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? -dijo él.

La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.

– ¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme

nada? -dijo ella, y pensó para sí: "¿Será un hijo?

¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?".

Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:

– Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. "Estoy pensando tonterías", se dijo. "Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento." La voz de él frente a ella la asustó.

– ¿Qué piensas, querida, si puede saberse?

El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.

Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:

– No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.

No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para trasmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. "Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así", pensó. "Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona", se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:

– Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.

Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.

LA VOCACIÓN

Él no conocía nada fuera de aquel valle donde había nacido, pero no anhelaba tampoco conocer nada más. Era, el suyo, un valle vegetal, lujurioso, circundado de altas montañas que, a veces, se incrustaban en el cielo, dejando sólo al descubierto sus faldas de un verde grisáceo. Por el centro del valle discurría, impetuoso y salvaje, un río de montaña; el rumor de la erosión en la roca viva era oscuro y monótono como el cielo del valle en invierno. En marzo y abril, cuando las aguas descendían más espesas y turbias, la gente del pueblo pescaba truchas enormes en las pozas del río.

A un lado del cauce estaba la carretera y, al otro, la línea férrea. Las tres líneas -el río, la carretera y el ferrocarril- se entrecruzaban con frecuencia, dibujando a lo largo del valle un trenzado caprichoso y absurdo. Desde ellas a las montañas, cuyos pezones hendían las nubes, se escalonaban los prados y los maizales, deslindados por tapias de piedras o cercas de espinos y zarzamoras. En los prados pastaban las vacas, dejando al aire los aires melancólicos, cadenciosos, de sus cencerros. Era un ritmo indolente y voluptuoso el de la vida del valle, un ritmo pando y reposado que sólo se quebraba, de cuando en cuando, ante el paso raudo de un automóvil o el estridente silbido de los trenes descendentes.

Lucas, el de Pancho, había nacido allí, en una diminuta casita apartada del pueblo, con la fachada encalada, entre el torrente fluvial y la vía férrea. Su padre administraba una breve hacienda que venía menguando desde cuatro generaciones atrás. Su padre era un hombre hosco y desabrido, de una aspereza rayana en la crueldad. De su madre apenas se acordaba Lucas; recordaba borrosamente su muerte, un día plomizo de otoño, en el que, precisamente, la vaca tudanca salió de peligro. Y evocaba, sobre todo, sintiendo un escalofrío, la reacción de su padre ante la desgracia ingente, apenas resarcida por la mejoría del animal:

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