Cuando por fin se lo llevaron, inerme, con la fusta y el gorro cruzados sobre el pecho, aún tuvo fuerzas para volver la cabeza y, parpadeando, cegado por el sol y la sangre, lanzar a su invicto enemigo, el potro desventrado y cojo, una última mirada que pretendía fulminar una vez más su apariencia inofensiva y bovina, su engañosa sumisión.
El pelotón permaneció clavado en su sitio, viendo cómo se llevaban en volandas al teniente Bravo; lo último que vieron de él ese día fueron sus formidables botas desapareciendo rápidamente detrás del barracón verde, camino de la enfermería. Gritando órdenes detrás de la comitiva, el sargento Lecha volvió la cabeza y sólo entonces advirtió que los reclutas seguían allí en el páramo en posición de firmes, bajo un sol ya rabioso, disciplinados y estupefactos. Llegaba apaciguado y remoto el eco de la resaca marina, que ahora babeaba una espuma negra a lo largo de la costa. El viento se había encalmado. El sargento bramó:
– ¡Rompan filas!
Más de la mitad de la cultura moderna
depende de lo que no debía leerse.
ÓSCAR WILDE
Hace ya bastantes años, en la época en que la noche barcelonesa era un Titanic navegando alegre y confiado, lejos todavía del iceberg asesino (nadie pensaba en el hielo salvo al solicitar un whisky o el trago habitual), estaba yo tomando copas en la barra aterciopelada de Bocaccio, cuando, inesperadamente, un joven dibujante de cómics y prestigioso ilustrador, al que sólo conocía de vista, recaló a mi lado aferrándose con ambas manos a una copa esbelta, extenuado y empapado, como un náufrago escupido por el oleaje promiscuo de la noche. A nuestra espalda, en las concurridas mesas de la gauche divine, chapoteaban las salutaciones, las conversaciones cruzadas y las risas.
– Tú eres el escritor, ¿verdad? -Tenía el náufrago una sonrisa inocente y delgada y una voz trasnochada, felpuda, llena de candor y de ginebra-. Me llamo Kim y vengo huyendo del Ciclón Benilde, ya la conoces… Ahí está, no te engaño. -Volví la cabeza y, en efecto, allí estaba la temible aventurera nocturna hablando por los codos, de pie, el vaso de vodka apoyado en uno de sus pechos mortíferos y acorralando contra la barra a un conocido cantautor catalán podrido de vanidad al que apenas le quedaban diez minutos de vida-. Ahora vendrá a por ti, me lo ha dicho.
– ¡Maldición!
– Sólo tienes un modo de salvarte.
– ¿Qué debo hacer?
– Como si no la vieras, y mostrarte muy interesado en lo que yo te voy a contar -dijo el exhausto dibujante-. Escucha. Estoy preparando una nueva colección, un supercómic para adultos con un protagonista inspirado en un personaje de tus novelas, un tipo que me fascina… ¿Qué tal si tú te encargaras de escribir los guiones y los diálogos? Ganarías una fortuna.
– ¿Yo? -Sonreí-. Yo nunca he escrito tebeos. ¿Quieres una copa?
– Coca-Cola con whisky. Déjame contarte los detalles.
El Ciclón Benilde ya nos estaba mirando de soslayo como un pájaro de presa, de modo que simulé escuchar interesadísimo la propuesta del dibujante. Yo debía escribir un guión semanal que él ilustraría, y el tebeo iba a constituir, dijo, una renovación lúdica del género. Contaríamos las aventuras socio-económico-amorosas (fueron sus palabras) de un joven soñador, un hijo del barrio sin medios de fortuna, pero listo, simpático y guapo: sorprendentes hazañas románticas con gran despliegue de estrategia sentimental y progre, con profusión de niñas-pijo y de intelectuales de izquierda ricos, con apellidos de solera y en escenarios reales, en sus fincas de verano en l'Empordà y sus palcos del Liceu, desde las más rancias alcobas de San Gervasio y del Ensanche hasta las flamantes y soleadas terrazas con arboleda y piscina, pasando por los espesos pubs y tabernas de moda, las todavía clitóricas aulas de la Universidad, las míticas tascas del Barrio Chino, el Club de Polo y los apetitosos bailes de Debutantes.
Poco después, Kim me dejó solo unos segundos para reaparecer en seguida con una cartera de mano, de la cual extrajo unos bocetos a lápiz y a pluma para mostrarme «físicamente y en acción» al personaje. Los dibujos eran magistrales. Pude ver, entre las lágrimas mal disimuladas (de repente la idea de escribir tebeos me resultaba desternillante, impagable), a un apuesto charnego con ojos de gato en celo deambulando bien trajeado y algo envarado por la Terraza Martini, durante una distinguida recepción. Los negros cabellos planchados, el perfil encastillado, olisqueando disposiciones afectivas…
– Este muchacho llegará lejos -le dije-. Pero sin mí.
Expuse mis dudas sobre la viabilidad del proyecto, y entonces el joven dibujante me habló de un colaborador suyo, ex miembro de la gauche divine y actualmente exiliado en el Canadá, el cual, antes de irse, había reunido material de diversa procedencia con la idea de utilizarlo para escribir los primeros guiones, y que ahora podíamos aprovechar. Convencido de que yo aceptaría entrar en el proyecto, Kim prometió hacerme llegar este material al día siguiente. En este preciso momento se abría paso hasta nosotros el Ciclón Benilde, a codazos, sonriente y besucona, y me despedí apresuradamente. En la puerta del local un camarero me obsequió con el Diario de Barcelona recién impreso, y cuando minutos después, sentado en el taxi que me llevaba a casa, abrí el periódico para echarle una ojeada, ya me había olvidado de Kim y de su extraña propuesta. Sin embargo, al día siguiente recibí un gran sobre amarillo que contenía una carpeta. Era una sobada carpeta azul, con los elásticos llenos de nudos, y dentro había recortes de la revista Hola y de notas de sociedad de la prensa diaria, fotos de puestas de largo y de bodas y guateques, y algunas cuartillas emborronadas. Entre esa enrevesada crónica de banalidades, encontré una libretita de negras cubiertas empastadas, un diario íntimo escrito durante el verano y el otoño de 1968. Las páginas comprendidas entre el 29 de septiembre y el 18 de octubre estaban recuadradas en lápiz rojo con la siguiente acotación en el margen superior de la primera página: Para episodio n.° 2 titulado «En poder de la Gauche Divine».
Los años de mayor esplendor de la llamada gauche divine, según los cronistas de la época, fueron los de la segunda mitad de los sesenta y los primeros setenta. Cuando este pequeño diario fue redactado, la G. D. poseía todo su poder aglutinante como grupo. Por supuesto, hoy sabemos que la naturaleza de ese poder no era más que una fantasmal y noctámbula inclinación al reencuentro, una manera de beber juntos y de prolongar la noche, un guiño de la inteligencia en horas de relajo. Dejando de lado a sus miembros más prestigiosos y cualificados, existía el amplio espectro de adictos y seguidores que en Bocaccio y otros puntos de reunión se formaba siempre a su alrededor a modo de esos pececillos-piloto que acompañan al tiburón en sus correrías depredadoras: jóvenes meritorias vagamente conocidas y tenaces mirones y afiliados o simplemente simpatizantes, que no solían conocerse entre sí pero que imaginaban, emocionados, poder reconocerse pronto: la posibilidad del encuentro inesperado, cualquier noche, en cualquier lugar de los habitualmente frecuentados, era para ellos y ellas, en esa época, enormemente excitante.
Era tal su estado anímico de constante disponibilidad, su aportación personal a la pequeña y trasnochada mitología ciudadana, que la llama del equívoco, la chispa que surgió del común frotamiento de sensibilidades y del incesante intercambio de neuras y cariños, se convirtió rápidamente en una gigantesca hoguera. En realidad, lo que se alzó en medio de las nieblas otoñales de aquel legendario 68, fue una especie de malentendido, un simple rumor, una serpiente de verano -pero la serpiente esgrimía una sonrisa encantadora y ardientes ojos negros y se llamaba Roberto…
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