Juan Marsé - Teniente Bravo

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Una Barcelona que se eleva sórdida e intrigante. El mítico cine Roxy, que en su tiempo alivió la miseria de posguerra con sus leyendas de celuloide. El mundo de este gran escritor desfila por estos relatos.
En este libro Juan Marsé reúne tres historias magistrales. En «Historia de detectives», cuatro muchachos, encerrados en un Lincoln abollado y herrumbroso, dan alas a su fantasía. Mezclados con el humo azul de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, los relatos de crímenes y viudas peligrosas llenan el interior del automóvil. La crítica mordaz, irónica, patética y a menudo divertida de la bravura obcecada de un militar franquista en «Teniente Bravo» constituye uno de los hitos en la historia de la narración breve de las letras hispanas. Y finalmente, en «El fantasma del Cine Roxy», los mitos del celuloide conviven con la realidad del presente, encarnada en un banco construido sobre las ruinas de un antiguo cine de barrio cuyos héroes se resisten a desaparecer.
«Marsé bucea en los fondos abisales de su inconsciente para sacar a flote experiencias lejanas que transforma en material literario.»
MÀRIUS CAROL
«Lo grande de un escritor como Marsé es saber crear personajes con entidad.»
FERNANDO TRUEBA.

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Al diario me remito, y, obtenido el permiso de su remoto autor (hoy tabernero feliz en Quebec) transcribo estas páginas sin quitar ni añadir una coma.

J. M.

29 septiembre

Días y días sin ver a nadie. Llueve melancólicamente tras los cristales. Depresión. Duermo fatal: pesadillas de subdesarrollo cultural pobladas de Chorizos de las Letras (en sueños, J. J. Armas Marcelo me regala un libro de Salvador Pániker dedicado a Baltasar Porcel con prólogo de Umbral ¡e ilustrado por Cuixart!). Exceso de optalidones, visiones terroríficas de librería-tumba ofreciendo cóctel en honor de escritor latinoamericano locuaz.

Toda la tarde corrigiendo pruebas en mi covacha de la editorial. Beatriz de Moura me llama a las siete para almorzar juntos mañana no puedo pasado sí, vale. ¿Asunto? Revista La Mosca y su zumbido agónico. No llegará a la séptima caquita, la pobre Mosca. Cal Juanito a las dos y media, conforme.

Qué hermoso lecho de hojarasca en la voz de la brasileña, qué vocación de manantial.

Vivo mis últimas horas con la intrépida C. C. Al final, pasa lo que tenía que pasar: después de cuatro meses de maternal solicitud hacia mí, esta noche C. C. se lanza a la calle decidida a olvidarme y a enamorarse otra vez. Falta madurez, hosti. Dice que va a emborracharse, primero en la terraza del Pub y más tarde en Bocaccio. Puede suceder cualquier cosa.

Peligro. Huracán C. C. azota las costas de la gauche divine. Se ha puesto en manos de Vidal Teixidor, siquiatra de élite, pero nuestras relaciones han ido de mal en peor, de hecho están liquidadas.

No está bien que ella me encuentre en su cama al volver de madrugada, pero llueve y a dónde voy a estas horas, mejor me largo mañana. Dormiré en el diván del estudio. A ver este Tele/eXprés, qué dice del Barça.

Las cuatro y C. C. aún no ha vuelto. Apagaré la luz. Decididamente, el Barça es la llufa.

30 septiembre

Se avecina al huracán. Tal como me temía, anoche C. C. entabló fulgurante relación amorosa en la barra de Bocaccio con un joven desconocido y se lo trajo al apartamento. Desde el estudio oí sus voces en la terraza y luego en el dormitorio. Pensé en la conveniencia de irme, pero me dormí. Más tarde me despertó un rumor de pies desnudos en el estudio.

Era él.

Supuse que C. C, estirada en la cama como un lagarto insomne, colmada y feliz, habría estado proyectando una tras otra sus visiones afrodisíaco-literarias en la faz paciente y receptiva de su nuevo amor, hasta que el chico se había levantado con la excusa de hacer pis. Conozco estos atajos de la noche tan favorables para huir un rato de los amarillos ojos-tenaza de C. C. Si uno sabe entretenerse en algo antes de volver a su lado, ella se duerme.

El desconocido parece conocer tales artimañas. En el estudio, ha encendido la lámpara de flexo sobre la tabla de trabajo de C. C. y observa cauteloso la máquina de escribir. Yazgo en la sombra y no me ha visto. Lo examino de espaldas, desnudo, grávido, un fluido de desgana muscular enroscado en sus flancos morenos y en su nuca felina. Desdeñoso y primario: un cuerpo capaz de detener el tiempo. Pone una placa en el tocadiscos, el volumen muy bajo. Viejo Sinatra: My Funny Valentine. Decididamente el chaval tiene gancho. Piel oscura y satinada y lacios cabellos negros al inclinarse sobre la moqueta color vino revolviendo discos, luciérnagas en una bahía musical. Este tipo puede hacerte daño, C. C., ten cuidado.

Incorporándose, se suena las narices limpiamente con los dedos, deja caer el material en el cenicero y se frota las manos en las nalgas. De nuevo se queda mirando la máquina de escribir, como hipnotizado. Enciende un cigarrillo, teclea un poco en la máquina, da unos pasos, no sabe qué hacer, se aburre, va a la estantería y saca un libro al azar, vuelve a la mesa. Pone un folio en la máquina, se sienta, abre el libro y empieza a teclear lenta y aplicadamente, con los dedos índice de cada mano, copiando del libro.

Anoto escrupulosamente estos pormenores porque son de suma importancia, como se verá más adelante. (N. del t.)

Probablemente es la primera vez que este chico se enfrenta a una máquina de escribir. El flexo abatido proyecta en su cara el polvo luminoso de un sueño trivial, un deslumbramiento enternecedor de analfabeto. Teclea por el gusto de hacerlo, torpemente, sin reparar en el sentido de lo que copia del libro: el volumen, poco usado, se resiste a permanecer abierto y las páginas van pasando solas, impulsadas por su propia tendencia a cerrarse -sin que el entusiasta mecanógrafo lo advierta- de modo que el texto transcrito al folio será forzosamente una mezcla de frases, o de fragmentos de frases, pilladas en distintas páginas y en capítulos diversos. Un poema del azar, probablemente.

El tipo escribe tres folios, ensimismado, con una paciencia digital de afilador. Luego se cansa y se pone en pie, vuelve a dejar el libro en la estantería y sale del estudio. Al poco rato regresa vestido, apaga el tocadiscos, se guarda unos cigarrillos en el bolsillo, apaga la luz y se marcha, esta vez a la calle: oigo la puerta del piso cerrándose despacio.

Una hora después también yo estoy en la calle. Amanece un día luminoso, nada hace pensar que habrá tormenta.

1 octubre

Almuerzo con Beatriz, Óscar y Jorge. La Mosca, sin alas, patitiesa, yace panza arriba en la mesa de Cal Juanito. ¿Qué podríamos hacer por ella?, dice Beatriz. Aroma de setas asadas, el ronco tumulto en la voz de Óscar, la piel color lluvia otoñal de Beatriz, la confortable, meliflua sonrisa de Jorge Herralde.

«¿Sabéis lo de C. C.?», fue la pregunta, un poco por cambiar de tema, pero no recuerdo quién la hizo.

Era el primer soplo del huracán y había llegado a través del teléfono, artefacto caro a la gauche divine.

– ¿Qué ocurre?

– La noticia circula desde primeras horas de la mañana -gruñe Óscar-. Una collonada. Parece que C. C, excitadísima, ha llamado por teléfono a Gimferrer anunciándole que acaba de hacer un descubrimiento: un novísimo en novela, un novel inédito, al parecer amigo suyo.

– Hum -cavilo yo cabizbajo, y pido más pa torrat amb tomàquet. Mucho trasiego de tinto en la mesa. «Hummm», responde con un par de emes más que yo el todavía cauteloso editor Herralde, añadiendo que lo divertido del asunto es que la conversación telefónica de C. C. con Gimferrer ha durado tres horas, un récord que supera el de Terenci Moix hablando por teléfono desde Roma con Enric. Y que esta misma mañana, cuando Colita llamó a Román Gubern pidiéndole información sobre las propiedades de su bolígrafo luminoso -aunque Colita no lo quiere para tomar notas en la oscuridad de un cine, como hace Román, vete a saber para qué lo quiere ella-, éste le comentó que ya había hablado del desconocido novísimo con Joaquín Jordá a petición de C. C., y que Jordá a su vez ya había comunicado con José M. aCastellet, al parecer en Sitges, el cual sólo dijo que algo sabía por la dulce Anna March, pero previniendo: «Punyeta, no us esvereu!», y pidió calma ante todo: «Em fot una por, aquesta quitxalle de la gauche divine, són uns enfollits…!»

Sugiero tímidamente no hacer caso, podría tratarse de un rumor incubado precisamente en la altísima entrepierna ensayística, semántica y estructuralista del Sheriff.

– No -dice Beatriz-. Habla con C. C.

– ¡Vaya vaya! -brama Óscar-. ¡Por fin C. C. ha puesto el huevo!

2 octubre

Mañana loca de raudo corrector de pruebas mal pagado, el teléfono martilleando mis sesos todo el rato. Me llama todo el mundo. Ignorantes aún de mi ruptura con C. C., me preguntan si le conozco, cómo es el genio, su nombre, edad y antecedentes literarios, y yo: no sé nada de nada. «¿No has leído ese capítulo de su novela que le dejó a C. C.?» Y yo: «No veo a C. C. últimamente, hemos decidido afrontar la inminente agonía de la década feliz cada uno por su lado.» «Ah.»

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