Juan Marsé - Teniente Bravo

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Una Barcelona que se eleva sórdida e intrigante. El mítico cine Roxy, que en su tiempo alivió la miseria de posguerra con sus leyendas de celuloide. El mundo de este gran escritor desfila por estos relatos.
En este libro Juan Marsé reúne tres historias magistrales. En «Historia de detectives», cuatro muchachos, encerrados en un Lincoln abollado y herrumbroso, dan alas a su fantasía. Mezclados con el humo azul de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, los relatos de crímenes y viudas peligrosas llenan el interior del automóvil. La crítica mordaz, irónica, patética y a menudo divertida de la bravura obcecada de un militar franquista en «Teniente Bravo» constituye uno de los hitos en la historia de la narración breve de las letras hispanas. Y finalmente, en «El fantasma del Cine Roxy», los mitos del celuloide conviven con la realidad del presente, encarnada en un banco construido sobre las ruinas de un antiguo cine de barrio cuyos héroes se resisten a desaparecer.
«Marsé bucea en los fondos abisales de su inconsciente para sacar a flote experiencias lejanas que transforma en material literario.»
MÀRIUS CAROL
«Lo grande de un escritor como Marsé es saber crear personajes con entidad.»
FERNANDO TRUEBA.

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– ¡Fuera de ahí, sargento, hágase a un lado! -El teniente Bravo hizo silbar la fusta en el aire. Los ojos clavados en su odiado enemigo, escupió en la tierra apestada y pisó suavemente la imaginaria línea de salida. Se balanceó dos veces sobre el pie y se lanzó impetuosamente a la carrera, espoleándose con una punta de histerismo en el codo y en los giros furiosos de la muñeca. Ahora braceaba menos y sacrificaba el estilo en beneficio de la fuerza, consiguiendo una zancada más larga y poderosa. Afrontó el salto con los pies impecablemente juntos, pero pesados y tardones, como si calzara botas de plomo soldadas entre sí. Por contra, la cabeza se le fue para atrás, pareció que se desnucaba en el aire. Tropezó, esta vez, no ya con los pies, sino con las piernas, casi con las rodillas; de hecho, antes de apoyar las manos en el potro tensando la espalda, el resto del cuerpo ya se había entregado a la derrota y abortaba el vuelo, aceptando la costalada. El teniente cayó malamente, rápido y de morros, sin tiempo de atenuar el choque interponiendo los brazos. Un hilo de sangre brotó de su nariz y súbitamente se le infló el labio.

El sargento y dos reclutas se precipitaron en su ayuda. «Se ha pegado un hostión del carajo», murmuró Pita, abandonando momentáneamente el acorazado hundido en el fondo del mar junto con sus frustradas ansias marineras.

– Por Cristo, mi teniente, ya está bien -dijo el sargento-. Se va a hacer daño.

Desde el suelo, el teniente lo contuvo con una maldición:

– ¡Cago en la puta madre, sargento, ¿no le he dicho que no se mueva?! ¡Cago el copón divino y la madre que parió a Abd-el-Krim en el desierto! -Hizo una pausa, y, pensativo, se miraba las rasguñadas palmas de las manos-. ¡Fuera todo el mundo! ¡No ha pasado nada!

– Pero mi teniente, hágame usted caso…

Se calló el sargento esperando una cascada de insultos, pero el teniente se limitó a jadear. Recostado en un codo, el rostro manchado de sangre y polvo mezclados, con el rabillo del ojo atisbaba la puñetera quietud del potro erguido a su lado, incólume y vetusto, ensimismado y maligno sobre sus escuálidas cuatro patas; lo miraba el teniente con los dientes apretados y el corazón en un puño, resoplando, mientras los patos se acercaban de nuevo meneando el trasero, husmeando en las suelas de sus botas la plasta de mierda que se había traído de las proximidades de la pocilga.

Tardó un poco en levantarse, pero lo hizo ágilmente, lamiéndose el labio y estirando los faldones de la maltrecha sahariana.

– Si le parece, mi teniente -carraspeó el sargento-, mando romper filas y lo dejamos para mañana…

– ¡¿De qué me está hablando, sargento?! ¡¿De qué cojones me está hablando?!

Se había quitado el pañuelo liado a la frente para limpiarse la sangre de la nariz. Después de un minuto de silencio, el sargento se plantó delante del potro e hizo el siguiente comentario:

– Pues no señor, que no veo yo bien a este potro de gimnasia. Juraría que se asienta mal, que está torcido, el cabrón.

– No diga tonterías, sargento.

– Tiene una pata postiza, mi teniente, ¿se ha fijado?

– ¡Sí, me he fijado!

– Me parece a mí que su altura no es la reglamentaria.

– ¡Ah, muy bien! -estalló el teniente-. ¡Y ahora el sargento nos va a decir cuál es la altura reglamentaria de un potro de saltos! ¡Naturalmente!

Su mirada hastiada tropezó a lo lejos con la silueta fantasmal del Peñón y automáticamente pensó: 425 metros de roca calcárea, la espina clavada en el corazón de todos los españoles, el sargento es un cretino pero buena persona… Con la fusta se golpeaba nerviosamente las botas y se paseaba otra vez alrededor del potro mirándole como si quisiera arrancarle su maldito secreto, parecía un hombre acosado y sus compulsivas maneras impresionaban a los reclutas, sobre todo su creciente deterioro físico: la sangre que ahora fluía de su ceja y le tapaba el ojo, el labio partido, las erosiones en la barbilla y en la frente, las manos atropelladas y el roto del pantalón. La cabra taciturna se acercó y miró al teniente con el rabillo del ojo de charol, grande y limpio, y luego se dirigió a la cabeza del pelotón a husmear las piernas peludas. «Carmencita, chúpamela», se escuchó ronca pero dulcemente, casi en tono de verdadero cariño, al recluta ventrílocuo amparado en el anonimato.

El viento firme del Estrecho traía rumor de olas estrellándose en la rompiente y chillidos de gaviotas, cuando el sargento Lecha ahuyentó a Carmencita de un puntapié y volvió hacia el teniente su roja faz muy compungida, procurando sonreír; lo único que podía hacer era ganar tiempo, intentar retrasar el próximo salto con cualquier pretexto:

– Con su permiso -empezó en tono risueño- yo diría que se ha ganado usted un coñá, mi teniente…

Antes de contestar, el teniente observó, muy interesado, una repentina efusión de polvo rojo alrededor del potro.

– ¿De qué demonios me está hablando ahora, sargento?

– Del coñá que todavía le debo a usted, mi teniente.

– Usted no me debe nada, sargento. -Volvió a ceñirse en la frente el ensangrentado pañuelo, mientras se lamía el labio partido.

– Un coñaquito, ande, uno sólo. Es bueno para los nervios -insistió el sargento, pero ya sin convicción, extraviado en su propio discurrir-, aunque sea de garrafa, eso dicen, que el brigada Mir rellena la botella cada noche… Y nos tomamos un descansito. Ande ya, mi teniente, que aquí los muchachos se están durmiendo de pie.

– ¿Qué se propone, sargento? -inquirió el teniente, receloso-. ¿Y quién le ha dicho a usted que esta bazofia que sirven en la cantina es buena para los nervios? ¡¿Por qué tenemos que tomarnos ningún descanso?! ¡¿Por qué me induce usted a discutir bobadas delante de la tropa, sargento?!

El viejo chusquero bajó la cabeza y se rascó el cogote. Vio a una de las gallinas picoteando en el polvo y consideró seriamente la posibilidad de arrearle una patada en el culo capaz de hacerla volar hasta la cima del Peñón, cuando, al levantar la vista, advirtió que el teniente Bravo, escurridizo, imparable, estaba ya una vez más asomado a su abismo particular, allá en su línea de salida. Por Cristo, se dijo el sargento, ¿no habrá nada capaz de frenar a este hombre?

En el momento en que echaba a correr, Carmencita levantó la cabeza y lo miró desde la orilla del campo, Folch cerró los ojos y el gallego Pita volvió la cara ensimismado y prefirió contemplar un viejo petrolero que navegaba lento y silencioso por el Estrecho, un trémulo espejismo de herrumbre y soledad deslizándose sobre el alegre cabrilleo del sol en el agua.

La carrera del teniente fue corta y compulsiva, y el salto un garabato ansioso que se fijó en el aire un brevísimo instante. Apenas se hubo elevado, el teniente quiso suplir con su buen estilo lo que las fuerzas le negaban, pero los brazos se le doblaron y cayó pesadamente del otro lado como un saco de patatas. La boca todavía abierta, golpeó con la barbilla contra el suelo y la formación entera oyó el estrépito de dientes entrechocando y hasta el crujido de los huesos de la mollera. Revolotearon asustadas las gallinas y quedó flotando en el aire un plumón irisado que se meció unos segundos sobre el potro.

«Una castaña de puta madre», susurró un recluta en la segunda fila del pelotón.

– ¡Quieto todo el mundo! -ordenó el teniente arrodillado, las manos apoyadas en tierra-. ¡Va también por usted, sargento! ¡Me cago en la leche que mamó el potro, que nadie se mueva!

El sargento Lecha, perplejo, miraba la faz contraída del teniente, la sangre espesa que manaba de su nariz, e intuyó súbitamente que su perplejidad ante esta sangre derramada no era tal vez lo que mejor se correspondía con un militar. Así que meneó la cabeza y pensó en otra cosa.

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