Juan Marsé - Teniente Bravo

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Una Barcelona que se eleva sórdida e intrigante. El mítico cine Roxy, que en su tiempo alivió la miseria de posguerra con sus leyendas de celuloide. El mundo de este gran escritor desfila por estos relatos.
En este libro Juan Marsé reúne tres historias magistrales. En «Historia de detectives», cuatro muchachos, encerrados en un Lincoln abollado y herrumbroso, dan alas a su fantasía. Mezclados con el humo azul de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, los relatos de crímenes y viudas peligrosas llenan el interior del automóvil. La crítica mordaz, irónica, patética y a menudo divertida de la bravura obcecada de un militar franquista en «Teniente Bravo» constituye uno de los hitos en la historia de la narración breve de las letras hispanas. Y finalmente, en «El fantasma del Cine Roxy», los mitos del celuloide conviven con la realidad del presente, encarnada en un banco construido sobre las ruinas de un antiguo cine de barrio cuyos héroes se resisten a desaparecer.
«Marsé bucea en los fondos abisales de su inconsciente para sacar a flote experiencias lejanas que transforma en material literario.»
MÀRIUS CAROL
«Lo grande de un escritor como Marsé es saber crear personajes con entidad.»
FERNANDO TRUEBA.

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Era un hombre pequeño y envarado, joven, bigote fino y hermoso mentón moreno, algo levantisco, hombros caídos y apariencia frágil, pero fibroso y pechugón. Llevaba el gorro ladeado sobre la ceja tupida y negra, la sahariana color caqui clarito de corte muy personal -que algunos oficiales le recriminaban y otros le envidiaban secretamente-, botas altas y calzones de canutillo, flamante correaje con la pistola enfundada al cinto y el tirante en diagonal muy ceñido sobre el pecho. Aún no se había quitado las espuelas y sus botas estaban cubiertas de polvo; venía de galopar entre matorrales secos y algarrobos silvestres, como cada mañana, más allá de las dunas al sur del campamento, en dirección a Xauen: entusiasta y madrugador, envarado y pulcro sobre el fogoso caballo blanco, el viento le traía una lejana calentura del desierto, la miseria de las kabilas y los malolientes rebaños de la indigencia, y él galopaba de perfil hasta el toque de diana.

– ¡Firrr…mes! -gritó el sargento al pelotón, yendo al encuentro del oficial y saludando-. A sus órdenes.

– Buenos días, sargento.

El teniente ordenó descanso y se plantó delante del potro con los brazos en jarras. Los reclutas retomaron su posición de descanso, mano sobre mano y con esa mirada vidriosa y bovina de los servidores de la patria en reposo, y él se paseó alrededor del potro golpeándose suavemente las hombreras de la sahariana con la fusta. El tintineo de sus espuelas evocaba la camaradería nocturna de jóvenes oficiales reunidos en la Sala de Banderas, risas viriles, taconazos y rumor de sables saliendo de las vainas.

– Por fin -dijo-. ¿Cuándo lo han traído, sargento?

– Anoche, mi teniente.

– Bien, bien, bien -en sus ojos bailaba un destello alegre-. Entonces, ¿todo arreglado?

– Bueno -el sargento bajó la voz-, ya era muy tarde, pero convencí al socio de Fermín para traerlo en su camioneta desde Hadú… y pensé que debíamos tener una atención con él, mi teniente. Así que lo invité a un coñá. No, fueron dos…

– Hizo muy bien. ¿Algo más, sargento?

– …dos o tres copitas, sí.

– Luego me lo recuerda, cuando pasemos cuentas.

– No lo decía por eso, mi teniente, qué va -se apresuró a sonreír el sargento-. Si yo todavía le debo a usted por lo menos una docena…

– Luego, sargento -lo interrumpió con sequedad el teniente, dedicando su atención al potro.

Ya había tenido ocasión de examinarlo detenidamente en el gimnasio, pero ahora lo miraba a la luz del amanecer cómo si lo viera por primera vez.

Dio una vuelta a su alrededor y, con la mano enguantada, acarició suavemente el lomo como si fuera un animal. A pesar del cuero deslucido y la raja en el costado, su serena fortaleza imponía respeto. El teniente examinó la raja y hurgó en ella con la fusta. Lo menos satisfactorio era la pata postiza; aunque parecía sólida y bien encolada, esa pata retorcida le daba al potro un aire funesto de alimaña, una dislocación perversa. El teniente retrocedió dos pasos ajustándose los guantes y, encarándose con el pelotón, entrelazó los dedos con tanta energía que se oyó claramente el crujido de los huesos.

– Tal como os había prometido, hoy vamos a saltar el potro -dijo con la voz suave-. Hay dos maneras de hacerlo; una, con las piernas abiertas, como si jugáramos a saltar y parar, y la otra con los pies juntos, pasándolos por encima del aparato. Este salto presenta una mayor dificultad, así que -sonrió por un lado de la boca, divertido-, muchachos, tendremos que empezar por él. Lo más importante, en esta disciplina atlética, son las manos y los pies. Poned atención: cuando yo lo diga, os vais situando de uno en uno allí, a unos veinte metros; cogéis carrerilla y, a un metro del aparato, más o menos, saltáis con los pies juntos y las manos por delante, apoyándolas un poco separadas sobre el potro, así, para que entre ellas puedan pasar los pies con las rodillas encogidas. ¿Me explico? Se cae del otro lado juntando los tacones, tieso y con las manos pegadas a los costados, así, fíjate -ahora miraba al recluta que tenía enfrente-. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– No me llames señor, recluta. Yo no soy señor de nadie.

– A sus órdenes, mi teniente.

– Eso es. -Arqueó la fusta con las manos y dio un par de vueltas más alrededor del potro escrutando su aparente mansedumbre y su edad, recelando su impostura: como si el potro le ocultara algún secreto-. Bien, creo que eso es todo.

Movió bruscamente la cabeza, buscó con los ojos risueños a los gallegos, siempre juntos y ateridos en la cola del pelotón, y sonrió con aire de chunga:

– Me parece que ya tenemos a más de uno acojonado -ajustándose de nuevo los guantes, miró al catalán-. ¿Verdad, Folch, que nos vamos a reír?

El recluta bajó la vista.

– Si usted lo dise, mi teniente…

– ¿Te gustaría ser el primero, Folch?

– ¿De saltar esto?

– Es muy fácil, hombre.

– Me parese que no, mi teniente.

Se oyeron risas en la formación. El sargento ahuyentó a la cabra con el pie. Cerca del potro, los patos picoteaban un reguero de agua pútrida que venía de las porquerizas.

– ¿Conque no, eh? -dijo el teniente-. Está bien, yo saltaré primero. Pero sólo una vez, así que fijaos bien porque no habrá repetición. ¿Has comprendido, Folch? Después saltarás tú, y después tú -con la fusta apuntó a un muchacho taciturno con cabeza de pájaro y sedosas pestañas, Marcelino Pita Vega, el gallego que siempre se lamentaba de no haberse alistado en la Marina-. Si me lo saltas a la primera, Pita, mira lo que te digo: te pago un polvo con la puta más cara de Hadú. ¿Qué te parece? Pero has de prometerme que no se lo dirás al pater…

En medio de la rechifla general, que ya el sargento se aprestaba a reprimir, el recluta Pita esbozó una mansa y taimada sonrisa, y bajó los ojos al suelo y volvió a ver el cafetín moruno del barrio de Hadú, el té con yerbabuena en los vasos pringosos, los pinchitos calientes, los pajaritos fritos alineados en el mostrador y al propio teniente Bravo acodado en él, vestido de paisano con sombrero de ala flexible sobre los ojos y camelando a una mora de labios púrpura y ojos glaucos, la popular Aixa, que según los veteranos hacía maravillas en la cama, era un domingo lluvioso al anochecer y Pita y varios paisanos suyos habían decidido por fin, venciendo la timidez, requerir los servicios de la furcia exótica… pero ese día el teniente se cruzó en su camino.

Ahora el teniente se alejaba con paso elástico hacia Carmencita, que trasquilaba hierbajos a medio camino de las porquerizas. Se paró y se volvió, encarándose al potro. Lo tenía a unos treinta metros y marcó la distancia trazando una raya en la tierra con la fusta. Mientras se quitaba las espuelas le hizo una seña al sargento, que acudió presuroso. «Déjelas por ahí, sargento», dijo al darle las espuelas. El sargento permaneció a su lado en espera de lo demás, pero el teniente no se desprendió de las botas ni de la pistola ni de la fusta, ni siquiera se aflojó el correaje, así que los reclutas pensaron: debe de ser un salto muy fácil. Algo asustó a la cabra, dio un brinco y se alejó.

– Usted también, sargento, puede retirarse -dijo el teniente. Y mirando a los reclutas-: Fijaos bien.

Los brazos en jarras, la barbilla enhiesta, miró al potro con desafiante apostura, calculando la velocidad y el ímpetu del salto. No se lo pensó mucho. Doblando un poco la cintura, dio un imperceptible saltito a modo de estímulo y emprendió la carrera, espoleándose el muslo con la fusta. Corría con buen estilo, pero no daba la impresión de velocidad ni de empuje -le ocurría exactamente lo mismo cuando jugaba al fútbol con los reclutas: mareaba al adversario con endiablados quiebros y fintas, pero nunca daba la sensación de poder llevarse el balón hasta la portería contraria, a no ser que ellos se lo permitieran, lo cual ocurría a menudo.

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