Juan Marsé - Teniente Bravo

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Una Barcelona que se eleva sórdida e intrigante. El mítico cine Roxy, que en su tiempo alivió la miseria de posguerra con sus leyendas de celuloide. El mundo de este gran escritor desfila por estos relatos.
En este libro Juan Marsé reúne tres historias magistrales. En «Historia de detectives», cuatro muchachos, encerrados en un Lincoln abollado y herrumbroso, dan alas a su fantasía. Mezclados con el humo azul de sus aromáticos cigarrillos de regaliz, los relatos de crímenes y viudas peligrosas llenan el interior del automóvil. La crítica mordaz, irónica, patética y a menudo divertida de la bravura obcecada de un militar franquista en «Teniente Bravo» constituye uno de los hitos en la historia de la narración breve de las letras hispanas. Y finalmente, en «El fantasma del Cine Roxy», los mitos del celuloide conviven con la realidad del presente, encarnada en un banco construido sobre las ruinas de un antiguo cine de barrio cuyos héroes se resisten a desaparecer.
«Marsé bucea en los fondos abisales de su inconsciente para sacar a flote experiencias lejanas que transforma en material literario.»
MÀRIUS CAROL
«Lo grande de un escritor como Marsé es saber crear personajes con entidad.»
FERNANDO TRUEBA.

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El simpático asesino psicópata Bruno/Robert Walker con los hombros delicados encogidos como si tuviera escalofríos se dirige a la estación Pensilvania a coger un tren que le llevará a Metcalft en cuyo parque de Atracciones, junto al lago y sobre la hierba de Isla Mágica, debe dejar un encendedor que lleva las iniciales G. H. grabadas y un pequeño relieve como adorno representando dos raquetas de tenis con los mangos cruzados.

El reloj del Banco Central señala la 1.30 horas y la señorita Carmela recoge su bolso y sale a la plaza Lesseps. Aunque tal vez demasiado tarde, ha comprendido al fin: dos violoncelos, dos pies que se topan, dos raíles de tren, dos raquetas cruzadas, dos chicas que se parecen y las dos con idénticas gafas de miope (¡tres, contándose ella también!) y dos elegantes y guapos asesinos, aunque sólo uno de ellos cometa asesinato. Vuelve la cabeza atrás y comprueba que no la sigue nadie. Conforme se aleja de ese Banco que fue cine populoso, de esos ámbitos embrujados llenos de sombras y de voces muertas, la señorita Carmela se tranquiliza.

Bajo el alegre sol de mayo, esperando frente a un paso de peatones con el semáforo en rojo, saca un cigarrillo del bolso y a su lado un hombre atento y elegante y de hombros como frioleros le ofrece lumbre de su mechero.

– ¿Me permite? -sonríe el desconocido.

Buena suerte, señorita Carmela.

Encadena imagen última de Vargas: un anciano cojo y abstraído que está limpiando con un paño el cristal del escaparate de la PAPERERIA I LLIBRERIA «ROSA D'ABRIL», y que tiene un sobresalto cuando unos chicos pasan alborotando con cohetes y petardos y arrojan un trueno de mano entre sus pies.

Sobre la cabeza encanecida del viejo charnego, en el cielo rojo del atardecer, estallan cohetes de fiesta y una música vulgar y chillona se derrama por la colina. Verbena de San Juan, verano de 1985.

– Bueno, ¿y qué diablos hacemos con esta cursi que ve visiones? -insistió el director.

– En mi opinión, la pobre señorita Carmela merece una oportunidad. -El escritor reflexionó-. Bastaría un ligero retoque en la secuencia 82. El encendedor en la mano del hombre (no vemos su rostro) que le ofrece lumbre, lleva grabada la letra V. Es Vargas, ya en sus años de madurez.

El cineasta bramó:

– ¡¿Estás sugiriendo que Vargas tiene una aventura con esa loca solterona?!

– Querido directed by, deberías mostrarte más respetuoso y más comprensivo con tus personajes, sobre todo si son perdedores. La señorita Carmela es una mujer solitaria, sensible y cultivada. No ha tenido mucha suerte en la vida, pero ella suple esa carencia con imaginación y ternura. Y tiene una bonita figura.

El director asintió, resignado:

– Ciertamente, Vargas es un perdedor.

JOEY: «Shane, sabía que ganarías. Estaba

completamente seguro. ¿Ése era él? ¿Era Wilson el

pistolero?»

SHANE: «En efecto, era Wilson. Rápido, muy rápido en

disparar… (Sin; poder contenerse) ¡Pero yo soy

aún más rápido!»

– ¡Corten! -ordena George Stevens saltando de su silla de director y encaminándose hacia Alan Ladd, que interpreta la escena final montado a caballo-. Alan, creo que esta última frase no está en el guión.

– Pues debería estar, George.

– No es necesaria, y por eso no está.

– Cosecha propia -dice Ladd con su encantadora sonrisa rubia-. ¿No te gusta? Se me acaba de ocurrir.

– Pero ¿por qué, Alan?

– Porque es verdad, George. ¡Yo soy el más rápido de la película!

– Cierto, muchacho, lo acabamos de ver. Has liquidado a los hermanos Raiker y a Wilson. Por eso no es necesaria la frase.

Alan Ladd tenía una gran disciplina profesional, además de una puntería infalible. Con su mano enguantada aparta un rubio mechón caído sobre su frente y reflexiona unos segundos. Las muchachas del plató admiran su sonrisa triste de pistolero solitario, su recta espalda desdeñosa de la muerte y los flecos de su elegante cazadora de gamuza blanca bien ceñida por el ancho cinturón.

– De acuerdo, George. No diré la frase.

– Bien, Alan, así me gusta.

– Era muy pretenciosa. Estoy listo para rodar. Cuando quieras.

Stevens mira a su actor con afecto y le guiña el ojo:

– Vamos allá. La humildad es importante en este oficio, hijo.

Vuelve el director a su silla de lona al tiempo que la potente voz de su ayudante ordena:

– ¡Silencio! ¡Rodamos!

Y con voz todavía más autoritaria y poderosa resonando en el silencioso plato, Stevens dice:

– ¡Motor! ¡Acción!

Plano general de Barcelona y en sobreimpresión los protagonistas Susana, Vargas, Neus y los niños pandilleros todos en línea cogidos del brazo y sonrientes caminan hacia nosotros surgiendo de las ruinas del cine Roxy cubiertos de polvo y con las ropas desgarradas mientras sobre sus cabezas nimbadas de luz y desde el fondo de la pantalla se acerca agrandándose la palabra

TENIENTE BRAVO

Ni por ley ni por deber combato,

ni por los hombres públicos, ni por los vítores del gentío.

Un solitario impulso de placer

me atrajo a este tumulto en las nubes

W. B. YEATS,

Un aviador irlandés prevé su muerte

El ansiado potro de saltos que el teniente Bravo hizo traer una noche al campamento en una camioneta desvencijada, conducida por un musculoso ex legionario de andares felinos, albergaba un ratón en su barriga de paja. El potro era una antigualla, zanquilargo y pesado y con tantos costurones que bien podía haber vivido el desastre de Annual y hasta la guerra de Cuba. El mismo ratón que lo habitaba parecía de otra época, bigotudo y altanero y un poco rubiales, un poco decimonónico y colonial. Cuando el aparato de gimnasia era descargado de la camioneta, el sargento Lecha vio fugazmente el hocico impertinente del ratón asomado a una raja del cuero y frotándose las patitas delanteras, y golpeó repetidas veces el lomo del potro con la mano para obligarle a salir de su escondrijo. Como era noche cerrada, no vio si el ratón escapaba o no. La camioneta emprendió el regreso a Ceuta, el sargento se encaminó hacia los sombríos barracones del campamento y el potro quedó plantado en medio de un páramo de tierra bermeja, acogotado y sordo al fragor de la resaca que el viento subía desde la playa. Una de sus patas de madera había sido sustituida por una rama de cerezo delgada y torcida. Viejísimo y quebrantado, con la piel raída y mugrienta, bajo la furiosa noche sin estrellas parecía un animal manso y estúpido abrevando en el polvo.

Poco después del toque de diana, el ratón salió a pasear cautelosamente a lo largo de la pata postiza, recorriéndola un par de veces antes de esconderse de nuevo en la tripa perforada. La madera de cerezo de la pata tenía grabada a punta de navaja, de arriba abajo, una vieja inscripción casi ilegible e interminable: No somos los novios de la muerte y que le den pol culo a Abd-el-Krim. Luisito y Fermín. Las gaviotas empezaron a chillar y a volar bajo, y de pronto la niebla retrocedió sobre las oscuras aguas del Estrecho como si un viento la chupara rápidamente desde la bahía de Algeciras. Iba a romper el día, pero arriba en el cielo los nubarrones color vino, entre los que a ratos emergía el Peñón como una máscara de hierro suspendida en el aire, seguían acumulándose, formando negras covachas y ensombreciendo el amanecer. Si el viento era del Estrecho traía olor a pescado, si del Sahara, a rebaños escuálidos y mugrientos conducidos por niños marroquíes de ojos vivísimos.

Un pelotón de reclutas soñolientos y atolondrados corría a formar delante del potro, restallando en la oscuridad la voz carrasposa del sargento Lecha y los trallazos de su correa. Apenas se veía nada a una distancia de tres metros, salvo el tenue rubor del alba en las azulinas cabezas rapadas de los reclutas.

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