– Llegas temprano -la dueña del Continental entorna los párpados maquillados de gris sobre los ojos verdes y le conduce a la salita con muebles que huelen a aceite de linaza y con altos vitrales emplomados que dan al patio. Lo deja sentado muy formal en el diván.
Diez minutos después la puerta vuelve a abrirse y la gorda hace pasar a la fulana, un regalito, de verdad: no una rubia oxigenada, flaca y pálida, de ojos inmensos y decaída boca de pez, no una furcia esmirriada con zapatos rojos de putón desorejada y con la falda abierta en un costado, no sólo eso. Vaya cuadro; chaval. Esta vez ni siquiera me la presentaron, la gorda se fue cerrando la puerta y sin decir mu. Hola, dije incorporándome en el diván un poco así. Y ella hola, una voz hueca, miraditas de reojo, pasos nerviosos delante de mí meneando las escurridas ancas, sentándose por fin en el otro extremo del diván. Cruza las piernas, abre el bolso y saca tabaco.
– ¿Cómo te llamas, chico?
– Daniel.
– Daniel qué más.
– ¿Y tú?
No contesta. Parece interesada, ahora, en ordenar el contenido del bolso. No una vieja como las otras, por lo menos. Unos kilos más, y estaría buena. Bonitas rodillas, medias zurcidas hasta la desesperación y encima calcetines cortos. Zapatillas de andar por casa, con borlas rosa. Una faldita plisada y una torerita color naranja, y, echada con descuido sobre los hombros, una gabardina marrón. Parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo.
– Ramona -dijo después de encender el pitillo, como hablando consigo misma, y recostó la espalda en el diván.
– ¿Te avisó la mastresa? ¿Dónde te pescó, se puede saber? Mirándole a hurtadillas, ella cierra los ojos y frunce la boca como si se tragara una blasfemia: acaba de hacerse una idea de la edad de Java.
– No me dijeron que sería con un niño. Mierda. ¿Quién vive aquí?
– Sólo conozco a la mastresa.
– Pareces un chico listo.
– Regular.
– ¿Has venido otras veces?
– Sí.
– ¿Es verdad que pagan lo que dicen?
– Sí.
Con una mezcla de curiosidad femenina y de miedo, la fulana mirándole a través del humo azul del Tritón, parpadeando como si no acabara de verle, calculando su edad, el vigor de sus manos grandes y sucias, ¿cuántos años tienes?, una cara de mona famélica rumiando musarañas, ¿cuántos, criatura?, mientras Java sonríe sin decir nada y ella cree ver una pálida rosa abriéndose en su frente. Unos golpes en la puerta y entra la gorda con una bandeja conteniendo dos vasos de leche y dos bocadillos de atún. Java incorporándose con una falsa autoridad en la voz: ¿no hay café-café, mastresa?, echando mano veloz al bocadillo y sin esperar repuesta, a su pareja: come tranquila, tenemos tiempo. Se va la gorda pero no tarda en volver, esta vez con media docena de empanadillas en un plato. Hoy no te quejarás, dice, y Java con el ceño fruncido: vaya, piensa, las resecas empanadillas del bar.
Ramona devora su bocadillo dándole la espalda, encorvada en el extremo del diván, agazapada como una bestia hambrienta, sus dedos picoteando las migas en la falda, ni una dejó escapar. Luego dice:
– ¿Hay que esperar mucho?
– Depende.
– ¿Depende de qué?
– Qué sé yo.
– ¿Quién es él?
– No lo sé -Java la mira ahora con recelo-. ¿Ya sabes lo que tienes que hacer?
– Sí.
– ¿Y estás conforme en todo? Luego no me vengas…
– Lo único que quiero es terminar cuanto antes.
Parloteo de sirvientas y ruido de loza y cubertería en el patio interior, repentinamente. Java se guarda dos empanadillas en el bolsillo cuando ya la gorda abre la puerta y se asoma: ya, dice sin entrar, y ellos la siguen por el corredor en penumbra. Ahora Java nota en su mano la mano helada y sudorosa de Ramona, y se la coge apretándola con fuerza. En el dormitorio, de pie, ella se queda mirando las dos lámparas de gas de amarillas camisetas, una en la mesilla de noche y otra en el velador; emiten un constante silbido, como abejorros de luz. La cobertura central de la cortina color miel deja ver, sumida en sombras, una pequeña puerta de cuarterones, y ahí es donde la mirada de Ramona se queda prendida un rato, después que la gorda se ha ido dejándolos solos. Pero la muchacha recupera en seguida cierta viveza, abre el bolso y deja el tabaco y las cerillas en la mesita, se quita los zapatos, empieza a desnudarse. Java se descalza sentado en la cama y sus ojos legañosos vagan por la alfombra, por las borrosas líneas y desvaídos colores de la alfombra con su dibujo de hombres maniatados frente a un pelotón de fusilamiento: tiene que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque en la arena se ven cantos rodados forrados de musgo, y sangre, y hasta a veces me parece oír el rumor de las olas en la rompiente, la espuma rozando los pies de los caídos en primera línea, hostia, parecen de verdad… Por señas le indica a Ramona que se desnude despacio, se sitúa tras ella y abrazándola le quita la torerita musitando en su oído déjame hacer, yo sé cómo lo quiere el tío, el jersey por encima de la cabeza, la falda resbalando hasta el suelo, luego el sostén y ella muy quieta, respingando el trasero, mirando a un lado, dejándose morder la nuca. Su cuerpo blanco emite un efluvio enfermizo de sudor y jabón malo. Al acariciar sus pechos, moviendo ahora las manos con una exagerada lentitud, una obsequiosidad dedicada ya a una tercera presencia, Java captará en la piel un fino relieve de moneda, unos costurones.
Ahora tú, espabila, murmura Java, y ella volviéndose para darle el vientre, para golpearlo torpemente con el hueso de la pelvis y unos rizos como alambres. Todavía de pie, Java con los rápidos dedos recorriendo la piel, tanteando a ratos el costurón pero no sabe dónde, se le escurre bajo las yemas, lo encuentra y lo vuelve a perder: ¿qué es eso?, le dice, ¿una herida? Ella termina de desnudarle con manos frías y ausentes, ¿así?, vale, muérdeme, suspira, grita si hoy quieres comer caliente, nena, así ya vale. Restregándose de frente los dos un buen rato, pero de cintura para arriba cómicamente parados: abrazados como para descansar o reflexionar o permanecer allí de pie un rato, oyendo el rencoroso silbido de serpiente que sueltan las lámparas de gas.
Ramona con una pregunta muda en la mirada:
– ¿Está aquí?
– No sé.
– Pero tiene que vernos…
– Supongo. Baja la voz.
– Maldito sea mil veces.
– Cállate.
– Me cago en sus muertos.
– Ahora déjame hacer a mí. A ver, trae acá.
Guiar su mano yerta hasta el sexo, empujar suavemente sus hombros hacia abajo, ella arrodillándose despacio para dejar la boca a la altura conveniente, pero sin decidirse del todo, conteniéndose. ¡Grrrr!, maldición. Apartando la boca como una mojigata y una estrecha. El estremecimiento de sus labios, la nerviosa resistencia de la cabeza ladeada, ese empeño en mirar a otra parte: puñeta, piensa Java, otra que me hará sudar, cruzando por su mente la idea de que podría ser no una meuca como las otras, sino una de aquellas viudas de guerra que la miseria y el hambre de los hijos pequeños lanzaba cada día a la calle. ¿Por qué si no esa angustia en los ojos, por qué esos ramalazos de asco y de miedo?
El trato era que la función debía durar no menos de una hora, y él ya había adquirido cierta técnica: abandonarse en seguida al primer orgasmo para luego, instalado en un grado inferior de excitación y sin sobresaltos, poder controlar la lenta carrera ascendente de ellas y prolongar su gusto sin dejarlas caer, sin soltarlas nunca pero sin acelerarlas tampoco, llevándolas hasta el final del tiempo acordado.
– Eso no -dijo Ramona, simulando aplomo con una risita-. Todo menos eso.
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