Juan Onetti - Cuando ya no importe

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Sé que aprovecha mis sueños de borracho para visitar mi habitación y buscar el escondite del dinero. No trata de ocultar sus visitas. Un mediodía me desperté mirando las huellas de sus pies mojados por la llovizna o el rocío. Me hizo gracia. Muchas veces habrá usado mi sueño embrutecido para buscar en mi cuarto. Desengañado, ahora sabe que el tesoro está en mi cuerpo.

Anoto un pequeño incidente que me ocurrió ayer porque sin quererlo le atribuí un significado. Tal vez sucedió para clausurar algo o acaso para iniciar.

El dinero estaba seguro, lo sentía apoyado en mí reacordándome con burla antiguas presiones de nalgas de mujer; pero no era imposible que el islero hubiera robado mis documentos. Sin los papeles yo dejaba de ser Carr y si no era Carr no era nadie.

Me arranqué de la siesta que ya era torpeza y busqué la carpeta de apuntes escondida en la chimenea limpia y fría. Allí estaba y, al abrirla, comprobé con alivio que tres documentos confirmaban la existencia de Carr con mi cara inconfundible en las fotos. Pero, acaso por la alegría de no haber sido exiliado a la noche oscura de la nada, aflojé los dedos y los apuntes se desparramaron por el suelo. Cuando los recogí y trate de organizarlos sobre la mesa intuí que no les falta razón a los que dictaminan la inexistencia del tiempo.

Barajé con melancolía tantos días, meses y tal vez años confundidos, sin esa gradación cronológica que ayuda sin que lo sepamos a creer, débilmente, que hay cierta armonía en esta reiterada, incansable «persuasión de los días».

Claro que también para mí es perceptible mi contradicción. Al fin y al cabo esto no tiene más importancia que yo mismo.

Vi que casi la totalidad de los asuntos refiere a Santamaría y sus aconteceres. Y como, misteriosamente y sin ganas de confesarlo, lo único que verdaderamente me importa es esa ciudad, villa o pueblucho.

Así que para que seguir con estos apuntes hechos incongruentes al entreverarse. Tal vez regrese algún día de estos a esa ciudad condenada desde su nacimiento a ser provincia o, peor, a ser provinciana, que mucho me interesa sin llegar a quererla demasiado. Tal vez no demore el turco que hasta aquí me trajo en un viaje eterno y cumpla su promesa de redención. Entretanto tendré la sucesión de los almuerzos del mediodía frente al islero sinuoso que corta pedazos de carne junto a su boca con el filoso cuchillo de monte. Y no sé si piensa que hay dinero verde en algún lugar de mi cuerpo.

Además, tengo aseguradas las borracheras que inicio suavemente al atardecer, a la hora en que los mosquitos pican enfurecidos. Dijo un amigo que sólo hay dos dioses, llamados ignorancia y olvido.

20 de febrero

Porque falta el islero que en nada es mío; más bien el resulta ser mi dueño ya que me da de comer; un pedazo de carne asado vuelta y vuelta que acompañamos con un vino muy malo tornado de la botella que adorna una etiqueta que muestra un racimo de uvas y proclama que el contenido fue hecho con uvas. Queda el misterio de la carne siempre fresca aunque la lancha del proveedor atraca para nosotros sólo un día por semana.

Y queda otro misterio. Me digo que por hoy basta. Estoy cansado y aquí las noches son muy frías.

22 de febrero

Adivino que algún día la humedad triunfará como reuma o ciática o cualquiera de las pestes que podrán asaltarme si esta escrito que llegue a la vejez. Por ahora todo va bien y puedo agacharme para sacar libros de la biblioteca tablón.

Y que felicidad divertida cuando leo esas obras de fin de siglo con pretensiones eróticas escritas siempre por Franceses que aspiraban a integrar la inexistente academia de autores malditos.

Estaba en mitad del cuarto hojeando un libro increíble hurtado a la biblioteca tablón y ladrillo cuando la maldita cosa me atrapo a traición. Frío en las vértebras y la aproximación de una muerte que sólo era cansancio. Pude echarme en la hamaca y boca arriba, recuerdo, me asaltaron las preguntas que nunca supe quien las hacia. Comencé interrogando quien soy, porque no soy otro y estuve repitiendo mentalmente un numero infinite de veces mi nombre verdadero, hasta que perdió sentido y lo siguió un gran vacío blanco en el que me instale sin violencia y era el ser y el no ser.

Nunca supe cuanto tiempo estuve esta vez prisionero de la cosa. Cuando quiso abandonarme quedé integrado en una noche fresca, con luna menguante y el rumor del río demasiado fuerte. Era una pequeña convalecencia para una pequeña enfermedad. Resolví burlarme de mí mismo y busqué el cajón con las botellas del mal vino y me puse a beber como un castigo, como cumplidor de una promesa. Al destapar la segunda botella recordé que una noche el medico había comentado, al paso y sin darle importancia, que mis manos temblaban.

Pero no fue el turco Abu quien vino a liberarme sino el mismísimo profesor Paley. Era una tarde en que todo el no era domingo. Llego en una lancha adornada con el banderín del club de remo, que atracó en el embarcadero y, mientras el lanchero quedó contemplando idas y venidas de lanchas y botes, el profesor se llevó al islero a mi habitación y charlaron muy largo.

A pesar de que muchos meses pasaron, puedo recordar sin esfuerzo la escena del encuentro. El islero sinuoso recibiendo al profesor como a un viejo amigo, muy querido y respetado. La sonrisa lacayuna desde peón a patrón.

15 de junto

De vuelta de la isla, los camiones siguieron funcionando normalmente.

Y me llegó el azadón con fiesta mediante una invitación telefónica del turco que casi era una orden. Pero me avisó que mucho lamentaba no poder acompañarme porque mientras yo disfrutaba del asado, tal vez cordero, en la punta Este de la frontera junto a las fuerzas anticontrabando, un piquete, todos buenos amigos y de confianza, el estaba obligado a pasar la noche trabajando en la punta Oeste de la frontera que estaría aquella noche desguarnecida de fuerzas policiales, puesto que los vigilantes estarían conmigo y muy lejos de negros y monedas de oro.

Así que llegó un jeep con un milico uniformado que me hizo una venia y una guiñada y nos fuimos a mitad de la tarde hacia el asado misterioso.

Me tocó una parte muy buena del asado y lo fui tragando con la ayuda de un vino muy seco y fuerte. En mi reloj era medianoche. Entonces, en nombre del terceto, el sargento señaló con el mauser la sombra a su izquierda y dijo: «Usted primero, como visita bienvenida».

Todavía no estábamos borrachos y los tres hombres permanecían serios, haciendo luciérnagas con las puntas de los cigarrillos.

– Ahí derecho tiene la casilla. Le aseguro que no hay peligro de salud. No se preocupe por nosotros. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy ultimo porque quiero hacer dormida.

Todos serios y la noche sin luna, sin perspectiva de algo que pareciese amor, cuatro machos sin alegría ni impaciencia turnándose sin prisas para vaciarse en un coito al que era imposible adormecerle la animalidad con besos o caricias.

Enderecé hacia la sombra con casilla y al poco distinguí una luz mezquina y rastrera.

La puerta era una cortina de arpillera. Empujé con el codo y entré en el tufo que segregaba, tenaz, una pila de pieles de cordero. Del techo colgaba un farol de luz amarilla y en una cama estrecha estaba una menor de edad envuelta en un camisón de bordes grisáceos.

Dije buenas noches, tanteando.

– Buenas para usté -me contestó con una voz que era muchos años más vieja que ella. Avancé un paso con sonrisa y le miré los ojos negros, inmóviles en la cara flaca donde presionaban los pómulos. Y de pronto la reconocí. La había visto tantas veces y en tantos lugares distintos, siempre la misma, e imaginada sin esfuerzo en cualquier lugar del mundo. Era ella, inconfundible, aunque variaran los estilos de pobreza de sus ropas. Allí estaba, vieja amiga, vieja lastima. Estaba y sigue estando, idéntica, sin madurar, siempre renovada. Ella. A veces adelanta una mano que ofrece pañuelos de papel o aspirinas condones, caramelos, pastillas. Inmortal y ecléctica Si la jornada resulto tan miserable como su propia vida y presiente los peligros de un regreso a la cueva sin el fugaz escudo de algún dinero, también puede ofrecer en venta lo que propone la sonrisa turbia que jamás es acompañada por la permanencia del total desencanto, ya fijo para siempre en los grandes ojos inmóviles. A veces, desesperadas, las pordioseras sólo pueden ofrecer la desnuda limosna de sus manos sucias, rogando monedas, los ojos agrandados en la flacura de las caras, los ojos donde alternan el hambre y el odio. Le puse una mano sin peso en la cabeza y corcoveo rechazando.

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