Juan Onetti - Cuando ya no importe

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»"Bueno, aparte. De santita nada. Sigo confesando y las cosas de la vida no me dan ninguna vergüenza. Siempre dormimos juntas, desde que puedo acordarme y hasta hoy. Y, como todas las muchachas, nos acariciamos. Quiero decir que aunque duerman solas, cuando les llega cierta edad todas las muchachas se tocan. También los varones pero, claro, no es igual.

»"Y si, todo hay que decirlo. Sin despreciar, en aquellas intimidades me di cuenta que ella era una fogosa muy brava y no alcanzaba satisfacción completa. Así que mi deber tendría que haber sido vigilancia severa. Pero inútil, doctor. A cada descuido una escapada. Fíjese que, aunque vivíamos como hermanas, yo era inferior. Podía suplicar, entienda, pero no dar ordenes ni ser vigilante perpetua. Yo también me digo: si a tu cuerpo no le das gusto el te dará un disgusto. Así que supongo que mientras yo estaba en mi cuartito privado ella hizo sus escapadas. No sé cuantas veces porque ella no es de confesar nada. Sospecho que sucedió con alguno de los muchachos que trabajan en el río. Los van cambiando cada año. Así que casi seguro fue con un gringo, lo de la barriga. Pero pienso que hubo cosas peores porque una vez vino como arrastrándose y hecha un trapo. Así es la vida, yo distraída en mis cosas y ella en las suyas".

»La verdad es que cuando se iba acercando la fecha del nacimiento del niño de padre desconocido, pasé preocupado muchos días. Según la sospecha de la José, el niño había sido engendrado por alguno de los gringos que habitaban la casona. En ese caso, el recién nacido tendría hermosos ojos azules. Pero mi temor se confirmó cuando vi que el bebe tenía esos ojos castaños característicos de nosotros sucios latinos viscosos.»

Díaz Grey me sirvió más coñac y terminó su copa.

– Bueno -dijo-. ustéd ya conoce el resto. Ella grito «usted no me gusta» y casi enseguida avanzo para abrazarme el cuello; riendo y besándome como si supiera besar. Nunca estuve enamorado de Angélica. La petición de mano que le estoy contando se realizó en esta misma casa enorme donde estaba apresado el frío de un otoño y donde el olor a encierro resultaba casi insufrible. Comprendí que la José la había aleccionado y la novia supo repetir algunas palabras de aquiescencia. Triste y cómica era la escena. Le repito que nunca estuve enamorado de ella tan alta y flaca cuyos muslos, se adivinaba, no superarían nunca la prueba de la moneda. Tan anémica y sin alegría de vivir. Tal vez se trataba de la maldita piedad que, según he leído, puede ser más fuerte que odio y amor. Yo imaginaba una felicidad inmediata muy sencilla: una gran chimenea encendida, cálida como un incendio, cualquiera fuera la estación y los dos desnudos mirando el fuego. Me sería indiferente que, hubiera sexo o no. Dependería de ella.

»Y así terminó mi farsa. Porque yo simulé enfrentar los argumentos de José y luego retroceder hasta claudicar consintiendo. Tenía mis razones para desear, sin imponer, el resultado de la entrevista. La José estuvo muy astuta y yo también.

»De modo que la José triunfó, me hizo llegar a lo que se había propuesto desde la primera visita al consultorio. Un juez borracho y mi gran amigo, el padre Bergner, nos hicieron marido y mujer en una ceremonia libre de curiosos. Nos instalamos en esta casa, que dejo de serme extraña, y conseguí con influencias un puesto de médico en el hospital que nos permitió subsistir en el día a día. A los tres, porque la José nunca se ha separado de mi mujer. Y así hasta que un tribunal lejano resolvió el viejo pleito a favor de don Jeremías Petrus. Vendimos la ruina que llamaban astillero y el pequeño ferrocarril por el que pago muchísimo dinero una de las tantas empresas de paja que el Vaticano tiene dispersas por el ancho mundo. Ahora, no paso de forense y de atender a mis amigos de la costa.»

15 de junio

Este apunte debió ser escrito cuando recordé la noche en la lujosa con aquella mujer de la letra hache intercalada, del incomparable dominio lingüístico y de una inteligencia que mucho me superaba. Y que, como tuvo la habilidad de volver a perderse en otro mundo, en otra de las noches de donde había venido para hacerme dichoso y desaparecer, logró hacerse misterio y, por eso, inolvidable.

No quería hoy escribir una sola palabra que tuviera relación con ella. Pero vuelve y me obligó a pensar en otra forma muy distinta de ser hembra y apuntar algunas líneas sobre la patrona de la pensión que me cedió una lujosa, nuestra feroz y humilde Patrona. Pienso que los sanmarianos no podemos aspirar a más.

Corpulenta y mulata, con las trenzas gruesas y grasientas colgando duras a los costados de la cabeza como puestas para enmarcar la maldad de la cara, boca amargada, ojitos de piedra negra.

Esta patrona, siempre vestida de negro y sin adornos, tenia un largo pasado al que jamás aludía, un pasado conocido casi en detalle por Díaz Grey, que todo lo conoce y que no es imposible que sepa también cuales palabras estoy eligiendo al cumplir con mi deber casi escolar de garrapatear mis apuntes.

Su voz era la de un hombre con las cuerdas vocales castigadas por el alcohol; era cliente de la farmacia que fue de Barthe; el médico me había contado que la patrona estaba debiendo dos muertes sucedidas muy lejos, allá por el sur.

2 de julio

Este apunte lo escribí semanas después de otro muy extenso en el que intenté traducir confesiones del médico. Trato de resumir porque hoy me ha tocado un día de pereza. Angélica expulso el feto y se vio que era hembra. Casi enseguida la madre parió también su odio. Trato de asfixiar en la cuna a la niña cubriéndole la cara con la sábana. Una casualidad, un descuido del que nadie era culpable. Salvada la niña de la muerte por asfixia, meses después la José descubrió que Elvira mostraba huellas de golpes. Y escucho el llanto incoercible de la criatura hambrienta que la madre parecía ignorar. En una escena desagradable, Angélica grito algo así como:

«La odio y la voy a matar. Nunca me olvido de todo lo que me hizo sufrir cuando nació. Y, además, yo quería un machito.»

Estudiaron muchas soluciones y otra vez gano la José. «Se la dimos a mamá que la criara como hija pagándole fuerte el patrón, mes a mes».

Que Brausen, sea quien sea, me perdone pero juraría que la José, mensajera de la paga, distrajo muchos pesos para regalar «algunas zonceras» a sus visitantes de medianoche. Y otra vez perdón por sospechar que también Díaz Grey fue uno de esos visitantes. A propósito, nunca supe como eran en realidad las relaciones del médico con su esposa. Recuerdo que una noche me dijo que ella era ninfómana. Que había consultado con «médicos de la capital, especialistas en problemas del sexo, médicos de prestigio y de verdad, no pobres lavativeros provincianos como yo», y aceptaba el diagnostico de ataques ninfomaníacos recurrentes y nunca previsibles. Bovarismo, sentenció uno. Algo semejante a los ataques de petit mal. Y que el, cómplice con la José, se limitaba a que Angélica Inés tragara diariamente, sin saberlo, su píldora anticonceptiva. «No podría tenerla prisionera». Por lo demás, enferma o no, era una persona y le tenía cariño y deseaba que consiguiera sus pedazos de felicidad.

10 de julio

Anoche me vino el ataque y haciendo balance debo dar gracias. Sé que algo muy parecido lo leí en las declaraciones de una mujer casi famosa pero no puedo recordar su nombre. Tal vez las raíces de esta coincidencia sean distintas. Ella, ella y yo, él.

Esa mujer decía que su mayor felicidad consistía en lograr que la dejaran sola y su mayor desdicha que le impusieran la soledad. Pienso que el ataque de anoche no sólo fue causado por haber quedado sin compañía en la gran casona. Eufrasia y la chiquilina se habían ido, muy temprano mientras yo dormía, a Santamaría Nueva. Encontré al despertar a mediodía pan, tortilla y chorizos. También había sobre la mesa una botella de caña pero me contuve y no bebí. Tenía además unos cuantos libros de asesinos y detectives pero no me daban ganas. Hacia tantos meses que nada me llegaba de Aura, nombre que en otros tiempos expresaba nuestro cariño. Nunca sabrá cuanto la sigo queriendo.

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