Juan Onetti - 32 cuentos
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Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de «tennis», la moña roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento. Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suero en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda chorreando una mirada a Baldi y volvía a mirar hacia adelante. Dos, Cuatro, seis veces, la ojeaba fugaz.
De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos. Sujeto por la torcida boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en las direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.
Baldi sonrió y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya las ocho y cuarto. La brocha sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul sobre la cama, el salón del restaurante. En todo caso, a las nueve y media podría estar en Palermo. Se abrochó rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a la pareja. Tenía la cara ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire, un poco inclinado hacia adelante como si lo desequilibrara el peso de los puños. El hombre de los largos bigotes hizo girar los ojos en rápida inspección; luego los detuvo con aire de profundo interés, en la esquina lejana de la plaza. Se apartó en silencio, a pasos menudos y fue a sentarse en un banco de piedra, con un suspiro de satisfecho descanso. Baldi lo oyó silbar, alegre y distraído, una musiquita infantil.
Pero ya estaba la mujer, adherida a su rostro con los grandes ojos azules, la sonrisa nerviosa e inquieta, los vagos gracias, gracias, señor… Algo de subyugado y seducido que se delataba en ella, lo impulsó a no descubrirse, a oprimir los labios, mientras la mano rozaba el ala del sombrero.
– No hay por qué -y alzó los hombros, como acostumbrado a poner en fuga a hombres molestos y bigotudos.
– ¿Porqué lo hizo? Yo, desde que lo vi…
Se interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos. Hasta cruzar la plaza, se dijo Baldi.
– No me llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio…
Notó que las manos que la mujer movía en el aire en gesto de exprimir limones, eran blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese impermeable en noche de luna.
– ¡Oh! Usted va a reírse.
Pero era ella ¡a que reía, entrecortada, temblándole la cabeza, Comprendió, por las r suaves y las s silbantes, que la mujer era extranjera. Alemana, tal vez. Sin saber por qué, esto le pareció fastidioso y quiso cortar.
– Me alegro mucho, señorita, de haber podido…
– Sí, no importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle, comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo raro en usted, tanta fuerza, algo quemante… Y esa barba, que lo hace tan orgulloso…
Histérica y literata, suspiró Baldi. Debiera haberme afeitado esta tarde. Pero sentía viva la admiración de la mujer; la miró de costado, con fríos ojos de examen.
– ¿Por qué piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?
– No sé, cosas que se sienten. Los hombres, la manera de llevar el sombrero… no sé. Algo. Le pedí a Dios que hiciera que usted me hablara.
Siguieron caminando en una pausa durante la cual Baldi pensé en todas las etapas que aún debla vencer para llegar a tiempo a Palermo. Se hablan hecho escasos los automóviles, y los paseantes. Llegaban los ruidos de la avenida, los gritos aislados, y ya sin convicción de los vendedores de diarios.
Se detuvieron en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los focos y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos ruidos de risa filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si se apretara contra un niño. Luego alzó una mi. rada temerosa..
– Tan distinto a los otros… Empleados, señores, jefes de las oficinas… -las manos exprimían rápidas mientras agregaba-: Si usted fuera tan bueno de estarse unos minutos. Si quisiera hablarme de su vida… ¡Yo sé que es todo tan extraordinario!
Baldi volvió a acariciar los billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Sin saber si era por vanidad o lástima, se resolvió. Tomó el brazo de la mujer, y hosco, sin mirarla, sintiendo impasible los maravillados y agradecidos ojos azules apoyados en su cara, la fue llevando hacia la esquina de Victoria, donde la noche era más fuerte.
Unos faroles rojos clavados en el aire obscurecidos. Estaban arreglando la calle. Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con atención la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego se acercó, recostada a él, mirando con forzado interés las herramientas abandonadas bajo el toldo de lona.
Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a equis millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era Wenonga, el de la pluma solitaria sobre el cráneo aceitado, o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco, jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los listones con punta flordelisada, ¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre las madera si estuviera rodeado por la valla, sería un blanco defensor del fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos desafiantes. Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca en seguridad y fuerza.
Se apartó bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle como en la otra punta del mundo:
– Vamos.
Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecía dócil -y esperando:
– ¿Conoce Sud Africa?
– ¿Africa…?
– Sí. Africa del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal.
– No. ¿Es… muy lejos, verdad?
– ¡Lejos…! ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!
– ¿Ingleses, allí?
– Si, principalmente ingleses. Pero hay de todo.
– ¿Y usted estuvo?
– ¡Si estuve! -La cara se le balanceaba sopesando los recuerdos-.
– El Transvaal… Sí, casi dos años.
– Then, do you know english?
– Very little and very bad. Se puede decir que lo olvidé por completo.
– ¿Y qué hacía allí?
– Un oficio extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para desempeñarme.
Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien está por decir algo y vacila; pero no decía nada, limitándose a mover nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miró de costado, son. riendo a su oficio sudafricano. Ya debían ser las ocho y media. Sintió tan fuerte la urgencia del tiempo que era como si ya estuviera extendido en el sillón de la peluquería oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos, mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la solución; ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados, alejándose rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh…?
Se detuvo frente a ella y se arqueó para acercarle el rostro.
– No necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, Africa del Sur, me dedicaba a cazar negros.
No había comprendido, porque sonrió parpadeando:
– ¿A cazar negros? ¿Hombres negros?
El sintió que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía en ridículo. Pero los dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan anhelante humildad, que quiso seguir como despenándose.
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