Juan Onetti - 32 cuentos

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Una vez el hombre llamó a la mujer de pantalones blancos: “Tuca”. Era cercano el mediodía y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando sobre el pedazo desierto de playa.

Cuando llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una rápida mirada. Una nueva y poderosa sabiduría mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les sonreía, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar, a la tercera tentativa, de entre los muertos.

Atrás y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida. Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra venía de cualquier parte.

– ¿Dormía?

Yo levantaba entonces la mejilla arenosa para saludar. Todas las tardes, al anochecer había olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvía a conocerla. La risa, alargándole los ojos, prometía revelar la clave del rostro, el signo que permitiría recordarlo siempre.

– ¿Cómo se siente hoy?

Yo me sentía siempre bien, aunque un poco menos cuando él se acercaba. Lo veía como a un mensajero de mil cosas que me molestaba recordar. Llegaba siempre el momento en que, estirado, apoyado el cuerpo en los codos, el hombre sonreía a su propio pie en movimiento y murmuraba:

– ¿Sabe lo que me dice en la carta de hoy?

– ¿Eduardo? ¡Una carta por día! A veces pienso que usted las inventa.

– Si quiere verlas… De lejos, claro. No todo es hablar de usted.

– No. Ni de lejos. ¿Pero no es posible que entienda lo que significa no tener relación con nadie? Hombre o mujer, en ninguna parte del mundo. No hay nada más que la playa y yo.

– Gracias.

– Bah. Usted no existe, como individuo. Está en la playa simplemente.

– Bueno. ¿No piensa escribirle más?

– No puedo. Mire: soy feliz. ¿Qué puedo decirle a Eduardo?

El hacía una mueca de burla y se callaba. Antes de irse, insistía:

– Claro que Eduardo es inteligente y puede comprenderlo. Pero usted ya está bien. Tendrá que volverse. Si se fabrica complicaciones por adelantado…

Lo despedía moviendo la mano y volvía a echarme.

Recién una mañana en que la sombrilla de colores fue clavada más temprano, pude conocer el secreto de la mujer de los pantaloncitos blancos. Caminaba hacia el mar, como siempre, con las manos unidas en la espalda. Segura de la soledad en aquella hora, se hizo traición: la vi ofrecer al mar las piernas, el movimiento de las piernas en marcha. En cuatro patas, el niño se había detenido y contemplaba inmóvil, con un pequeño y confuso espanto, los pasos de su madre. Comprendí la calidad marina de aquellos pasos, un poco entrecortados, repentinamente veloces, con la marcha disparada de los crustáceos. Suspendidos, en suaves movimientos donde participaba la totalidad de las piernas, como curvas de peces en luz. Acariciando con calma el aire, hasta no ser más que un puro contacto. Y en seguida el mar rodeaba las piernas, trepando, y era allí donde se quebraba con más fuerza, con un ronquido de bestia que reconoce después de olfatear.

Recuerdo que tuve desde entonces un gran cariño por la marcha de aquellas piernas flacas.

Había presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba la playa en las mañanas iluminadas.

Era como si alguno, diestramente, aflojara todas mis ligaduras. Me sentía instalada en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses.

Una embarcación pasaba entre la isla y el horizonte. Oía a un pájaro picotear la madera de un árbol. Aquella mañana, la última, me dijo el hombre:

– Hola. Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita… Sucede que… La carta de hoy… Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se le da plazo para telefonear hasta la una. Puede hacer lo que quiera. ¿Se fijó en las nubes a la izquierda? Tormenta. Lo dice un viejo lobo de mar. Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro de que se va a arrepentir. De todos modos, ya está curada. Día más o menos, tendrá que volver. ¿Entonces? Ya relampaguea del lado del hotel. No le conviene resfriarse.

Se levantó riendo, mirando las nubes que se acercaban. Antes de irse volvió a sonreírme. En la cara, entonces, no tuvo más que una expresión de burla mezquina, un desprecio agresivo. Estaba segura de que iba a telefonear a Eduardo.

Me levanté un poco después, envolviéndome en la bata. Recuerdo haber mirado el cielo oscurecido y, en seguida, la playa. Mi mirada fue sostenida y devuelta por el mar, la orilla húmeda y lisa, la mujer de los pantalones blancos, el niño, los pastos humildes y alargados. Todo aquello, tan antiguo y tercamente puro, todo aquello que me había alimentado con su sustancia, día tras día.

Mientras esperaba la comunicación en la cabina del teléfono, ya en el hotel, oía el ruido de los truenos y los primeros golpes de agua en las vidrieras. La voz de Eduardo empezó a repetir, lejana: “Hola, hola… ¿Quién? Hola…”. Detrás de la voz, más allá del rostro que la voz formaba, imaginé percibir el zumbido de la ciudad, el pasado, la pasión, el absurdo de la vida del hombre.

Desde el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha, todo estaba hundido bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro envejecía rápidamente, mientras, sordo y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía a morderme el cuerpo.

UN SUEÑO REALIZADO

La broma la había inventando Blanes-venía a mi despacho-en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo- y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza-cuadrada, afcitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener-, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:

– Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet-. O también: -Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet…

Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:

– Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet…

Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.

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