Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– He ido a tu asquerosa taberna para visitar a un cliente, y me he encontrado con tanta sangre, que más parecía matadero que pensión de mala muerte.

– Eso ya lo has repetido, procura ser más explícito, Mateo, -porque mi paciencia es escasa. -Santos hizo un esfuerzo por controlar la irritación que sentía.

– En la habitación de mi cliente había dos hombres muertos y dos vivos, contemplando el espectáculo. Asesino y a-sesi-na-dos. He huido a toda prisa y uno de ellos me ha perseguido con una ballesta en la mano, con muy malas intenciones. Soy un hombre honrado y…

– ¡Ja, ja, no me hagas reír, maldito embustero! Tú no sabes lo que significa la palabra honradez. Pero me interesa el tema de tu cliente, cuéntame qué tratos te llevabas con él.

– No voy a decirte nada -graznó Mateo-. Los asuntos entre mis clientes y yo son secretos, y sólo terminan con la muerte.

Unos golpes en la puerta provocaron un nuevo aullido de Mateo, que corrió a esconderse tras un aparador. Santos abrió la puerta y dejó pasar a Guillem.

– O sea que éste es el palacio de nuestro traductor -dijo el joven a guisa de saludo, con una expresión torva en su mirada.

– Es el hombre que buscabais, señor -le contestó Santos, lanzándole un gesto de advertencia que Guillem entendió.

– ¿Y qué nos cuenta este viejo cerdo de engorde, Santos? -Me temo que no desea hacernos partícipes de sus conocimientos, señor.

– Eso tiene fácil arreglo, Santos -suspiró Guillem, acercándose al clérigo con gesto amenazante. Mateo retrocedió hasta topar con la pared, demudado y lívido.

– ¡No me hagáis daño, señor, yo no sé nada!

– Eso lo decidiremos nosotros, pero te aconsejo que nos ayudes. No me obligues a mancharme con tu sangre.

Mateo reanudó sus gemidos y lamentos, en tanto Santos lo arrastraba hasta el centro de la estancia y lo sentaba, de un empellón, en un pequeño taburete.

– Si no paras de gimotear, te arrancaré la lengua de un manotazo -rugió Santos, consiguiendo un silencio repentino y absoluto.

– Eso está mucho mejor, Mateo -intervino Guillem-. Ahora vas a contarnos tus negocios con D’Aubert y más te vale andar con cuidado; no nos engañes, nuestra poca paciencia es famosa en el mundo entero.

– D'Aubert está muerto. Lo mataron en la taberna de ése -bramó Mateo, señalando a Santos.

Nadie le contestó, los dos hombres tenían la mirada fija en el clérigo que, con ademanes nerviosos y sudando a mares, empezó a hablar.

– Me contrató para la traducción de unos pergaminos antiguos, en griego y en arameo. Le dije que desconocía el arameo, pero que encontraría a alguien de confianza… bueno, con dinero se encuentra todo, ¿no es cierto? Dijo que era muy secreto, que nadie podía enterarse de su existencia. Él pensaba que eran muy importantes.

– ¿Y lo eran? -preguntó Guillem.

– ¡Era un engaño! -chilló Mateo-. Por eso volví a la taberna, para arreglar cuentas con el maldito D'Aubert. Quería ponerme a prueba ¡y está muerto, muerto!

– ¿Un engaño? -Guillem y Santos lanzaron la pregunta al unísono.

– Los pergaminos son auténticos y el texto también, pero el contenido no vale nada, no tiene ninguna importancia.

– Verás, Mateo, es mucho mejor que nos dejes decidir a nosotros. Comprobaremos lo que dices. Trae los pergaminos aquí -ordenó el joven.

Mateo se levantó con desgana, arrastrando los hinchados pies hacia el mismo aparador donde se había refugiado. Rebuscó en uno de los cajones y sacó un envoltorio que entregó a Guillem. Los dos hombres se inclinaron sobre la mesa y extendieron los pergaminos y las notas que Mateo había hecho.

– ¿Estás seguro que son los mismos pergaminos que D'Aubert te entregó? -Guillem todavía estaba inclinado, leyendo con atención, y la pregunta había sido hecha sin ninguna entonación.

– ¡Os lo juro, señor! Me los entregó en mano y como veis es una carta sin importancia. Por ello pensé que el miserable me estaba poniendo a prueba, eso me irritó mucho.

Santos y Guillem hablaban en voz baja, ajenos a la charla compulsiva del clérigo.

– ¿Puedes describir al hombre que te persiguió en la taberna? ¿Y al otro?

– No tuve mucho tiempo, la verdad. El hombre de la ballesta estaba de espaldas a mí, frente al otro, un hombre de mediana edad, estaba riendo como un loco y hablaba en italiano, no parecía importarle que intentaran estrangularle, la verdad. Yo sólo quería huir de allí y no me volví. Había sangre por todas partes. Se trataba de mi vida, caballeros.

Santos lanzó una carcajada ante la última frase de Mateo. -De repente descubres que somos caballeros, viejo infame. ¡Harías lo que fuera para salvar el pellejo, embaucador del demonio!

Guillem dobló cuidadosamente los pergaminos y los guardó en su camisa. Observaba con atención al clérigo y a las dos mujeres. Una de ellas, ya entrada en años, conservaba en los surcos de su rostro la imagen del sufrimiento, una infinita red de lágrimas y resignación. La otra era muy joven y muy hermosa, con un gesto de desafío en la mirada, una tupida cabellera rojiza enmarcando una cara de finas facciones y ojos fieros y oscuros que mantuvieron su mirada sin un parpadeo. Una turbación extraña invadió al joven que se apresuró a retirar la mirada, un poco avergonzado. Santos se acercó a él discretamente y le susurró algo al oído. Guillem asintió con la cabeza y se dirigió hacia el clérigo.

– Estás en peligro muy grave, Mateo. El hombre de la ballesta te buscará y si te encuentra, no va a conformarse con tus explicaciones. Necesita eliminar cualquier rastro que tenga relación con este asunto, por pequeño que sea, y tú mismo has comprobado su especial forma de diálogo. Te aseguro que es un consumado maestro en el arte de la tortura.

– ¡Pero yo no sé nada de nada y…!

– Eso no tiene ninguna importancia para él -le respondió Santos-. Además, sabes demasiado, no te engañes, sabandija con sotana, y eso te coloca con el agua al cuello. Si te encuentra, que seguro que lo hará, tu vida valdrá tanto como esas raídas y sucias ropas que llevas.

– ¿Y qué se supone que debo hacer? Las mujeres no tienen nada que ver con todo esto y no tengo adónde ir y… -Podemos facilitarte un escondite seguro, durante un tiempo, hasta que las cosas se calmen, siempre que obedezcas nuestras órdenes. -Guillem le estudiaba, atento a sus reacciones, sin fiarse de él-. Nuestra protección tiene un precio, Mateo, y se llama obediencia absoluta. ¿Lo entiendes?

– ¡Os juro por lo más sagrado que haré todo lo que digáis!

– ¡Dios bendito, Mateo, tus juramentos valen lo que el estiércol! -saltó Santos-. Coge lo indispensable y preparárate para partir. Además, tengo otra condición: la boca bien cerrada y nada de preguntas.

Mateo asentía con movimientos de cabeza mientras ordenaba a las mujeres que se movieran, que recogieran lo necesario, repitiendo de forma incansable, «deprisa, deprisa, deprisa».

Guillem le pidió papel y pluma y en tanto la tropa de Mateo se afanaba bajo la atenta vigilancia de Santos, se sentó para redactar una nota. Cuando terminó, Mateo y las mujeres estaban junto a la puerta, esperando. Santos se inclinó para leer la nota que Guillem había dejado sobre la mesa y después de leerla con curiosidad, palmeó la espalda del joven con una sonrisa. Tras comprobar que no había peligro en el exterior, los cinco se pusieron en marcha, abandonando la casa a buen paso. Santos encabezaba la comitiva y Guillem se ocupaba de defender la retaguardia. En la mesa de la casa abandonada, una nota esperaba a su destinatario:

D'Arlés, a buen seguro, tarde o temprano encontrarás este agujero, y cuando lo hagas, creo prudente avisarte de que, a pesar de tus esfuerzos, el buen Abraham logró rescatarme de la muerte, esa extraña compañera que tanto deseabas para mí. Las piezas vuelven a estar en el tablero de juego y la partida se reanuda. Como es ya habitual, no voy a desearte suerte.

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