– Quizá, pero yo no me fiaría de Monseñor a pesar de que estuviera confinado en la isla más lejana, su mano es muy larga.
– Lo tendré en cuenta, mi viejo Giovanni, pero basta de charla inútil. Por lo que veo, también habéis perdido a Santos.
– ¿Habéis…? Parece que tú también lo has perdido, caballero D'Arlés. Y, francamente, es un dato mucho más peligroso para ti que para nosotros. -Giovanni se había recuperado por completo y el odio que sentía hacia aquel hombre se manifestaba con toda su fuerza. Ni tan sólo la posibilidad de que pudiera matarle parecía afectarle lo más mínimo.
– Santos no me importa, es una pieza prescindible en este asunto, no sé por qué razón tendría que inquietarme, no puede decirme nada que ya no sepa.
Un brillo perverso iluminó los ojos de Giovanni. Por una sola vez, desde hacía muchos años, tenía una información que podía perjudicar a aquella maldita Sombra que se había convertido en su peor pesadilla.
– Tu prepotencia será tu perdición, D'Arlés. Haces mal en despreocuparte de la desaparición de Santos. Monseñor no es el único que desea verte colgado de una pica. Tu ignorancia te está colocando en el último lugar de la carrera, cosa de la que me alegro.
– Ilumíname, Giovanni, me tienes en ascuas.
– Tienes muchas cuentas pendientes, algunas muy viejas pero no por ello menos peligrosas. ¿Acaso has olvidado a Jacques el Bretón y a sus amigos? Dime, D'Arlés, por curiosidad, ¿alguna vez has visto a Santos?
El rostro de D'Arlés sufrió una brusca transformación, una mueca oscura se apoderó de sus facciones, borrando cualquier rastro de ironía.
– ¿Qué estás intentando decirme, maldito asno? -Pensaba con rapidez, las palabras de su antiguo compinche habían logrado inquietarle. Realmente nunca había visto al tabernero cara a cara, ni siquiera la noche en que había asesinado al infeliz de D'Aubert. Aquel día, aprovechó la confusión creada por sus hombres para distraer a Santos y a su parroquia de borrachos. Algo se abría paso en su mente, algo que no le gustaba.
– Es fácil de entender si te esfuerzas, sobre todo para una leyenda con poderes sobrenaturales como tú. -Giovanni había empezado a reír de nuevo.
– ¡Maldito lacayo romano! ¿Qué significa esto?
D'Arlés estaba fuera de sí, cogió al italiano por el cuello, con la furia exudando por todos sus poros, zarandeándolo violentamente. Pero Giovanni seguía riendo como un poseso, ajeno a la presión que las manos de su contrincante ejercían sobre él, riendo y gritando a la vez.
– ¡Santos y Jacques el Bretón son la misma persona, estúpido, dos identidades en un solo hombre! ¡Por mucho que corras, esta vez no escaparás, maldito bastardo del demonio¡
Un ruido a sus espaldas sobresaltó a D'Arlés, que se volvió como un rayo, ballesta en mano. Un clérigo, gordo como un tonel de vino rancio, les estaba observando desde la puerta, con los ojos desorbitados por el pánico. Antes de que pudiera reaccionar ante el intruso, el clérigo echó a correr lanzando un agudo alarido, como alma que lleva el diablo. D'Arlés estalló en maldiciones y soltando al italiano, sin una palabra, emprendió una carrera tras el fugitivo.
Giovanni respiró profundamente varias veces, todavía sacudido por las carcajadas, incapaz de controlar la salvaje alegría que le producía el miedo en la mirada de D'Arlés. Sí, eran malas noticias para la Sombra, su pasado se materializaba en presente para liquidar cuentas y… una mala noticia también para el maldito Monseñor. Estalló de nuevo en carcajadas, sin poder contenerse, liberado de la presión y el miedo, doblado y pateando el suelo por las contracciones de la risa.
Mateo tenía un brillante discurso preparado cuando llegó a El Delfín Azul, no estaba dispuesto a que D'Aubert volviera a engañarle. Muy al contrario, debería darle mucha más información si deseaba que continuara con el asunto y, desde luego, tendría que reajustar el precio. Además, si se negaba a darle explicaciones, si intentaba apartarle, su silencio le resultaría más caro todavía. Estaba satisfecho, fuera cual fuese la decisión de D'Aubert, él ganaría una sustanciosa cantidad a cambio del mínimo esfuerzo.
Cuando llegó a la taberna, no vio a Santos en su atalaya particular, cosa que agradeció interiormente, le desagradaba la estricta vigilancia que el gigante mantenía sobre gentes y espacios. Subió las estrechas escaleras resoplando por el esfuerzo, y al acercarse a la habitación de D'Aubert observó que la puerta estaba abierta. Decidido, se asomó a la estancia preparando el inicio de su discurso, abstraído y casi de puntillas, pero lo que contempló le dejó helado. Había dos hombres en el suelo, en medio de un enorme charco de sangre que avanzaba lentamente hacia donde él se encontraba. Dos hombres más que desconocía se hallaban delante de él, uno desencajado por las carcajadas reprimidas, el otro se había dado la vuelta con rapidez y le observaba con sorpresa. Mateo se llevó las manos a la boca para acallar el agudo y estridente chillido que salió de su garganta, casi sin aviso, y dando media vuelta se precipitó escaleras abajo, ciego a todo lo que no fuera huir. En la planta baja, la abigarrada clientela de Santos estaba en plena celebración, los cánticos y las peleas se sucedían en extraña armonía. Un estrépito a sus espaldas, avisó al clérigo de que alguien estaba siguiendo sus pasos con ligereza y aullándole que se detuviera. Mateo, con los pulmones a punto de estallar, entró en la gran sala de la taberna, lívido y casi sin respiración, con el aire suficiente para gritar con todas sus escasas fuerzas la palabra mágica.
– ¡Fuego, fuego, fuego en el piso superior!
En respuesta a sus gritos, un tumulto ensordecedor llenó el local y la muchedumbre, como una sola alma, se levantó precipitadamente para emprender una enloquecida carrera hacia la puerta de salida. Empezaron a volar mesas y sillas, fragmentos de jarras y platos, los gritos de terror se mezclaron con los lamentos de los que eran pisoteados y abandonados. Mateo se vio arrastrado por la turba, llevado casi en volandas sin que sus pies tocaran el suelo, aferrado a la espalda de un hombre que repartía estacazos en todas direcciones, despejando su camino hacia el exterior. Sin saber cómo, se encontró en la calle, rodeado de gente que no cesaba de gritar y de pedir auxilio. Conmocionado pero sin dejar de correr, Mateo ponía distancia entre él y el peligro, sin volverse ni una sola vez, ciego y con el pánico golpeando sus sienes. Mientras sus cortas piernas luchaban para seguir el ritmo de su miedo, su mente no podía apartarse de los dos cadáveres que había visto en la habitación de D'Aubert, en la sangre extendiéndose hacia él como un mal presagio.
D'Arlés se abrió paso a empellones, maldiciendo. El clérigo había desaparecido de su vista, tragado por la marea humana que huía entre alaridos. Se detuvo con la cólera reflejada en el rostro, las cosas parecían torcerse desde que el bastardo de Giovanni le había escupido la identidad de Santos en medio de risotadas. No quería pensar en ello, no era el momento. ¿Y si el italiano mentía? Era capaz de hacerlo, aunque sólo fuera por el odio intenso y los celos que alimentaba contra él.
La Vilanova del Pi se extendía entre la calle Boqueria, antigua Vía Morisca que se dirigía hacia el Llobregat, y las tierras que pertenecían al monasterio de Santa Ana. El barrio crecía al rededor de la iglesia de Santa Maria del Pi, llamada así a causa del gran árbol que había crecido allí desde el siglo x, y su fama se debía en buena parte a sus burdeles, famosos en la ciudad.
Mateo se paró en una esquina, exhausto, su cuerpo se negaba a dar un paso más. Temblaba, sacudido por espasmos cada vez más frecuentes y difíciles de controlar. Sangre y más sangre en su mente, como si todo lo que mirara se transformara en rojo, impidiéndole pensar con claridad, pero se encontraba muy cerca de casa y deseaba llegar allí, costara lo que costase; no podía detenerse ahora cuando su refugio estaba tan próximo. Sin embargo, sus piernas se negaban a obedecerle. Debía calmarse, recuperar el aliento. ¿Era D'Aubert uno de los muertos? ¡Santo Cielo!, pensó, seguro que así era. Posiblemente, era aquel cuerpo con la cara totalmente desfigurada, un amasijo destrozado de carne y sangre. ¡Tenía que ser él, era su habitación! O sea, que aquel miserable tenía razones de peso para mantener el secreto. Aquello era realmente muy peligroso y le habían descubierto. ¡Por todos los santos del Paraíso, aquellos hombres le habían visto, sabían quién era…, los asesinos vendrían a por él!
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