Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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Iba oscureciendo y el joven fraile se movía con precaución, inquieto ante las sombrías siluetas que la construcción arrojaba por doquier. Se persignó varias veces, temblando de miedo, hasta llegar a la pila de piedras en donde había visto desaparecer a los dos hombres. Estuvo a punto de lanzar un grito cuando uno de sus pies resbaló en el vacío, cayendo en la cuenta del boquete que se abría en el suelo. «¡La cripta!», pensó. No se le había ocurrido tenerlo en cuenta. En realidad, temía que los dos hombres hubieran desaparecido en la mismísima boca del infierno, envueltos en vapores de azufre. Era un supersticioso estúpido y cobarde, meditó sentado en el suelo, con el pie todavía colgando al abismo, y el corazón latiendo frenéticamente, provocando un estrépito que a buen seguro se oiría hasta en las cocinas del convento. «¡Dios misericordioso, dame fuerzas para seguir!»

Se asomó a la oscuridad del rectángulo perfecto, comprobando que había unos escalones de piedra. No se oía ni un murmullo, y se deslizó por el agujero hasta encontrar la seguridad del primer escalón. No tenía por qué resultar difícil. Si fray Berenguer se había metido por allí, él podría hacerlo sin ninguna dificultad. Bajó unos escalones más, agachado, siguiendo la inclinación natural del techo del pasadizo y continuó adelante. Llegó a una gran cripta vacía, con una gruesa columna en su centro, como una palmera que extendiera sus hojas a través de la piedra y se fundiera en ella. Era hermoso y tétrico a la vez, como si ambos conceptos se vieran obligados a convivir en aquel reducido espacio. Se detuvo respirando pausadamente, acostumbrando sus ojos al color de las tinieblas. Un destello de luz, a su izquierda, le guió hasta un estrecho pasadizo que salía de la cripta. Avanzó despacio, un murmullo de voces ininteligibles le llegó amortiguado, ayudándole a mantener una dirección concreta, con las manos rozando el muro hasta volver a desembocar en una nueva estancia de la que salían tres aberturas, como tres bocas de lobo abiertas. Se paró de nuevo, observando un sepulcro tallado en mármol que le sobresaltó, pero vio que estaba vacío, sin tapa que lo cubriera, esperando sin prisa a su huésped. Aguzó el oído y siguió a las voces, como Ulises seducido por los cantos de las sirenas, y a cada paso, las palabras adquirían nitidez.

– Pensaba que podía confiar en vos, fray Berenguer.

– Y podéis hacerlo, caballero, sin ninguna duda. Pero confieso que mis esfuerzos no han tenido el resultado esperado. Bien, por lo menos, hasta ahora.¡ Esos arrogantes templarios, malditos mercenarios! Espero que mi pequeña estratagema les obligue a actuar.

– ¿Estáis bromeando, fray Berenguer? ¿Acaso creéis tratar con estúpidos? Creo que sobrestimé vuestra capacidad.

– He cumplido todas vuestras órdenes, caballero, y me he esforzado en complaceros.

– Sí, mi buen amigo, en eso tenéis toda la razón. Debéis disculparme, la sola idea de que pueda ocurrirle algún percance a mi buen rey Luis provoca en mí los peores instintos. Os ruego que me perdonéis, no debí hablaros en este tono. ¿Puedo seguir contando con vuestra ayuda, amigo mío?

– Os comprendo perfectamente, caballero, y no es necesario que os disculpéis. Por supuesto que podéis contar con mi ayuda.

– Bien, eso está muy bien, fray Berenguer. Tendremos que pensar en algo convincente, el tiempo apremia.

Guillem leía los pergaminos de D'Aubert por enésima vez, en tanto Santos le observaba en silencio.

– Esto no tiene sentido -repitió el joven.

– Quizás otros se lo encontrarán, muchacho -respondió de nuevo Santos.

– Es posible que tengas razón. ¿Por qué no me dijiste antes quién eres en realidad? -La pregunta sorprendió a Santos, que lo miraba con asombro-. Estuve siguiendo a un italiano y escuché una interesante conversación, acerca de ti, entre otras cosas. Eran agentes romanos y por lo que decían deduje que sentían un venerable respeto hacia ti, incluso su jefe, al que llamaban Monseñor, pareció impresionado al oír tu nombre. Jacques el Bretón. Estaba muy interesado en que te mataran.

– ¿Tuviste el extraño placer de conocer a Monseñor? No te equivoques, ése no se impresiona por nada ni por nadie. Carece de los mecanismos necesarios para impresionarse. ¿Dónde viste a esa serpiente ponzoñosa?

Guillem le contó su aventura de la noche anterior, siguiendo al italiano llamado Giovanni, y sin poder evitar una sonrisa de triunfo al llegar al final de la historia, le explicó que se había desembarazado de su primer agente papal. Después insistió en la pregunta que no había tenido respuesta.

– ¿Por qué razón no me lo contaste? Bernard siempre te consideró su mejor amigo.

– Era mi mejor amigo, chico, pero tú ya tienes suficientes problemas.

– ¿Vas a matar a D'Arlés? ¿Tú y Dalmau vais a matarlo? -El joven parecía fascinado.

– Debes apartarte de la Sombra, no interferir. -Santos tenía el ceño fruncido, una expresión sombría-. Son viejas cuentas, viejas historias que sólo tienen sentido para dos viejos como Dalmau y yo, no tiene nada que ver contigo ni con este maldito asunto de los pergaminos. Bernard no te querría ver envuelto en este lío, te hubiera mandado a Barberá de una patada en el culo.

– ¿Por qué D'Arlés os traicionó? -El joven insistía. Jacques hizo un gesto de desagrado, el muchacho estaba demasiado inmerso en aquel drama y sería difícil apartarlo. Suspiró con resignación.

– ¿Por ambición, por avaricia, por orgullo… por el placer de hacerlo? No lo sé, chico, y a estas alturas sus motivos no me importan. Pregúntaselo a Dalmau, él siempre fue el inteligente del grupo.

Como si le hubiera oído, el sonido de una llave les avisó de la llegada de Dalmau, que apareció por la puerta con expresión expectante.

– Siento la demora, pero las cosas se están complicando. ¿A qué viene tanta urgencia?

Por toda respuesta, Guillem extendió una mano hacia la mesa donde reposaban los pergaminos. El rostro de Dalmau se iluminó.

– ¡Lo habéis conseguido!

– El chico no está seguro, Dalmau, pero son los que tenía D'Aubert en su poder. Le contó al traductor que se los había robado a Bernard. Logramos sacarle esa información al maldito bastardo de Mateo. Pero más vale que te los mires, ese imbécil no es de fiar.

– No seas tan pesimista, Jacques. Si son los pergaminos que llevaba Bernard, no hay motivo de preocupación. Nuestra misión era recuperarlos, no descifrarlos, para eso hay otros más preparados que nosotros.

– ¿Queréis decir que están en una clave secreta, frey Dalmau? -intervino Guillem.

– Le gusta preguntar -se mofó Jacques-. Será cosa de la edad.

– Eso no nos incumbe a nosotros, Guillem, y no puedo responderte porque no lo sé.

– Demasiado fácil, frey Dalmau. -Guillem no podía ocultar su desconfianza.

– ¡Demasiado fácil! ¡Han muerto personas por su causa, un goteo de sangre desde Tierra Santa! ¡Sangre de los nuestros, muchacho! ¿Cómo puedes decir algo así? -Dalmau estaba irritado, toda su alegría ante la visión de los pergaminos se había evaporado y su enojo se dirigía hacia el joven.

– Vamos, Dalmau, no te enfades con el chico. Sólo está expresando sus dudas, no hay que fiarse nunca de lo evidente, ¿recuerdas?

– ¡Tú también, Jacques!

– Cálmate y comprobarás que hay muchas preguntas sin respuesta, Dalmau, y hay una sobre todo que me inquieta. Verás, D'Arlés interrogó brutalmente a D'Aubert antes de matarlo; por lo tanto, sabía que había robado los pergaminos a Guils. Eso está claro, son los que llevaba Bernard. ¿ Estás de acuerdo hasta aquí? -Dalmau asintió con la cabeza, todavía molesto, y el gigante continuó-. Descubrió también que el traductor, Mateo, los tenía en su poder. -Jacques hizo una pausa larga, para permitir que los demás reflexionaran-. La pregunta que me hago es por qué razón D'Arlés no corrió en busca de Mateo.

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