Con gratitud, aunque también con lejanía, con un desapego que ha ido creciendo en él según avanza la guerra, comprende de golpe que la mujer le ha salvado la vida. Ha convencido a los guerrilleros para que no lo maten, diciéndoles que no es un alemán ni actúa como ellos, aunque vista su uniforme con las insignias de teniente. Quizás les ha enseñado el paquete de comida, o lo que quedara de él, quizás les ha dado algo que les alivie el hambre.
Un teniente alemán ocupa su lugar en la choza unos días más tarde, cuando él entra de servicio en primera línea. El alemán se retira a dormir la primera noche mientras la madre y el niño se acuestan en el suelo de la cuadra y la mañana siguiente aparece estrangulado con un alambre y colgado del poste de telégrafos que hay cerca de la choza. Encierran en ella a la madre y el hijo y le prenden fuego, y cuando ha ardido del todo allanan el terreno con un tractor oruga y clavan en el barro un cartel en alemán y en ruso recordando el castigo que se reserva a quienes colaboren con los guerrilleros.
Un momento . Se estremece con un escalofrío, encogido en la oscuridad, palpando sábanas, una almohada, debajo de la cual no está su pistola. Estas cosas no han pasado aún. No puedo acordarme de algo que no ha ocurrido todavía. En abril o mayo de 1936 mi profesor de literatura no podía saber que al final de ese verano estaría tirado y muerto en una cuneta.
De nuevo aturdido, le parece que vuelve a despertarse, y otra vez, durante unos segundos, no sabe dónde está, ni quién es. Dónde estoy sino en una choza rusa, muy cerca del frente de Leningrado, en el otoño de 1942. No llevo un uniforme alemán de invierno, sino un pijama liviano, no toco la tela áspera de una manta militar, no huelo a estiércol ni a la paja podrida de un jergón sobre el que caí muerto de fatiga hace unas horas, del que me acabo de despertar porque he escuchado los ruidos sigilosos de los guerrilleros que han venido a matarme.
Ahora sí, siente pánico, no a que lo maten, sino a encontrase extraviado en la memoria insegu ra y en el desorden del tiempo, pánico y sobre todo vértigo, porque en un solo instante su conciencia salta a una distancia de más de medio siglo, de un continente entero. Tiene la tentación de alargar la mano hacia la mesa de noche y encender la lámpara, pero prefiere quedarse inmóvil, encogido, como esa noche de hace cincuenta y siete años, toda la vida pasada en un relámpago, en ese minuto en el que uno se adormila, y se despierta de golpe en cuanto se le cae la cabeza. Presta atención a los sonidos que irá dilatando el insomnio, al mecanismo del despertador, al ruido no muy lejano del motor del frigorífico, del tráfico nocturno y apaciguado de Madrid. Ve a quien fue como si viese a otro, a varios otros sucesivos. Se ve desde fuera, con curiosidad y cierta ternura, aunque también con una secreta satisfacción de haber descubierto que no era un cobarde, con el asombro de haber sobrevivido donde tantos perecieron. Pero también sabe que su falta de miedo, como la falta de envidia, no es del todo un mérito, sino más bien un rasgo de carácter. Ve al muchacho que se apasionaba por la filosofía y la literatura y la lengua alemana en un instituto popular de Madrid, al hombre joven que no llegó a tiempo de luchar en la guerra española y se alistó para ir a Rusia en un arrebato temerario y tóxico de romanticismo. Se ve saltando sobre una trinchera, a la cabeza de un pelotón, disparan do una pistola y gritando órdenes mientras se sien te invulnerable. Ve venir hacia él, surgiendo de la niebla, un pelotón de jinetes rusos con los sables levantados.
Pero de todas esas identidades sucesivas la más rara, la más irreal de todas es la que ha encontrado ahora, esta noche, recién despertado de un recuerdo tan vivo como un sueño. Quién es el hombre de ochenta años que se remueve con torpeza en la cama, que sabe que va a seguir despierto hasta que llegue el día, viendo caras de muertos y lugares que no existen, la mujer rusa y el niño encanijado que se esconde en los pliegues de su falda de harapos, las llamas de la hoguera que él no vio resplandeciendo en la llanura arrasada por el barro, la cara sin gafas del profesor fusilado. Sólo desea adormilarse y que durante unos minutos o segundos ahora se convierta de nuevo en entonces.
Al salir de la última curva de la carretera verás de golpe todas las cosas que ella no volvió a ver, las últimas que tal vez recordó y añoró mientras agonizaba en su cama del hospital, apresada entre aparatos y tubos, en una habitación donde quemaba el aire con el calor de julio y la tela fina de su bata de enferma se le adhería a la espalda sudorosa. Tenía siempre sed y murmuraba cosas moviendo los labios agrietados, que tú le humedecías con un pañuelo empapado en agua, y se imaginaba o soñaba a sí misma sentada en la orilla del río, a la sombra de los grandes árboles estremecidos por una brisa tan fresca como la corriente, el agua limpia y rápida en la que ella hundía los pies desnudos, en alguna mañana de verano de su primera juventud. Acequias caudalosas discurriendo sinuosamente bajo las umbrías, el agua resonando escondida tras espesuras de zarzamoras y mimbreras, brillando al sol con escamas doradas, y los guijarros limpios en el fondo, reluciendo como piedras valiosas, y en los remansos las ovas de consistencia tenue de esponja, que rozaban los pies con la misma delicadeza que el agua y el limo, y la protuberancia imperceptible para el ojo no adiestrado de las cabezas medio sumergidas de las ranas. Tragaba saliva y la garganta le escocía, y la boca se le quedaba seca de nuevo, la lengua áspera rozando la sequedad de los labios que tú no ibas a humedecer porque te habías quedado dormida, derrotada por el cansancio de tantas noches sin dormir, ahora en el hospital y antes en casa, cuando le dieron el alta después del primer ingreso y pareció que podría recobrarse, que habría para ella una vuelta a la normalidad, aunque fuese frágil y sobresaltada. Pero ya entonces, cuando volvió a casa, se le notó que pertenecía al hospital, que en unos pocos días se había vuelto extranjera al lugar y a las cosas que hasta un poco antes fueron el contorno de su vida. Se movía de una manera rara por la cocina o el salón, pálida y con su bata de enferma, como si no supiera encontrar su camino y se extraviara en el pasillo o delante de un armarlo abierto, buscando algo que ya no sabía dónde estaba, intentando sin éxito reanudar las costumbres domésticas de cuando aún estaba sana, las tareas más simples, preparar una merienda a media tarde o cambiar unas sábanas.
Volvió pronto al hospital y ya parecía al visitarla que ése era su sitio. Había empeorado, y su corazón estaba más débil que nunca, pero su cara, tan sin color contra el blanco sanitario de las almohadas, adquirió una expresión de serenidad o de claudicación, y ya dejó de preguntar cuándo le darían el alta. De noche deliraba de sed o de fiebre, o por el efecto insano de los tranquilizantes y de las inyecciones que le ponían para apaciguar su trastornado corazón, y se imaginaba o soñaba que estaba inclinada sobre el agua rápida y transparente del río, que hundía en ella las dos manos ahuecadas como para sostener una vasija y las levantaba luego chorreando de agua brillante en el trasluz de los árboles. Pero apenas el agua le rozaba los labios ya se le había escapado entre los dedos, y seguía muriéndose de sed, y una parte de ella no tragada por la inconsciencia comprendía con desolada lucidez y gradual aceptación que nunca más volvería a ver las casas escalonadas en la ladera y el valle de frutales y huertos donde se escuchaba siempre el agua en las acequias y la brisa en las copas de los árboles, entre las ramas flexibles de las mimbreras y de los sauces. Se agitaba en la cama, en las ligaduras de tubos y correas, gemía entre dormida y despierta y entonces tú te incorporabas con un sobresalto en tu sillón de piel sintética, con un acceso de angustia y de remordimiento por haberte quedado dormida, arriesgándote a que necesitara algo y tú no la escucharas pedírtelo o, peor aún, a que se muriera a tu lado, a que se fuera del todo sin que tú llegaras a saberlo.
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