Tres semanas más tarde, el 8 de marzo de 1937, Rafael Alberti y María Teresa León, que estaban de viaje en Moscú, fueron recibidos por Stalin en un gran despacho del Kremlin. María Teresa León lo recordaba encorvado, sonriente, con los dientes cortitos, como serrados por la pipa. Hablaron de la guerra de España, de la ayuda soviética, de la República. En una pared había un gran mapa de España con alfileres y banderitas que indicaban las posiciones de los ejércitos. En otra, un plano de Madrid. Stalin le preguntó a María Teresa León si le molestaría que encendiera su pipa. Estuvo conversando con ellos más de dos horas, les procuró armas, aviones, instructores militares. Nos sonreía como se sonríe a los niños a los que hay que animar. Muchos años después, lejos de España, extraños en la duración y la anchura del destierro, María Teresa León se acordaba de Stalin con una especie de lejana ternura. Nos pareció delgado y triste, abrumado por algo, por su destino tal vez.
Vendrán por ti, pero no sabes cuándo, hasta es posible que te olviden, o que prefieran prolongar tu espera, alimentar el suplicio de tu incertidumbre. Abrumado por algo. Cuando eran las deportaciones de judíos en Dresde el profesor Klemperer se sintió provisionalmente a salvo porque estaba casado con una mujer aria. Por el momento todavía estoy seguro. Tan seguro como pudo estarlo alguien en el patíbulo con una cuerda al cuello. Cualquier día una nueva ley puede derribar de una patada los peldaños sobre los que me mantengo pie y entonces estaré colgado. A Greta Buber-Neumann fueron a buscarla el 19 de junio de 1938, pero cuando le enseñaron la orden de detención observó que estaba fechada nueve meses antes, en octubre de 1937. Se habría traspapelado en la confusa burocracia de los interrogadores y los asesinos, intelectuales de gafas redondas con ideas exquisitas sobre la literatura y sobre la necesidad de reivindicar la Revolución a través de la sangre; o tal vez alguien la mantuvo guardada en un caja deliberadamente, la examinó día tras día sobre una mesa de despacho, como se considera un manuscrito valioso, en una oficina con ruido de máquinas de escribir y de puertas pesadas y cerrojos, alguien decidió prolongar día y noche durante más de un año el suplicio de la mujer alemana que iba de cárcel en cárcel de Moscú buscando en vano noticias de su marido, y que en su pequeña habitación helada tenía siempre dispuesta una maleta con unas pocas cosas necesarias para cuando llegara la detención y el viaje a Siberia. Nunca llegó a saber cómo o cuándo murió Heinz Neumann. Con un paquete de comida bajo el brazo y una carta iba por Moscú en medio del tumulto de los preparativos para el Primero de Mayo, apartándose de la multitud como una apestada o una leprosa, una mujer extranjera que no hablaba bien ruso y que no podía confiar en nadie, porque sus antiguos camaradas o estaban detenidos o muertos o le volvían la espalda, que caminaba entre la multitud no queriendo ver las banderas rojas ni las pancartas colgadas sobre las calles ni escuchar la música que retumbaba en los altavoces, la marcha heroica de Aída, recordaba años más tarde, valses de Strauss.
El 30 de abril de 1937, Greta Buber-Neumann camina hacia la prisión Lubianka queriendo averiguar el paradero de su marido, que fue detenido hace ya tres días, y por todas partes ve retratado a Stalin, en los escaparates de las tiendas, en las fachadas de las casas, en las puertas de los cines, retratos rodeados de guirnaldas de flores o de banderas rojas con hoces y martillos. Al pasar junto a un grupo de personas que se han detenido, ve como unos obreros alzan con poleas y cuerdas un retrato inmenso de Stalin que cubre la fachada entera de un edificio. Greta aparta la cara y sujeta más contra su regazo el paquete con ropa y comida que no sabe si podrá entregar. Si por lo menos pudiera no ver más esa cara . En la plaza de la Gran Ópera se acaba de levantar una estatua de Stalin de más de diez metros tallada en madera, rodeada de un pedestal de banderas rojas, Stalin caminando enérgicamente con gorra y capote de soldado. Qué harías tú si fueras esa mujer perdida en una vasta ciudad extranjera y hostil, si te hubieran quitado tu pasaporte y el documento provisional de identidad que te acreditaba como funcionaria del Komintern, si te hubieran echado del trabajo y estuvieran a punto de echarte de la habitación que compartiste con tu marido, y en la que no has ordenado nada todavía, después del registro, no has hecho la cama donde no dormiste ni un solo minuto durante tu última noche con él ni recogido del suelo los libros tirados y pisoteados, la borra del colchón que destriparon con expertas navajas en busca de documentos escondidos, de armas, de pruebas. Esperas en la habitación, sentada en la cama deshecha, escuchando pasos en el corredor del hotel, viendo cómo la luz gris de la tarde declina enseguida hacia la oscuridad, sabes que también van a venir por ti y hasta deseas que lleguen cuanto antes, y ya tienes preparada la maleta o la bolsa que llevarás contigo, pero pasan días, semanas, meses, y nada sucede, sólo que te has vuelto invisible, que nadie te mira a los ojos al cruzarse contigo, que haces cola en comisarías y prisiones junto a los parientes de otros detenidos y cuando te llega el turno algunas veces ya es tarde y cierran groseramente la ventanilla delante de tu cara, o no te contestan si tu marido está encerrado allí o no, o fingen que no entienden las palabras que dices en ruso, y que has preparado tan cuidadosamente, repitiéndolas mientras ibas por la calle como esas mujeres locas que hablan solas. Desde que los alemanes entraron en Praga Milena Jesenska sabía que más tarde o más temprano irían a buscarla, pero no hizo nada, no se escondió, no dejó de escribir en los periódicos, tan sólo tomó ciertas precauciones, envió a su hija de diez años a pasar una temporada con unos amigos y le pidió a alguien de toda confianza, el escritor Willy Haas, que le guardara las cartas de Franz Kafka.
En un parque lejano, al que llega después de largos viajes en tranvía, casi en las afueras de Moscú, Greta Buber-Neumann se cita con un antiguo amigo, tan asustado como ella, pero todavía leal. Eres esa mujer que salta de un tranvía en marcha y se vuelve por si alguien la sigue, y toma otro tranvía y al bajarse de él da un largo rodeo para llegar con la media luz del atardecer a un parque de extrarradio. Habrá gente que pasee, hombres mayores con bastón y abrigo y gorro de piel, padres que llevan de la mano a niños forrados con bufandas y abrigos. Greta y su amigo se ven lejos, pero todavía no van el uno hacia el otro, primero se aseguran de que nadie los sigue. ¿Es manera de huir?, dice él, ¿es preciso que nos dejemos degollar como conejos? ¿Cómo hemos podido aceptar todo esto durante tantos años sin ponerlo en duda, sin abrir los ojos? Ahora tenemos que pagar por toda nuestra ciega credulidad.
La siguiente vez el hombre no acude a la cita. Greta espera hasta que se ha hecho de noche y después vuelve a su habitación sin preocuparse de comprobar que no la siguen. Imagina con melancolía, casi con dulzura, que su amigo ha podido escapar.
Una noche de enero de 1938 por fin suenan los golpes en la puerta. Pero no han venido para llevársela a ella, tan sólo a confiscar las últimas propiedades del renegado Heinz Neumann. Los policías uniformados recogen los pocos libros que Greta no ha malvendido aún para procurarse comida, y unos zapatos viejos de su marido, y al marcharse entregan un recibo. Alguien le cuenta que el hombre con quien se citaba en el parque fue detenido cuando intentaba subir a un tren hacia Crimea.
Llegaron una mañana muy temprano, el 19 de julio, y al comprobar que esta vez sí que venían de verdad por ella, Greta no sintió pánico. Si bien alivio.
En el asiento de atrás de una pequeña camioneta negra la llevaron hacia la Lubianka, entre dos hombres de uniforme azul celeste que no la miraban ni le dirigían la palabra. Esta vez no le temblaban las rodillas, y a sus pies iba la maleta que estuvo preparada tanto tiempo. Se acordaba de la última cosa que vio en una calle de Moscú, antes de que la furgoneta cruzara las puertas de la prisión: un reloj luminoso, que tenía un resplandor tenue y rojizo en el amanecer. El 12 de julio el profesor Klemperer recuerda en su diario a algunos amigos que se marcharon de Alemania, que han encontrado trabajo en Estados Unidos o en Inglaterra. Pero cómo irse sin nada, él, un viejo, y su mujer una enferma, sin conocimientos de idiomas extranjeros, sin ninguna habilidad práctica, cómo dejar la casa que por fin han construido con tanto esfuerzo, el jardín que Eva casi ha convertido en un vergel. Nosotros nos hemos quedado aquí, en la vergüenza y la penuria, como enterrados vivos, enterrados hasta el cuello, esperando día tras día las últimas paletadas.
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