Los hermanos Céspedes Salinas oían, entendían y creían, sí; claro que sí oían, claro que sí entendían, y claro que ahora sí creían. Pero, en fin, todo aquello era simple y llanamente demasiado Carlitos para ellos, esa mañana, porque el orden del universo se les había puesto patas arriba y ya nada quedaba en su sitio después de semejante terremoto social. Aunque sí, algo quedaba, algo que parecía anterior al universo mismo, maldita sea, porque la casa de la humillación y tanta vergüenza continuaba en la calle de la Amargura y ni con el mundo reducido a escombros notaban ellos novedad alguna en el saloncito aquel de vetustas paredes manchadas de humedad y tiempo pobre, de sofá fatigado, mesas como ésta, qué horror, y sillones como el que usa siempre Carlitos, cuando viene a estudiar, mírenlo ahí, al loco de remate este, hasta lo quemas vivo y nada, ni pestañea de lo puro embrujado que anda por su tremendo hembrón, toda una Ava Gardner, y además con blasones, nuestra Natalia de Larrea, pero lo realmente increíble es que, encima de todo, ella le da bola.
Y así resulta que al muy cretino le habían caído de a montón, mientras protegía a su dama, abrazándola con toda su alma y llenándola de los más torpes, sonoros y convulsivos besos, cuando en realidad lo que debería haber hecho era quedarse tranquilito debajo de la cama matrimonial de sus padres. Ahí había ido a dar con su Natalia, y la verdad es que la idea no era mala, pues los enfurecidos caballeros, con el Che Salieri a la cabeza, lo primero que pensaron, tras dejar fuera de combate al doctor Roberto Alegre, es que el par de indeseables esos había huido en dirección al dormitorio del maldito santurrón y ahí andaba metido en un clóset o algo así. Pero no. No estaban ni él ni ella. Ni en el clóset ni en el ropero, maldita sea.
– Hay un rosario tirado al pie de la cama -dijo don Fortunato Quiroga, dirigiéndose al resto de la expedición punitiva. Y, señalándolo insistentemente, esta vez, repitió que había un rosario tirado al pie de la cama, pero ahora lo hizo con voz de ajá, los pescamos, tremendo colerón y varios whiskies.
Aquello fue suficiente para que el Che Salieri literalmente se zambullera bajo la cama, pero tanta era su rabia y tal su borrachera que no calculó bien su estirada y ahí quedó como empotrado, pataleando y maldiciendo a la humanidad.
– ¡La puta! ¡Ni rastro!
– Buscaremos en los demás dormitorios, Dante -dijeron casi simultáneamente, los otros tres miembros del destacamento y añadiendo-: Y en los baños y donde sea, pero los encontraremos.
– No sé cómo voy a buscar yo nada si antes no me ayudan a salir de aquí. ¡La puta! O me he partido el cráneo o me lo he rajado, ¡la puta, che!
La expedición continuó su loca carrera por los altos sin que nada ni nadie lograran frenarla, ni siquiera doña Isabel, la abuela de Carlitos, que vivía en casa desde que enviudó, y que tuvo que hacerse a un lado con inusual rapidez, para no ser arrasada. Luego reapareció el doctor Alegre, recuperado tan sólo a medias y seguido de su esposa, gran amiga de Natalia de Larrea. Pero también la señora Antonella y sus súplicas, salpicadas de un nervioso y delicioso vocabulario italiano, tuvieron que hacerse a un lado, mientras el maltrecho doctor decidía ir en busca de ayuda y se dirigía a la sección servidumbre, en el instante mismo en que se oyó un «Natalia de mi corazón», proveniente de algún escondite, en seguida un «chiiss», luego nuevamente otro «Natalia de mi corazón», más algo que realmente parecía una metralleta de besitos y una mano que intentaba taponearlos. Algo así.
– Esto se pone caliente -dijo el doctor Jacinto Antúnez.
– Y a mí empieza a encantarme, che.
Los cuatro expedicionarios se dirigían ahora a la habitación de los señores Alegre, donde una cama matrimonial totalmente vacía los esperaba bastante agitada.
– ¡Eso que salta son ellos! -exclamó, desde la misma puerta, el señor Antúnez.
– ¡La puta!
Claro que eran ellos, pero en su afán de extraer primero a Natalia y molerla a patadas y besos, simultáneamente, a la expedición se le escapó Carlitos, por el otro lado de la cama. Y ahí venía ahora por él el doctor Salieri seguido de los otros tres caballeros, pero Carlitos, como quien repite una lección muy bien aprendida, le arrimó tremendo puñetazo, primero, y luego un patadón, disparándolo nuevamente hacia atrás, igualito que en la terraza, momentos antes, e igualito también los tres caballeros se convirtieron en palitroques y salieron disparados, aunque no muy lejos, esta vez, debido a los muebles y paredes contra los que se estrellaron.
– ¡Tú confía en mí, Natalia de mi corazón! -exclamó entonces Carlitos, envalentonadísimo por los dos éxitos conseguidos a lo largo de la bronca, y que, lástima, eran puritita chiripa y nada tenían que ver con una musculatura o una experiencia, ya que ambas brillaban por su ausencia. Carlitos era tan flaco como Frank Sinatra, por aquellos años, y no tenía la más mínima idea de lo que era pelear. Pero añadió, sin embargo:
– ¡Y ustedes prepárense! ¡Prepárense, cangrejos, porque acaba de llegarles su hora a los cuatro!
Inmediatamente procedió a remangarse los brazos de la camisa azul que llevaba puesta, sacando pecho, adelantando una pierna, retrasando la otra, alzando los puños bien cerrados, y adoptando la desafiante postura de un boxeador de feria ante un fotógrafo de estudio. El resultado fue realmente lamentable, y casi anémico, una suerte de púgil de campeonato interbarrios entre huérfanos, categoría mosca, por supuesto, y con auspicio parroquial. Y, además, Carlitos no debió sentirse cómodo, porque recogió la pierna que había adelantando, la cambió por la otra, y dijo hora creo que sí, ya. Total, que a los cuatro caballeros que había tumbado les dio tiempo de sobra para levantarse y pasar a la acción cuando él todavía se encontraba en pleno acomodo y mirando a su Natalia, como quien busca su aprobación. La cara de aterrado pesimismo de su dama lo decía todo, e instantes después ya estaba Carlitos tumbado de espaldas en el suelo, y los cuatro caballeros turnándose para sentársele encima y darle su merecido con una infinita cantidad de golpes, todos de la categoría máxima, eso sí. Y lo estaban matando ante una Natalia que sólo atinaba a pedir socorro, mientras, a su vez, la señora Antonella clamaba por su marido y atendía a la abuela Isabel, que se había desmayado. Entonces llegó la ayuda.
Eran cuatro, sin contar al doctor Alegre, que en el estado en que estaba sólo parecía capaz de dirigir el rescate de su hijo, aunque también él tenía deseos de molerlo a palos. Pero, bueno, de lo que se trataba ahora era de salvarle la vida, ya que sus amigos realmente habían perdido la cabeza y, si alguien no los frenaba, aquello podía convertirse en una verdadera tragedia. O sea que el doctor Alegre pensó que realmente había tenido suerte al encontrar a Víctor y a Miguel en compañía de otros dos mayordomos del barrio, conversando en la cocina. Pero las cosas no habían sido así. En realidad, fueron sus propios mayordomos quienes corrieron en busca de refuerzos para enfrentarse a los cuatro borrachos de mierda esos, antes de que a Carlitos, compañero nuestro de tantos juegos, desde muy niño, nos lo maten, y no sólo porque ellos son cuatro sino también porque, segurito, el joven se trompea tan mal como juega a fútbol, por ejemplo, y la verdad es que el pobrecito no da pie con bola. Por eso estaban ahí abajo, escuchándolo todo listos para intervenir. Por eso, sí, y porque el joven Carlitos se había hecho querer siempre por todo el mundo.
Y aquellos desaforados señores se esperaban cualquier cosa, menos una insubordinación de mayordomos, de cholos de mierda, todo se les podría haber ocurrido menos algo así. O sea que tardaron mucho en darse cuenta de que el asunto iba contra ellos y no contra el mozalbete de mierda este, y, ante los primeros golpes, jalones y empujones, ni siquiera reaccionaron, porque parecían ficción y de la mala. Pero resulta que a Carlitos lo habían liberado y que ahora se había arrojado sobre la tal Natalia y ésta se lo estaba llevando sabe Dios dónde, abrazándolo y besándolo ante su vista y paciencia, y desesperada, además, la muy sinvergüenza, aunque la verdad es que a su adorado Carlitos le habían dado más que a tambor de circo. Había que impedir que se les escapara, la parejita de mierda esa, por supuesto, pero de golpe y porrazo resultó que los impedidos fueron ellos.
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