Alfredo Echenique - El Huerto De Mi Amada

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Novela ganadora del premio Planeta 2002, narra los amores entre Carlitos Alegre, un muchacho de 17 años hijo de una acaudalada familia limeña, y Natalia de Larrea, una mujer divorciada de 33 años que arrastra una leyenda de seductora. Carlitos desafiará las reglas de la obtusa sociedad limeña y se trasladará a vivir en el huerto de la finca de su amada a las afueras de Lima. Alfredo Bryce Echenique vuelve con esta historia a retratar los vericuetos de la alta sociedad de Lima que ya plasmó en una de sus obra más emblemáticas `Un mundo para Julius`. El humor nunca corrosivo, la perfecta descripción de los estados de ánimo y los guiños a este grupo social que el autor conoce tan bien se completan con la bella prosa de este escritor fundamental.

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Por supuesto que Carlitos jamás les contestó la llamada y a la tercera semana los mellizos Céspedes ya no tardaban en morirse de desesperación y orgullo gravemente herido. Casi no terminan el colegio de lo mal que dieron sus exámenes finales, casi no bailaron el día de la gran fiesta de promoción, se mataron bebiendo la noche de Año Nuevo, y peor aún fue la noche de Navidad -atrozmente triste desde que murió su padre-, que pasaban siempre engriendo a su madre. La Navidad de 1956 fue y será la peor que recordará la familia Céspedes Salinas, porque a la tristeza total se mezcló la rabia apenas contenida de los hermanos, cuando su madre evocó, un año más, otra Navidad pobre en la calle de la Amargura, en ese segundo piso de alquiler al que Carlitos Alegre no llamaba nunca, la memoria del difunto. Minutos después, en la tristeza de un silencio oscuro y cruel, de paredes frías y techos muy altos siempre sucios, Raúl creyó volverse loco cuando durante una larga hora odió a su madre, y Arturo, que lo estaba notando, casi se le va encima a golpes mortales, pero lo contuvo su propio odio recién descubierto contra su padre, que también Raúl estaba notando, a Arturo lo mato, pero entonces él, a su vez… Fueron momentos interminables, tan duros, tan inesperados, tan complejos, tan reales.

De todo esto, y de tanto más, regresaba Carlitos Alegre sin fijarse absolutamente en nada, todas las mañanas, a la hora del almuerzo, y todas las tardes, a eso de las siete. Llevaba casi dos semanas estudiando en casa de los mellizos Céspedes y éstos ya se habían convencido de que jamás se enteraría de lo que era un segundo piso de alquiler, por ejemplo, puesto que día tras día le tocaba la puerta al inquilino del primero y se le escurría casi entre las piernas o por los escasos centímetros que quedaban libres entre su cuerpo y el marco de la puerta de calle, desesperado por empezar a estudiar inmediatamente pero totalmente incapaz de darse cuenta de que en esa vetusta casona no se llegaba al segundo piso por el primero sino por la puerta de al lado, que sube de frente donde la familia Céspedes, jovencito, cuántas veces se lo voy a tener que decir, sí, señor, por la puerta de al lado, como que yo me apellido Fajardo y mastico algo de inglés, pero de eso que usted me dice que es latín, nothing, y recuerde siempre, por favor, cómo la primera vez que usted vino no había quien lo sacara de mi casa y tuve que recurrir al teléfono, ¿o ya no recuerda que el joven Arturo bajó y se lo llevó a usted? Y ahora entiéndame, por favor, cuántas veces tengo que decirle que yo, de latín, cero, ¿cómo que castellano, joven?, bueno, bueno, entiendo, sí, la puntualidad y los nervios, un descuido lo tiene cualquiera, pero en el Perú no se habla latín sino en misa, y tantos descuidos en tan pocos días… La puerta de al lado, saliendo a su derecha, joven, sí, y así, en castellano, eso es… Pero no, a la izquierda no, carajo, joven…

De todo esto, y de muchísimo más, regresaba sin fijarse nunca en nada y de lo más sonriente san Carlitos Alegre, que era la inteligencia y la bondad encarnadas, aunque también un pánfilo capaz de cualquier mentecatería, según doña Isabel, su abuela paterna, viuda ya y muy Lima antigua y creyente y piadosa, aunque dotada de un sentido practico hediondo, que aplicaba sobre todo cuando realizaba sus obras de caridad con tal eficacia, tal capacidad de organización y despliegue de energías, con tal rudeza, incluso, que a veces parecía odiar a los mismos pobres a los que, sin embargo, les consagraba media vida. Doña Isabel estaba asomada a su balcón del segundo piso cuando Carlitos llegó de estudiar, lleno de contento y tropezándose más que nunca mientras atravesaba el jardín exterior de la casa, y por supuesto sin verla ni oír sus saludos desde allá arriba ni nada, o sea, como siempre, el muchacho este, y qué manera de confiar en el mundo entero y de creerse íntegro toditito lo que le cuentan, qué falta de malicia, Dios mío, qué falta de suspicacia y sentido de las cosas, qué falta de todo, Dios santo y bendito, la verdad, yo no sé qué va a pasar el día en que este muchacho tenga que salir y enfrentarse con el mundo.

Carlitos Alegre, que aún no se había dado cuenta de que las ruidosas obras habían terminado hace días en su casa, notó sin embargo que la noche era cálida y que esas luces en la terraza y en el jardín, allá atrás, y seguro que también en la piscina, le estaban alegrando la vida. Y de qué manera. Eran los preparativos de una fiesta, pero no de sus hermanas sino de sus padres, porque de lo contrario él lo recordaría, sí, se lo habrían avisado, claro, pero no, a él nadie le había avisado nada. O sea que Carlitos se esforzó en cerrar la puerta de la calle, pero fracasó por falta de la necesaria concentración, y ahí quedó la puerta olvidada mientras él cruzaba el vestíbulo en dirección a la escalera principal, que le pareció preciosa y, no sé, como si recién la hubieran puesto aquí esta tarde, y además a uno le tocan música mientras sube.

El de la música era su padre, probando los parlantes que él mismo había colocado en la terraza y seleccionando algunos discos, sin imaginar por supuesto que el efecto tan extraño y profundo de aquellos acordes, interrumpidos cada vez que cambiaba de disco o de surco, había empezado a alterar brutalmente la vida de su hijo. Sus invitados eran casi todos los mismos de siempre, colegas, familiares, amigos, algún médico extranjero que visitaba Lima, compañeras de bridge de su esposa, sus habituales amigas italianas, y se trataba de pasar un buen rato y nada más, aprovechando el verano para disfrutar de la florida terraza, para bailar un poco y tomar unas copas, con la sencillez de siempre, sin grandes aspavientos, sin ostentación alguna, bastaba con unos focos de luz estratégicamente colocados, con discos como éstos, de André Kostelanetz o de Mantovani, mientras llegan, o, después, mientras vamos comiendo, y como éste, de Stanley Black, música de siempre para bailar. El doctor Roberto Alegre puso Siboney y pensó que no le vendría mal una copa, había sido un día particularmente duro, con la inesperada visita al Leprosorio de Guía, pero bueno, era viernes, su semana laboral había terminado, y no, una copa no me caerá nada mal mientras llegan los invitados.

En lo que no pensó jamás el doctor Alegre fue en los estragos que Stanley Black y su versión de Siboney estaban haciendo en su hijo, allá arriba, en su dormitorio. Con los primeros compases, Carlitos había sentido algo sumamente extraño y conmovedor, explosivo y agradabilísimo, la sensación católica de un misterio gozoso, quizás, aunque la verdad es que demasiado cálida y veraniega como para ser tan católica. Y además a Carlitos se le cayó el rosario, pero ni cuenta se dio, o sea, el colmo en él. Y con mayor intensidad aún sintió la palabra fiesta vagando perdida por el jardín florido e iluminado que imaginaba allá afuera, esperando la alegría de los invitados de sus padres, bronceados, profesionales, cultos, viajeros, discretos y sumamente simpáticos, casi siempre. Siboney ya había terminado, pero él continuaba sintiendo algo demoledor, tirado ahí en su cama, ignorando siempre que lo suyo tenía que ver mucho más con el ardor de estío que con el fervor de la iglesia parroquial de San Felipe. Y sólo atinó a rascarse la cabeza al ver exacta la puerta de calle que no había logrado cerrar y, entrando por ella, ella.

En la puerta se fijó por primera vez en su vida, y la encontró muy amplia y bonita, como toda su casa, verdad, ahora que le prestaba atención, pero en cambio a ella la dejó seguir hasta el jardín, sin saludarla, aunque cuidando eso sí de que un mozo la fuera guiando. Nunca la había visto, y el mozo que la guiaba como que no era muy factible ni muy verosímil, la verdad, por la simple y sencilla razón de que su papá jamás contrataba mozos para estas reuniones, le bastaba y sobraba con sus dos mayordomos, Segundo y Prime… En fin, con el primer y segundo mayordomos, qué bruto, caramba, se llaman Víctor y Miguel, sí. Carlitos Alegre se rascó la cabeza nuevamente, pero bien fuerte esta vez, y entonó pésimo Siboney, a ver qué más pasaba, y si lograba entender algo, finalmente, pero ahora ni música llegaba del jardín y la fiesta seguro que todavía no había empezado, ni había llegado nadie, tampoco, ni siquiera ella, sin duda por lo atroz que cantaba él, por lo tremendamente desafinado que era. Carlitos dejó de rascarse tan ferozmente la cabeza, pero al ratito volvió el ardor y otra vez la puerta abierta, aunque vacía, ahora, porque seguro que ella no había llegado muy temprano y sola. Carlitos quedó profundamente conmovido al enterarse, a pesar de todo y rasca que te rasca, otra vez y de qué manera, qué bárbaro, el pobrecito, literalmente se trepanaba, de que ella vivía en el mundo sola, a pesar de todo, sí, muy, muy sola.

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