Ángela Vallvey - Los estados carenciales

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Los personajes de Los estados carenciales buscan como todos nosotros la felicidad a su manera. Tratan de no sucumbir a la rutina, de escapar de la mediocridad o de rehacer sus vidas con un poco de sentido. Ulises, abandonado por su mujer Penélope, vive con su hijo Telémaco. Penélope es una diseñadora de moda que no se corta tanto como la Penélope de siempre cuando le sale al paso algún pretendiente. Al suegro de Ulises, Vili, su mujer le hace la vida imposible, y él busca la felicidad con optimismo y algunas ideas peregrinas, como montar una nueva Academia para enseñarles a una pandilla de infelices que la felicidad consiste, comod ecía Platón, en hacer el bien. Sátira de los libros de autoayuda, meditación sobre la felicidad, homenaje al mundo clásico… Sí, todas esas cosas son y están en Los estados carenciales. Pero esta novela es, por encima de todo una divertidísima fábula sobre las debilidades y grandezas de la condición humana. Ángela Vallvey tiene una prosa jugosa y directa, una capacidad poética deslumbrante, un sentido del humor que nos incita a la reflexión filosófica sin que nos alcance el sueño, la desazón o la pedantería, Tal vez este libro no nos permita saber si la felicidad consiste enhacer bien, o en desarrollar nuestras capacidades con la máxima destreza, pero sí nos puede ayudar a mirarnos en el espejo con valentía, con la dignidad que nuestra condición exige.

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El galerista vuelve a desaparecer detrás de varios cuerpos inquietos, vestidos de fiesta para la ocasión. Nadie diría que alguno de esos cuerpos encierra una tristeza en estos momentos.

Los maridos de Mireia se excusan amablemente dejándote a solas con ella. No han terminado de ver bien todos los cuadros, te explican con cierta admiración tímida.

– Ah, ¡pero bueno! Es él -dice Mireia-. Él otra vez.

– ¿Quién?

– ¡El jodido ciego! Jacobo Ayala. O sea, míralo. El tío se fija en los cuadros como si de verdad pudiera ver algo.

– Ésa es una buena postura ante la vida.

– Más que nada, los humea. Te los dejará llenos de gotitas de saliva helada.

– Hum.

– Hace un rato he coincidido con él en los lavabos.

– ¿Sí?

– Como no ve absolutamente nada, se había metido en el de señoras.

Recuerdas los ojos de Jacobo. Los viste de cerca una tarde, en la Academia, cuando se quitó las gafas negras un instante y se pasó un pañuelo de papel por el puente de la nariz húmedo de sudor. Sus pupilas semejaban tener dibujado dentro de cada una algo así como el esqueleto de una hoja. La hoja granate y azul de un árbol absurdo, producto de alguna fantasía botánica enardecida, diabólica.

– Aunque tengo mis dudas… -continúa Mireia, arrugando la nariz mientras habla-. Lo mismo no se ha equivocado porque, ¿sabes?, cuando he entrado él tenía los pantalones bajados a media pierna y, ¿te lo puedes imaginar?, ¡debajo de los pantalones de lanilla lleva unas medias rosas! ¡Y un liguero rosa de satén! ¡El muy travesti!

– Aaaah… -dices tú. La boca se te queda abierta. Pero a lo mejor Mireia miente, quién sabe. Te parece recordar que esos dos no se llevan muy bien. La idea es preciosa, pero lo más probable es que ella se la esté inventado para fastidiar a Jacobo.

– ¿No lo encuentras increíble? Es un perfecto falócrata, pero resulta que, debajo del traje, el jodido Tiresias éste va ribeteado de blondas y de puntillas bastante sexys.

El bueno de Tiresias. A Tiresias lo cegó Atenea, en castigo por haberla visto bañándose desnuda. Pero, a cambio, la diosa le concedió el don de la longevidad, y el poder de conservar intactas sus facultades mentales en el infierno. (Tú, en el pellejo de Tiresias, no habrías desdeñado la importancia de esa última merced ni siquiera aquí, en la Tierra.)

– A lo mejor es Tiresias de verdad -sonríes. Te lo imaginas en paños menores. Envuelto en refajos de seda.

– A lo mejor.

– Tiresias fue hombre y fue mujer. Al pobre, los dioses siempre estaban castigándolo por esto y por lo otro. A la diosa Hera, por ejemplo, le sentó fatal que dijera delante de Zeus que las mujeres disfrutan mucho más del coito que los hombres. Él podía opinar sobre ese tema porque había sido las dos cosas -le das una pequeña explicación a Mireia, a pesar de que ella no la necesita, según sospechas.

– Pues éste de aquí… -lo señala despectivamente; Jacobo está a unos pocos metros de ellos, con la nariz pegada a la esquina de un gran óleo sobre tela-, este Tiresias de aquí se pasa la vida negándonos a las mujeres los derechos más elementales.

– Pero usa pantys rosas.

– Sí, supongo que ése es un punto a su favor, ¿verdad? -Mireia abre de pronto la boca, hace un gesto tan raro que los rasgos de su rostro aparecen por un segundo enmarañados, igual que si estuvieran a punto de desaparecer disueltos por las esquinas de la cara-. Oh, oh, Dios mío. Creo que te ha olido. Me parece que viene hacia aquí. Bueno, yo te dejo. Sólo quería felicitarte, y preguntarte por Vili y…, ah, ¿puedo darte una buena noticia?

– Me encantan las buenas noticias.

– ¡Estoy embarazada! -Mireia anda de espaldas, alejándose de ti y sonriendo. Su sonrisa es una pequeña elipse de ámbar ahora bien definida-. Ya sé que, en fin, ya sé que a nadie le importa, pero yo soy feliz. Si hablas con Vili díselo de mi parte, ¿quieres?

Cuando entrelazas tu mano con la de Jacobo, ella ya ha desaparecido de tu vista. Probablemente ha corrido en busca de sus maridos, que estarán impacientes por mimarla, esperándola en un recoveco de la enorme galería, cada uno con un vaso de vino espumoso entre los dedos. Ansiosos por volver a sumergirse en el vientre de la ballena.

– ¡Jacobo! Gracias por venir.

– Una exposición extraordinaria, muchacho.

– ¿Qué tal estás? -le preguntas.

– Estupendamente, si no fuera por los pantys, que me pican un montón y me están jodiendo hace ya un rato largo -dice Jacobo.

EL ELIXIR DE LOS DIOSES

Has ido a ver cómo está Telémaco. Duerme con el puñito metido dentro de la boca. La señora Gómez ha dejado el despacho en penumbras. Tu niño duerme, descansa impunemente igual que un animalito agotado. Mirarlo así, a salvo y tranquilo, es para ti la felicidad.

Entre saludos breves, apretones, dos o tres entrevistas rápidas para la radio, contactos del señor Tamisa que pronto serán también los tuyos y que estrujan tus manos y tus nervios, risas falaces o sinceras, fragmentos de conversación, las fotos para una importante revista femenina en la que van a hacerte un reportaje, individuos que reconoces y desconoces y que se te antojan sombras insensatas y satisfechas circulando contra el fondo claro de las paredes, logras volver al centro de la sala principal.

Piensas que el panorama que te rodea sería más hermoso si todos pudieran detenerse un instante para que los contemplaras con calma. La visión es uno de los goces carnales que tú más aprecias. Serías un mal ciego. Pero nadie consigue estarse quieto, porque todos ellos son de verdad y, sin embargo, tú también prefieres, como Goethe, como casi todo el mundo, un error estable a una verdad en movimiento. Te gustarían más enmarcados dentro de uno de tus lienzos, sin que los agite el temor o el deseo. Muy quietecitos. Muy buenos. Muy callados.

Cuando quieres darte cuenta, llevas al menos diez minutos hablando con Johnny Espina Willianoson. Y no recuerdas ni una palabra de las que has intercambiado con él, a pesar de ser vagamente consciente de que habéis mantenido un diálogo más o menos coherente.

– Yo es que he amado mucho, ¿viste? He tenido ese defecto… -dice Johnny; los ojos muy tristes, luminosos.

– ¿Eh? ¿Ah? Bueno… -dices tú-. Yo no creo que amar mucho sea un defecto.

– No, lo que quiero decir es que he sido poco correspondido. He tenido ese defecto.

– Vaya, pues.

– He sacrificado mi vida por el éxito -continúa él-. El éxito social, el éxito literario, el éxito con las mujeres. Y ahora, cincuentón y expatriado, me encuentro con que no tengo ni éxito ni vida. Por eso me alegro tanto de que, esteeee… de que tú, un amigo íntimo, triunfes de esta manera tan clamorosa, y de que yo pueda verlo. Salud, viejo. -Bebe un trago de su vaso; es sincero.

– Salud. -Tú también bebes, qué carajo-. Gracias, Johnny.

– Lo peor de la fama es que todo el mundo acaba conociéndote -sentencia Johnny, y se apoya contra una pared; parece cansado-. Pero yo a ti te veo lanzadísimo. Una estrella, te lo digo yo. Un Picasso de Chamberí. Disfruta todo esto, hazme caso. A pesar de los inconvenientes, el éxito es mucho mejor que el fracaso. Más cómodo, ¿me entiendes? Tu cuenta corriente, tu reputación, las mujeres locas porque les mires debajo de la falda. Eso es lo que significa el éxito. ¿Y el fracaso, qué significa el fracaso? Yo te lo voy a decir, amigo: una mierda pinchada en un palo. Las pibitas de hoy en día no salen corriendo detrás de los tíos que se pasean por la vida con una mierda pinchada en un palo entre las manos como único equipaje. La gente de mi generación hemos tenido ese defecto. Hemos sacralizado el fracaso. Creíamos que el fracaso era una cosa así como estética, como honesta, como correcta, ¿sabes lo que te digo? Y, en realidad, lo que ocurre es que la mayoría de nosotros somos unos fracasados. Y quizás por eso valorábamos tanto el fracaso. Pero por mí, a estas alturas del baile, que le den mucho por culo al fracaso.

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