Me bajé de la silla y dejé el cuchillo sobre la mesa; me acerqué a la muchacha, quien continuaba riendo, y me pareció que había adquirido una personalidad enteramente distinta a la del día anterior. Situé su edad alrededor de los veinte años, quizá uno menos. Al reír, los ojos le brillaban con una sana malignidad infantil.
Estiró un brazo y me alcanzó un frasquito chato que tenía en la mano. Lo destapé; olía a menta. Tomé un trago, y le devolví el frasco; ella bebió con placer, pero no quiso conservar el frasco que, evidentemente, era un regalo que me traía.
Recién entonces hice conciencia de que había aparecido por la puerta de entrada otra vez. Me quedé perplejo; había hecho una cosa que parecía imposible; por dondequiera que hubiese salido, había encontrado la manera de volver a entrar por esa puerta. Ahora estaba cerrada; me acerqué y moví el picaporte -a pesar de saber que había estado la silla debajo todo el tiempo- y no obtuve resultado. De todos modos, la solución debía de estar en otra parte, y no en la puerta. En ese momento comencé a pensar que tal vez la muchacha formara parte de los hipotéticos habitantes de alguna estructura paralela, tal vez los mismos que renovaban la provisión de alimentos.
La miré a los ojos y le hice preguntas. Cómo se llamaba, de dónde venía y, naturalmente, cómo había hecho para irse y volver a entrar por allí. Tuve la vaga sensación de que sí me entendía; pero no respondió, en ningún idioma. Volvió a reír, y no pude menos que acompañarla.
Luego, sin prestarme más atención, se dedicó a tareas culinarias. Puso a calentar agua en una ollita, y sacó de la estantería un paquete de arroz. Echó unos puñados dentro del agua, y luego se quedó junto a la cocina, revolviendo de vez en cuando con una cuchara.
Yo no sabía qué hacer. Me seguía sintiendo tonto, y tuve que reprimir las ganas de volver a trepar a la silla para mirar el extractor, y dejar de lado mi intención de romper las otras molduras de las restantes esquinas para ver si ocultaban algo distinto.
Entonces me acerqué a la muchacha y comencé a hablarle. Sonrió con cierta ternura. No podía saber sume entendía o no, pero seguí hablando. Le hablé de mí, y también de ella; elogié su belleza, agradecí los regalos que me había traído. Cuando el tema se agotó, comencé a recitar algunos poemas que recordaba -aunque hasta ese momento no sabía que realmente los recordaba. Con uno de ellos tuve un éxito inesperado: la muchacha dejó por un instante el arroz, y un poco sonrojada me dio un beso en la mejilla. Yo la tomé de la cintura y la besé en la boca; no encontré resistencia, pero tampoco noté que respondiera. Después me apartó suavemente y siguió con la comida. Me senté en la mecedora y encendí la pipa.
El almuerzo consistió exclusivamente en arroz y frutas. Ninguno de los dos -yo más que nada por respeto a su trabajo- tocó las tiras de carne fría, que también esa noche habían renovado.
Después ella ocupó la mecedora y yo me recosté en la cama.
Luego de un largo silencio le pregunté, suavemente y con naturalidad:
– ¿Cómo te llamas?
Fue entonces cuando ella dijo su única palabra, que yo adopté como «Mabel». No intenté hacer más preguntas, pues intuía que no habría de obtener respuesta.
Después de otro larguísimo silencio se levantó de la mecedora, se acercó a mí, me rozó la mejilla con dos dedos, y antes de que pudiera hacer algo por detenerla dio media vuelta y desapareció por la puerta de salida.
Salté de la cama y corrí hacia la pieza vecina; estaba vacía. No me animé a pasar de la puerta, porque tenía motivos para permanecer aún en la mía y, de todos modos, sabía que aunque lograra alcanzarla, no tenía sentido perseguirla. Ella parecía saber muy bien lo que hacía, y había nacido en mí un gran respeto por su persona y sus decisiones. Cerré la puerta de salida y volví a la cama, con una mezcla confusa de pensamientos y sentimientos.
Esa muchacha sabía muchas cosas. Poco a poco me fue entrando como una fiebre, un torbellino donde se mezclaban preguntas y respuestas, teorías, todo aquello que no sucedía mientras ella estaba presente; ahora, sentía que algo se me escapaba, que la comprensión de todas las cosas estaba muy cerca y alcanzaba a rozarla apenas, y luego desaparecía. Después, un poco más sereno, pensé que había hecho un entrevero de planos mentales, y que era la muchacha, y no la comprensión, lo que se me escapaba; que ella era algo que no podía poseer ni controlar, alguien que sabía muchas respuestas a mis preguntas y que, sin embargo, no habría de responder; alguien que, al menos, podría servirme de consuelo o de compañía, pero que también a esto habría de negarse. Nuevamente, sentí que la rabia me dominaba. La descargué contra las molduras restantes, pero no sentí interés por ver qué ocultaban. Volví a acostarme, tapándome la cabeza con la, almohada, y me dormí, presumo, antes de que se apagara la luz.
Y por primera vez desperté antes de que la luz se encendiera. Tenía la mente mucho más despejada que de costumbre, y me sentía más vitalizado. Esperé la luz con impaciencia, porque ahora tenía un deseo urgente de ver lo que había debajo de las molduras rotas.
Hubo un sonido leve; algo se movió en la habitación. Me preparé para actuar, pensando que por fin habría de capturar a quien traía la comida; pero el ser que había entrado ocupó la mecedora y empezó a hamacarse lentamente. Deduje que era Mabel, y la llamé en voz baja por este nombre.
La mecedora dejó de moverse, y oí que ella se levantaba y caminaba hacia mí. Era, efectivamente, Mabel. Se sentó en la cama y me acarició el pelo con su mano pequeña. Le tomé las manos y las besé. Luego quedamos así, con las manos tomadas, como novios un tanto estúpidos, hasta que la luz se encendió minutos más tarde. Ella sonreía.
Observó sin curiosidad ni vergüenza cómo me vestía, y esta vez fui yo quien la invitó con el desayuno. Preparé café y, como se trataba de una ocasión especial, tosté un poco de pan al fuego, pinchándolo en un tenedor.
Luego me tomó de la mano y mostró la intención de llevarme fuera de esa pieza. Le pedí que me esperara unos instantes, y haciéndola reír de nuevo me subí a una silla y miré en cada uno de los rincones próximos al techo. En todos había un agujero en el lugar tapado por las molduras; pero no pude apreciar más nada. No se veían aspas de extractores ni cosa alguna. Desilusionado, recogí mis cosas -las pipas, el lápiz, el papel, el saco- y me dejé conducir a la otra habitación.
De allí pasamos a otra sin detenernos, y así hicimos un recorrido más bien largo. No hallamos ninguna pieza ocupada, y cada una iba mostrando un avance bastante evidente en los deterioros. Así llegamos a una pieza que daba una idea muy deprimente de suciedad, abandono y desgaste.
Mabel, sin vacilar, se soltó de mi mano y se dirigió a la gran cama ubicada, como todas, contra la pared izquierda. Tiró de ella y consiguió moverla lo suficiente para dejar al descubierto un gran agujero que abarcaba parte de la pared y del piso.
Luego, con su particular manera de hacer las cosas, esperó. Esperó largamente, mirando la negra abertura como si de allí fuera a salir algo interesante. En realidad sabía que debíamos meternos por allí. La idea no me entusiasmó. Sentí miedo.
Seguimos un buen rato, siempre tomados de la mano, los dos mirando en la misma dirección. Pienso que de haber estado solo habría sentido una clase distinta de miedo; enfrentarme a lo desconocido, emprender una aventura distinta, no sé; y que, con miedo y todo, no habría vacilado en meterme por allí. Era, sin lugar a dudas, la posibilidad que había estado buscando durante jornadas interminables.
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