Cuando el café estuvo pronto lo serví en una tacita, le agregué azúcar y lo bebí lentamente. Encendí un cigarrillo. Luego eché un vistazo general, más bien inútil, a la habitación, y pasé a la siguiente. Hice una inspección desganada. Sentía que algo en mí no funcionaba bien. Sin embargo, continué con mi tarea, sin ningún resultado y después pasé a otra habitación.
Estaba también desocupada, y los elementos ofrecían pequeñas variantes. Adecuada para una persona sola, se parecía más a la pieza en que había dormido que a la inmediata anterior.
Algo dentro de mí seguía enviando señales de angustia. Inspeccioné detrás del biombo, levanté la cortinita de la estantería, descubrí como novedad un cuadrito tonto colgado en la pared (el dibujo, o reproducción de una pintura, que quería representar una habitación parecida a éstas, en el estilo de las reproducciones de las revistas ordinarias).
La angustia desbordó de pronto. Me sentí oprimido, lleno de rabia y de impotencia. Recordé mi cita con Ana, y toda esta situación no prevista, no buscada, no explicada, se me presentó de golpe con efecto aniquilador.
Pensé que era estúpido hacer las cosas que estaba haciendo. Me precipité en la pieza siguiente, y luego en la otra, y así recorrí como un huracán una serie de piezas desocupadas, todas parecidas entre sí, hasta que me encontré otra vez con seres humanos.
Me quedé cortado. Había entrado como una tromba, y el hombre -tan gordo, tan pequeño, con ropas tan ridículas como el anterior, aunque no era el mismo- saltó de su asiento y quedó también cortado, frente a mí, a dos pasos. La mujer, que en el instante anterior debía de tener una expresión plácida, o tonta, sentada en su mecedora, dio un pequeño grito ahogado y se llevó la mano a la garganta. Tenía los ojos muy abiertos.
– Disculpen -dije, y se notaba en mi voz toda mi irritación-. No estoy aquí por mi gusto. Supongo que no entienden nada de lo que digo, ¿verdad?
Mi tono interrogativo recibió una sacudida negativa de cabeza por toda respuesta.
– Bueno, adiós -dije, y retomé mi ritmo de fuga. Salí por la puerta de salida y me encontré en otra pieza deshabitada; luego, otra pieza deshabitada. Ahora, el encuentro último me hacía pasar de una pieza a otra con mayor precaución, para no provocar situaciones violentas. Pero seguía bullendo de rabia, y de todas maneras mis movimientos eran bruscos.
En otra habitación había toda una familia; a la pareja se había sumado un par de muchachos jóvenes. Saludé a todos con una pequeña reverencia y seguí mi camino, dejando atrás expresiones de asombro.
Más piezas desocupadas, más familias de diversa composición; alguien, en una de ellas, me dirigió la palabra; algo que por supuesto no pude entender. Sin embargo me detuvo. Era un hombre que no se destacaba en absoluto de los que había visto allí hasta el momento; con todo, su expresión era un tanto más benigna, casi diría más inteligente. La mujer estaba ocupada en alguna tarea doméstica, manipulando los objetos de la mesa; apenas interrumpió su labor cuando aparecí.
El hombre volvió a hablarme y su tono era amable. Yo sonreí, y le hice entender que no comprendía.
Sacudió la cabeza varias veces, con pena, y cuando iba a continuar mi camino pareció querer detenerme con un gesto. Luego miró a su mujer con el rabo del ojo, como considerando un problema.
Me miró nuevamente. Supuse que estaría dudando entre escaparse conmigo o continuar allí. Me pareció que la posibilidad de un compañero de viaje de su condición no me significaba ninguna ventaja; por algún motivo había desarrollado desde el primer momento una especie de odio, o más bien desprecio, hacia toda esa gente de las piezas. No le concedí mucho tiempo para resolverse. Apenas murmuré una palabra de despedida y salí; esperé unos instantes en la pieza siguiente, que estaba deshabitada, pero el hombre no se animó a seguirme.
Mi velocidad fue reduciéndose en forma apreciable. No sólo estaba cansado físicamente; la angustia que me había proyectado con furia hacia adelante ya se había ido diluyendo con el ejercicio, los nuevos encuentros, y el fracaso de mi búsqueda de una salida; había dejado paso a otra clase de angustia, más resignada, y también la duda tendía a inmovilizarme. Había llegado el momento de replantear mis métodos; sospechaba que el anterior, la inspección minuciosa de cada pieza, era más correcto que la huida desenfrenada; pero tampoco tenía seguridad de que me sirviera de algo, y siempre quedaba la posibilidad de que en la pieza siguiente estuviera la ansiada salida al exterior.
Al mismo tiempo intuía que no iba a ser tan simple hallar una salida: que, independientemente de cómo había llegado a ese lugar, esta llegada no podía ser casual, y supuse que la salida tampoco habría de serlo. De todos modos no tenía ánimos para proseguir con la inspección metódica. Contemplé la posibilidad de instalarme en alguna de esas piezas desocupadas durante un tiempo, para descansar y dejar que se restablecieran un poco mis nervios. Pero sentí que la ansiedad no me permitiría descansar.
Mientras manejaba estos pensamientos seguía mi recorrido, a paso normal, y no prestaba más que escasa atención a lo que veía. Debí de atravesar una larga serie de piezas desocupadas antes de hallar una familia, y luego otra; y al continuar avanzando advertí que las piezas ocupadas comenzaban a darse con mayor frecuencia. En cada una de ellas se producía algún incidente menor; debí de concluir que no sólo no era habitual que alguien hiciera este recorrido, sino que debía de ser un fenómeno muy ‘, poco frecuente o tal vez no previsto. El denominador común era la sorpresa, a la que a menudo se agregaba el miedo.
Sólo puedo registrar un caso de total indiferencia: en una habitación que, al parecer en forma excepcional, ocupaba un hombre solo, éste, sentado en su mecedora leyendo un libro, apenas levantó la vista y volvió a su lectura aun antes de que yo abriera la puerta de salida. Esto me produjo una curiosa sensación de resentimiento.
Cuando la luz se apagó, después de la guiñada correspondiente, no pude menos que dormirme a pesar de mi promesa de mantenerme despierto para espiar a quienes traían la comida.
Tuve un sueño largo y complejo; desperté cansado y sin poder recordar ninguna imagen: apenas una idea de su estructura, un diálogo o discusión a tres o cuatro voces, en la que se avanzaba penosamente, con repeticiones que de continuo alguien se empeñaba en introducir; recordé también la sensación de que me iluminaban la cara con una linterna, pero no pude saber si era parte del sueño, o si había sucedido en los hechos; tal vez, a causa de mi preocupación por la persona que traía la comida, lo había inventado al tratar de revivir el sueño en el momento de despertar.
También me sentía malhumorado. Y no podía despejarme por completo. Quedé largo rato en la cama, hasta que la cama también me resultó incómoda. Me levanté y me vestí, para tenderme de nuevo y cerrar los ojos. No me volví a dormir, pero traté de que mi mente descansara un poco, rememorando escenas de mi vida cotidiana. Ana volvió a hacerse presente, pero tal vez de manera un poco forzada, como si yo me obligara a desplazar otras imágenes. La verdad es que mi preocupación por lo que me estaba sucediendo era tan grande que no podía evitar mortificarme constantemente con esas preguntas que no podía responder. Al mismo tiempo sentía necesidad de hacer algo concreto, sin poder definirlo; presentía que había allí más cosas para ver que las que yo veía, y más cosas para hacer de las que me parecían posibles. Había ocupado las dos jornadas precedentes en moverme a impulsos emocionales; pensé que había llegado el momento de proceder racionalmente.
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