Mario Levrero - El lugar

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Un hombre se despierta en una habitación desconocida. Se halla acostado sobre el suelo, a oscuras, vestido con ropa de calle. De pronto, descubre alarmado que ignora cómo llegó hasta ese sitio. Pese a tratar de recordar, no puede. Su mente comienza a barajar una serie de hipótesis sin encontrar ninguna que se ajuste a la lógica de su situación. Entonces decide investigar. Tras examinar el sitio en donde está, sale de él y entra en otra habitación similar a la primera. La novela recuerda, en ciertos aspectos de su argumento, a la película de ciencia ficción El cubo, pero haciendo la salvedad de que, en este caso, Levrero publicó la presente obra en el año 1982, siendo el film citado producido en el año de 1997.
Es, en términos generales, una novela de ciencia ficción, aunque presenta atributos oníricos, cierta percepción disolvente que trabaja con la lógica reversible del sueño. Según Julio Ortega, aquí Levrero nos describe un mundo en estado natural de fábula, sólo que no se trata de uno maravilloso sino de uno a punto del absurdo.

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Esto me alentó a dar unos pasos más en la habitación. A mis espaldas sonó de inmediato el estampido de la puerta cerrándose con fuerza. El hombrecillo había decidido actuar enérgicamente; ya me sería imposible volver atrás.

A pesar de todo probé el picaporte, y empujé y tiré; como esperaba, no conseguí nada. Golpeé la puerta con los puños y grité una serie de insultos contra el hombre de ropas ridículas y su mujer. No recibí ninguna respuesta.

Eché un vistazo desganado a la habitación. Me pareció que correspondería hacer una inspección a fondo, aprovechando la iluminación, pero me sentía sin fuerzas. Casi sin quererlo me encontré quitándome parte de la ropa y metiéndome en la cama que, como en la pieza anterior, estaba ubicada sobre la pared izquierda; durante breves instantes medité sobre si debía o no apagar la luz; no había visto ninguna llave, pero podía aflojar la lamparita; y también pensé en el peligro de dejar encendida la estufa de queroseno. Resolví estos problemas volviéndome hacia la pared y quedándome dormido casi de inmediato.

4

Al parecer, durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que’ estaba viviendo algo distinto. Eso no evitó mi malhumor ni la prolongación del desconcierto inicial. Por el contrario, ahora que tenía comodidad y estaba libre de algunas urgencias, podía desesperarme haciéndome preguntas y tratando inútilmente de responderlas. Eran varios los problemas planteados: qué me había sucedido mientras esperaba el ómnibus, quién me había llevado allí y por qué; qué era ese lugar y, fundamentalmente, cómo podría salir. Me revolví un buen rato en la cama y al fin me levanté, pensando que el juego intelectual no contestaría las preguntas ni resolvería por sí solo estos problemas.

Tal como sospechaba, detrás del biombo encontré una canilla, en el extremo de un caño que sobresalía pocos centímetros de la pared, y unos artefactos de latón a los que atribuí fines sanitarios. No había toalla y usé mi pañuelo para secarme las manos y la cara: tampoco había espejo.

Al pasarme las manos por la cara noté un poco de barba; supuse que no debía de hacer mucho tiempo que estaba en ese lugar, a lo sumo veinticuatro o treinta y seis horas: a menos que alguien se hubiera tomado el trabajo de afeitarme, para confundirme más.

Me vestí, y examiné brevemente la habitación. Repetía con bastante exactitud la de la pareja, con pequeñas diferencias. La cama era de una plaza; no había sillas, sólo una mecedora; la cantidad de comida era menor.

Encontré una caja de fósforos sobre la mesa, y comprobé que estaba llena. Encendí de inmediato un cigarrillo y me senté en la mecedora.

El biombo que ocultaba los artefactos sanitarios tenía una tela estampada, con el dibujo multiplicado de una flor en colores desteñidos. Mientras fumaba no dejé de observar este dibujo, que me despertaba alguna resonancia en la memoria. Pero no pude ubicar ningún recuerdo concreto.

Las paredes estaban pintadas a la cal, de color amarillo claro deprimente. Las dos puertas, en cambio, eran de un azul brillante que me resultaba pesado. Cerca del techo, no muy alto, había molduras en forma de flor, como recordaba haber visto en las casas antiguas; el detalle me chocó, porque había asociado siempre estas molduras con los techos muy altos; después pensé que estaba perdiendo el tiempo con estas observaciones.

Me levanté y abrí la puerta de salida, para mirar la pieza siguiente. Era similar a ésta y también estaba deshabitada. A primera vista noté alguna variante: había dos sillas y la cama era grande; también me pareció más recargada de objetos. Cerré la puerta y volví a mi mecedora con la idea, que ya se había insinuado en algún momento pero que ahora cobraba un cuerpo más definido, de que esta habitación me estaba destinada.

Al menos, estaba preparada para una persona sola. En la pieza siguiente había más cosas de las que yo necesitaba.

Esta idea me hizo sentir aún más incómodo.

Tiré al suelo la colilla y volví a levantarme. Observé todos y cada uno de los objetos y rincones de la pieza. Detrás de la cortinita de la repisa había cacharros con comida y algunas comidas envasadas. No descubrí nada de mayor interés. No llegué a ninguna conclusión, ni siquiera a un punto de partida.

Parecía que me daban la posibilidad, a veces tan ansiada, de casa y comida gratis. Sonreí. Sospechaba que de cualquier manera algún precio debería pagar por todo aquello si resolvía quedarme. Hacía ya tiempo que sabía que nada es gratuito. Volví a sonreír, ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano.

– Ana -me respondí en voz alta. Sustancialmente, Ana. Y luego los parques, y el mar, y los amigos, y quizá algunas otras cosas. Pero todo, en conjunto, no pesaba tanto como Ana. Aunque ella no fuera, también, más que una posibilidad.

Nuestras relaciones no estaban bien definidas. Recordé que la tarde anterior, o lo que parecía ser la tarde anterior, pensaba llevarla al cine. En principio ella había aceptado; después de algunas negativas anteriores, esta aceptación me había parecido un avance notable.

En cambio ahora me encontraba allí en esa pieza, que no tenía nada que ver con nada. Mis pensamientos comenzaron a deprimirme. Guardé de forma mecánica la caja de fósforos en el bolsillo y llevé los dedos al plato con carne fría; noté que tenía otra ven las mandíbulas apretadas y una rabia intensa. Me dispuse a salir.

De pronto, la luz guiñó.

Fue un guiño largo, como los que hacen que se detengan los relojes eléctricos. Me pareció un aviso. Pensé que la luz estaría por apagarse definitivamente.

Me llené la boca de comida, mastiqué y tragué. Encendí un nuevo cigarrillo. El apagón no se hizo esperar; pronto la habitación quedó en una oscuridad total.

Me dirigí a tientas hacia la puerta de salida, y la abrí; en la pieza siguiente tampoco había luz. Retrocedí, y sin recordar que no era posible, quise abrir la puerta de la pieza de la pareja: de todos modos, tampoco se filtraba luz por debajo.

Resolví entonces volver a acostarme. Eché una maldición en voz alta. Recién me había levantado, y cobrado el impulso necesario para seguir avanzando.

Esperé unos minutos, y al fin me acosté. Di unas últimas pitadas furiosas al cigarrillo y lo aplasté contra el piso. Rezongué un rato en voz alta, repasando todo mi repertorio de malas palabras, aunque no sabía contra quién dirigirlas. Y muy pronto, aunque hasta ese momento no había sentido ni pizca de sueño, volví a quedar dormido.

5

Tiempo después aprendí que estos apagones eran el equivalente de la puesta de sol; cuando desperté, la luz eléctrica estaba nuevamente encendida y comenzaba entonces mi segunda jornada en ese lugar.

Volví a lavarme la cara y las manos, a toser, escupir y orinar. Decidí dejarme el pelo sin peinar, y noté que otra vez tenía hambre. Me dirigí a la mesa y me sorprendió encontrar el plato lleno de carne. Y algo en que no había reparado: una cacerolita con café. Elegí el café, y puse la cacerolita sobre una de las hornallas de la cocina, que era de gas. Encendí con un fósforo.

Estuve meditando sobre la aparición de la comida; evidentemente, alguien había entrado al cuarto durante mi sueño. Pensé que sería interesante sorprender a esta persona; me prometí no volver a dormir hasta lograrlo. Si todo aquello que me estaba sucediendo tenía algún sentido, podría tal vez averiguarse por intermedio de ese ser, aunque, pensé, ya lo consideraba un enemigo.

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