Aterricé en Madrid a las seis, y cuarenta minutos más tarde, después de bordear la ciudad por la M-30, un taxi me dejó en el hotel San Antonio de La Florida, en el barrio de La Florida, justo enfrente de la estación de tren de Príncipe Pío. Era un hotel modesto, cuya fachada daba a una acera bulliciosa de terrazas y mesones típicos. Crucé un hall y subí unas escaleras alfombradas que daban a un salón espacioso; en un extremo se hallaba la conserjería, flanqueada por dos locutorios telefónicos y una pirámide de plástico con postales turísticas. Me inscribí en el hotel, me dieron la llave de mi habitación, pregunté por Rodney. El conserje -un hombre repeinado, cetrino, con gafas- consultó el libro de registro y a continuación un casillero.
– Habitación 334 -fue su respuesta-. Pero ahora no está allí. ¿Quiere que le dé algún recado cuando vuelva?
– Dígale que me alojo en el hotel -contesté-. Y que le estoy esperando.
El conserje anotó el recado en un papel y un mozo me condujo a una habitación minúscula, un poco sórdida, con las paredes color crema y las puertas y marcos pintados de un rojo sangre. Me desnudé, me duché, volví a vestirme. Tumbado en un camastro cubierto por una colcha de un estampado de flores idéntico al que lucían ¡as cortinas corridas, que liberaban la visión de un nudo de autopistas y una esquina profusamente arbolada de la Casa de Campo, al otro lado de la cual proseguían los penúltimos arrabales de la ciudad, esperando que en cualquier momento Rodney llamara a la puerta, me entretuve anticipando con la imaginación nuestro encuentro. Me preguntaba cómo habría cambiado Rodney desde la última vez que lo había visto, una noche de invierno de catorce años atrás, en la acera nevada de Treno's; me preguntaba si su padre le habría hablado de mi visita a Rantoul y de lo que me había contado acerca de él; me preguntaba si accedería a hablar conmigo de sus años de Vietnam, a explicarme qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Birban; me preguntaba por qué se había molestado en ir a verme a Gerona y qué opinaría de mi novela. Hasta que, comido por la impaciencia o harto de hacerme preguntas, hacia las nueve bajé a recepción y le encargué al conserje que, cuando Rodney llegara, le dijese que estaba esperándole en la cafetería.
La cafetería estaba llena de gente. Me senté a la única mesa libre, pedí una cerveza y me enfrasqué en la novela que me había traído de casa. Vanas cervezas después pedí un bocadillo, y luego un café y un whisky dobles. Pasó el tiempo; la gente entraba y salía del local, pero Rodney seguía sin aparecer. Ya debía de ser muy tarde, porque se había desvanecido el efecto euforizante del whisky y el café, cuando pedí un segundo café. «Lo siento», contestó el camarero. «Vamos a cerrar.» Le convencí de que me sirviera el café en un vaso de plástico y, cargado con él, subí al salón, donde en aquel momento el conserje atendía a una pareja de turistas rezagados. Horas atrás, cuando había bajado a cenar, el salón estaba bien iluminado por una hilera de focos encastados en el techo, pero ahora se había adueñado de él una oscuridad sólo atenuada por la luz de la conserjería y la de un par de lámparas de pie cuyo cerco de luz apenas alcanzaba a arrancar de la sombra los grabados del viejo Madrid, las litografías goyescas y los bodegones sin gracia que decoraban las paredes. Me senté a la luz de una de las lámparas, de espaldas al ventanal que recorría el salón de un extremo al otro y casi frente a la escalera que subía desde el hall, junto a la cual había un reloj de pared que marcaba las dos; más allá, bajo otra lámpara, un hombre veía a solas en la tele una película en blanco y negro. El hombre no tardó mucho tiempo en apagar la tele y en tomar el ascensor hacia su habitación. Para entonces hacía ya rato que el conserje se había deshecho de la pareja de turistas y dormitaba tras el mostrador. Seguí esperando y, en una pausa de la lectura, desalentado por la fatiga y el sueño me pregunté si Rodney no se habría escabullido de nuevo y lo más sensato no sería irme a la cama.
Poco después apareció. Oí abrirse la puerta del hall y, como cada vez que eso ocurría, me quedé un momento expectante, al cabo del cual vi emerger a Rodney de la penumbra de la escalera y, sin reparar en mi presencia, dirigirse con su paso rápido y trompicado al mostrador de conserjería, Mientras Rodney despertaba al conserje de su duermevela, sentí que el corazón se me desbocaba: dejé el libro en la mesita del tresillo donde estaba sentado, me levanté y me quedé allí, de pie, sin acertar a dar un paso ni a decir nada, corno hechizado por la esperada aparición de mi amigo. La voz del conserje rompiendo e! silencio del salón anuló el hechizo.
– Aquel señor está esperándole -le dijo a Rodney señalando a su espalda.
Rodney se dio la vuelta y, después de unos segundos de duda, empezó a avanzar hacia mí, escudriñando la semioscuridad del salón con una mirada más inquisitiva que incrédula, como si sus ojos lastimados no acertaran a reconocerme.
– Bueno, bueno, bueno -graznó por fin cuando estuvo a unos pasos de mí, sonriendo con toda su maltrecha dentadura y abriendo unos brazos como aspas-. No puedo creerlo. El insigne escritor en persona. Pero ¿se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?
No me dejó contestar: nos dimos un abrazo.
– ¿Hace mucho que estás esperando? -preguntó otra vez.
– Un rato -contesté-. Ayer llamé al teléfono de Pamplona que le diste a Paula y me dijeron que te alojabas aquí. Intenté ponerme en contacto contigo, pero no pude, así que esta tarde cogí un avión y me vine para Madrid.
– ¿Sólo para verme a mí? -fingió sorprenderse, sacudiéndome los hombros-. Por lo menos podrías haberme avisado de que ibas a venir. Te hubiera estado esperando.
Como si se disculpara, Rodney relató la circunstancia que había trastocado sus planes de viaje. En un principio, explicó, su proyecto consistía en pasar la semana de San Fermín en Pamplona, pero cuando el domingo anterior llegó a la ciudad y se instaló en el Albret -un hotel bastante alejado del centro, cercano a la Clínica Universitaria- comprendió que había cometido un error y que no merecía la pena correr el riesgo de que los Sanfermines reales degradaran los radiantes Sanfermines ficticios que le había enseñado a recordar Hemingway. Así que al día siguiente hizo otra vez las maletas, canceló la reserva del hotel y, sin permitirse siquiera un vislumbre de la ciudad en fiestas, se marchó a Madrid. Dicho esto, Rodney pasó a detallarme el tortuoso itinerario de su viaje por España, y luego habló con entusiasmo de su visita a Gerona, de Gabriel y de Paula. Mientras lo hacía yo trataba de superponer la precaria memoria que conservaba de él con la realidad del hombre que ahora tenía delante; pese a los catorce años transcurridos desde la última vez que lo había visto, ambas encajaban sin apenas necesidad de ajustes, porque en todo aquel tiempo el físico de Rodney no había cambiado mucho: tal vez los kilos que había puesto le conferían un aspecto menos rocoso o más vulnerable, tal vez las facciones se le habían difuminado un poco, tal vez su cuerpo se escoraba un poco más a la derecha, pero vestía con el mismo militante desaliño de siempre -zapatillas de deporte, vaqueros gastados, camisa azul a cuadros-, y el pelo largo, rojizo y un poco caótico, la inquietud permanente de sus ojos de colores casi diversos y su destartalada corpulencia de paquidermo seguían dotándole del mismo aire de extravío con que yo lo recordaba.
En algún momento Rodney interrumpió en seco su explicación con otra explicación.
– Mañana tomo el tren hacia Sevilla a las siete -dijo-. Tenemos toda la noche por delante. ¿Vamos a tomar algo?
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