Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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Brusca, mi hermana sale de su dormitorio.

– Justo acaba de llamar Alicia -dice. -Quiere hablarte.

Cuando me lo pasa, el teléfono está tibio, de modo que deduzco que mi hermana ha estado hablando un buen rato, con Haydée quizás, antes de conversar con Alicia.

– A que adivino lo que me vas a decir -le digo a Alicia. -Que no tengo que olvidarme de ir a buscarte mañana.

– Sí -dice Alicia, con tono severo.

– No me había olvidado -le digo. -No valía la pena llamar todos los días.

– Sí valía -dice Alicia.

– Bueno, valía entonces -le digo.

– A las siete en punto -me dice. -Un beso. Y cuelga. Su severidad ostentosa, bastante cómica en definitiva, me deja sin embargo una impresión de fragilidad a la que ella misma, estoy seguro, es ajena, pero me doy cuenta, cuando entro en la cocina iluminada, de que a pesar de todo ha logrado comunicarle esa ansiedad a mi hermana.

– Por favor no te vayas a olvidar -me dice.

Ahora que hemos terminado de comer y que sabe que me dispongo a subir a mi cuarto me lo repite, riéndose esta vez, como si la ansiedad de que ha sido contagiada, semejante a un alcohol liviano de efectos poco duraderos, ya se estuviese disipando. La oigo canturrear en voz baja mientras subo, en la oscuridad lluviosa, la escalera de la terraza hasta que por fin, cuando estoy arriba, caminando como de costumbre en la negrura hacia mi cuarto, ningún sonido me llega desde abajo. Me siento, por dentro y por fuera, compacto, apretado, tranquilo, bien exterior, hendiendo con mi cuerpo el aire negro y helado, la luz de adentro brillando fija y firme, un poco más clara que de costumbre, bien presente entre las cosas del mundo que, a pesar de haber sido borradas por la noche, no están menos apostadas a mi alrededor en su lugar de siempre, viajando en mi compañía, por un tiempo todavía, en el interior del inmenso desplazamiento. Y ahora, sentado ante el escritorio, después de haber empujado hacia el borde la carpeta amarilla de Bizancio, la página del diario con mi artículo, el ejemplar ajado de La brisa en el trigo lleno de anotaciones marginales y de rayas rojas, azules, verdes y violetas, abro la carpeta color ladrillo, estudio durante un rato los manuscritos y sacando una hoja blanca, me pongo a copiar.

THE BLACK HOLE

El astrónomo ausculta el firmamento
explorando tenaz un agujero
por el que, hervor vertiginoso y lento,
pasa al no ser el universo entero.

Olvidado de sí, paciente, atento
a la espiral de ese resumidero,
no oye soplar contra su nuca el viento
de un maélstrom más hondo que el primero.

Es cierto que el espacio es espesura
y el tiempo esfinge donde el mundo aflora
para un chisporroteo que no dura.

El que lo sabe sin embargo ignora
que, mas grande, lo acecha otra negrura
la que en sí mismo se abre y lo devora.

Me desvisto despacio y, apagando la luz, en la penumbra rojiza a causa de la resistencia eléctrica, me meto entre las sábanas frías y, cuando apoyo la cabeza en la almohada, me vienen a la memoria, porque sí, inconexos y vacíos de toda presencia humana, los lugares que he recorrido durante el día, desfile autónomo y sin orden lógico, demorándose en mí, de un mundo del que ya estoy ausente. Y, poco a poco, anticipando el sueño que se avecina, empiezan a intercalarse entre esas imágenes de las que tal vez, empleando una dialéctica sutil, podría probar su origen empírico, otras de las que es imposible determinar la fuente, paisajes desconocidos y grises que no tienen existencia real en ningún punto del tiempo o del espacio y que son tan intensos y nítidos como los lugares más familiares.

Que me cuelguen si ahora Bueno padre no está esculpiendo mi estatua en una posición demasiado teatral, excesivamente erguido y solemne, de la que me avergüenzo un poco, lo que no me impide discurrir con cierta pedantería, mientras estoy posando, sobre el punto y la línea: según mis ideas rebuscadas a las que Bueno padre, mientras trabaja, no les presta la menor atención, el mundo está compuesto exclusivamente de puntos y de líneas porque es a la vez continuo y discontinuo: el punto representa el espacio y línea el tiempo, y pontifico con delectación sobre la línea de puntos, sobre los átomos como puntos, sobre la frase considerada como una línea y el punto que la termina y la separa de las otras. Pero por más que me esmero en atraer su atención, Bueno padre sigue trabajando en mi estatua demasiado erguida y teatral, y parece ignorar a propósito mi discurso, con una sonrisa abstraída y ligeramente burlona, como si hubiese reconocido en mi discurso pedante una maniobra de seducción. Tratando de despertar por fin su interés, cambio de tema y empiezo a hablar del número dieciocho, afirmando que nadie en realidad sabe lo que es el número dieciocho, que conoce los signos que lo denotan, pero que de la cantidad en sí no sabemos nada, cuando unos ruidos extraños que parecen provenir de la habitación de al lado, empiezan a inquietarme. Ahora Bueno padre y la estatua han desaparecido y yo estoy inmovilizado en una camilla, en la penumbra, con una luz intermitente, fuerte, que me da en los ojos.

De tanto en tanto, se oye un golpe que es, me doy cuenta sin verlo, el hacha del verdugo, y un ruido múltiple de pasos que son los de una muchedumbre. La luz es un instrumento de tortura, y los golpes del hacha suenan cada vez más fuerte, como si el verdugo estuviera aproximándose, y, a cada golpe, el rumor de pasos se acrecienta también, como si, al oír los golpes del hacha, la muchedumbre tratara, sin conseguirlo, de dispersarse. Adivinando que el verdugo se aproxima, y que debe haber muchas otras camillas como la mía, en las que el verdugo, al pasar, va ejecutando a los prisioneros extendidos, empiezo a forcejear tratando de liberarme, y como no lo consigo, me pongo a gritar, hasta que abro por fin los ojos: la luz que me tortura, intermitente, es la de la mañana, que penetra por la puerta entreabierta; los golpes del verdugo, los de la puerta que choca, movida por el viento, contra el marco, y los pasos de la muchedumbre espantada, la lluvia que golpea contra los vidrios de la ventana.

Por extraño que parezca después de un sueño semejante, me siento más bien eufórico, liviano, cuando salgo de la cama, por primera vez después de meses y meses, y bajo casi corriendo las escaleras a través de la lluvia, en dirección al cuarto de baño. Mi hermana, en cambio, se pasea silenciosa, un poco desorientada al parecer, por la casa en penumbras, en la que no brilla más que el fluorescente de la cocina: algún sueño tal vez que ha tenido anoche, olvidado al despertar sin duda porque de otro modo ya hubiese estado contándomelo y que, reactivando asociaciones que ella misma ignora, reminiscencias confusas de una región adversa y crepuscular, tiñendo sus emociones y arañando sus terminaciones nerviosas, la tironean esta mañana de un modo casi imperceptible hacia lo oscuro. Pero cuando vengo a tomar con ella unos mates en la cocina parece estar un poco mejor, y únicamente se ensombrece un poco cuando le digo que no volveré para el almuerzo. Sabiendo que no va a aceptar, le propongo acompañarme al hotel Iguazú. Hace por lo menos treinta años que no vamos juntos a ningún lado.

– Otro día -me dice. Hoy no puedo.

No hay ninguna reprobación en su negativa, y su convicción íntima de que mi vida entera ha sido un error ya irrecuperable, es más para ella un motivo de preocupación que de resentimiento. De modo que ahora que estoy poniéndome el impermeable y recogiendo el paraguas, preparándome para salir, es pensando más que seguro en mi propio bien que, con el tono que hubiese podido emplear nuestra madre muchos años atrás, me dice:

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