Un año entero haciendo palabras cruzadas -y colijo, más que seguro, ya que nunca hablamos de la cuestión, que si desviaba durante unos segundos la vista del rectángulo cuadriculado, empezaría a volverse visible en borbotones, la textura, en chorros áridos, en manchas incandescentes, lo incesante, y la mirada, sin la pantalla benévola de los cuadraditos blancos y negros ni el bálsamo de las definiciones ya elaboradas, podría toparse, a su alrededor, en lo exterior, con la evidencia, o tal vez, cerrando los ojos, verse obligado a divagar por lo interno y, descubrir en ello, con espanto, su raíz. Pero qué necesidad de ir hasta París; basta cruzar de vereda para ver en qué estado se encuentra mi amigo de infancia, Mauricio -en fin, lo que queda de "Mauricio". Debí imaginármelo cuando a los quince años lo veía ganar sus partidas simultáneas contra cuatro, seis y hasta ocho adversarios, se paseaba, orondo, entre ellos, que sudaban sobre los tableros, alto, buen mozo, con una sonrisa indulgente, y los iba eliminando uno por uno con delicadeza y precisión. En la escuela primaria había sido siempre el primero, lo mismo que en la secundaria y en la universidad.
Apenas se recibió, aparte de las ofertas de trabajo que le venían de la industria privada como le dicen, le propusieron la cátedra de Estática en la facultad de Ingeniería -más tarde me diría que era una ironía del destino que él se ocupase de explicarles a los demás las leyes que rigen el equilibrio. A los treinta años tenía todo como se dice, mujer, hijos, amantes, dinero, prestigio, inteligencia; y un buen día, poco a poco, se empezó a desintegrar. Durante los primeros meses no noté nada; a decir verdad, nos veíamos de tanto en tanto, porque él viajaba mucho a Córdoba y a Rosario, donde era consejero técnico de varias empresas, y también a Buenos Aires y a Europa, siempre en negocios y en coloquios científicos, y yo venía poco aquí a casa de mi madre en ese entonces -en pleno idilio con mi psicoanalista y su farmacéutica. Él había heredado la casa de sus padres y se había instalado a vivir en ella, enfrente de la mía. Mi hermana y Berta, su mujer, son también amigas de infancia. Cuando se enteraban de que yo estaba en lo de mi madre, se cruzaban a charlar, y fue en esas ocasiones en que empecé a darme cuenta, en forma retrospectiva, de sus rarezas. Lo primera que me llamó la atención fue el modo insistente que tenía de intercalar en la conversación una frase de Montaigne, directamente en francés -su idioma profesional era el inglés, que dominaba desde la infancia, en tanto que el francés, que nunca había estudiado en forma metódica, representaba uno de los fragmentos del saber caleidoscópico que había adquirido con su picoteo de diletante. Nunca decía nada en francés de modo que oírlo, cada vez que nos encontrábamos, introducir varías veces en francés la frase de Montaigne, dicha en forma lenta y llena de sobreentendidos, con una sonrisa algo sarcástica y desengañada, mirándome fijo a los ojos igual que si hubiese habido entre nosotros alguna complicidad, terminó por intrigarme, máxime que esa mirada de complicidad me incomodaba en razón de ciertas discusiones que sabíamos tener. La constance mesme n’est autre chose qu un branle plus languissant, repetía Mauricio, o lo que estaba empezando a quedar de él, cada vez que nos encontrábamos, mirándome derecho a los ojos, mientras en los suyos aparecían los destellos de su sonrisa sarcástica y desengañada y los atisbos de complicidad que me ponían incómodo, de un modo oscuro al principio, hasta que, cuando la cosa fue empeorando, empecé a acordarme de ciertas conversaciones que habíamos tenido unos años atrás, en la época de sus comienzos brillantes en la vida profesional. Cuando me enteré de que dictaba la cátedra de Estática en la universidad le dije, por pura broma, si no consideraba que era robar al estado cobrar por enseñar estática, cuando es sabido que todo está en movimiento, y que las cosas que parecen inmóviles muestran una falsa fijeza, una ilusión, y que todo está desplazándose y dispersándose en todo momento - el tiempo es dispersión, le decía.
Una idea poética interesante, me contestaba lo que todavía era "Mauricio", un poco amoscado ya por mis objeciones, pero ayer nomás pasamos en colectivo por el puente sobre el Carcarañá, viniendo desde Rosario, que por otra parte sigue en el mismo lugar, y felizmente no nos precipitamos al vacío ni tuvimos que colgar a secar nuestros pantalones cuando llegamos a la otra orilla. Yo le preguntaba si cada vez que se había levantado para ir a servirse un café en el fondo del colectivo estaba convencido de que el colectivo seguía en el mismo lugar y él contestaba que, cuando tenía ganas de tomar un café bien instalado en su asiento leyendo una novela de Chandler por ejemplo, le importaba un rábano dónde se encontraba el colectivo, siempre y cuando el asiento, la cafetera y el libro estuviesen en el lugar donde pensaba encontrarlos. Parecerías muy seguro de cuál es ese lugar, le contestaba yo, aventurando lo siguiente, que si lo que todavía era "Mauricio", instalado lo más tranquilo con el café humeante en su vaso de papel en una mano y la novela de Chandler en la otra, alzaba la cabeza para echar un vistazo a su alrededor, hubiese podido comprobar que, entre los demás pasajeros, ninguno leía una novela de Chandler sino La Razón o El Gráfico, por ejemplo, o un ensayo político como los llaman, o un best-seller internacional, o aún en el mejor de los casos, improbable por cierto, un libro de Gadda o de Svevo, o suponiendo que él hubiese estado sentado en el medio del colectivo, los otros estaban sentados adelante o atrás de él, que cada uno tenía, apañe de un punto de observación diferente, pasillo o ventanilla, a la izquierda o a la derecha del conductor, etc., una historia personal propia que influía en su percepción, de modo que "Mauricio" no podía jactarse de decir en qué lugar se encontraba en ese momento, porque no conocía más que un fragmento del lugar en cuestión, y que si le interesaban únicamente el asiento, el café humeante y el libro, despreocupándose por completo del resto del colectivo y del hecho de que no había dos pasajeros que viajasen en el mismo colectivo, yo suponía que también le era indiferente que la tierra girase alrededor del sol o el sol alrededor de la tierra. A lo cual Mauricio respondía: Mientras la facultad cuya cohesión, efectivamente, es provisoria, se mantenga en su lugar hasta que yo me jubile, todo seguirá yendo al pelo.
Que me cuelguen si me importaba, me importa o me importará alguna vez, uno, dos, tres o equis pepinos que el tiempo corra para adelante o atrás, que el universo se expanda o se contraiga, y la tierra gire alrededor del sol o viceversa, que él suba lento iluminando la superficie accidentada, a causa de que ella gira ante su ojo único para rendirle pleitesía -Salomé haciendo espejear su vientre por nuestras cabezas como salario a su obscenidad de copera- o ella esté echada inmóvil, abierta de piernas y rezumando humedad, mientras él gira a su alrededor con la obsecuencia, el brillo ostentoso, y la rigidez torva del zángano, que las partículas tienden al divorcio o al acoplamiento -todos esos manejos putañeros me resbalan a decir verdad, pero era por hablar de algo con él que lo toreaba un poco a Mauricio cuando se cruzaba a casa de mi madre, y nunca me hubiese imaginado en ese entonces que sus convicciones científicas eran tan frágiles. Más todavía, sin duda era él el que tenía razón durante nuestras discusiones y era de lo más sano decirse en su fuero íntimo porque todo esté desintegrándose de un modo continuo desde el principio si de verdad hubo un principio, no voy a privarme ahora en que la ilusión de inmovilidad me lo permite de tomar mi café caliente y de instalarme con la novela de Chandler en el asiento del colectivo. Era para darle la ocasión de brillar que lo incitaba a las discusiones, y también porque los buenos razonamientos pragmáticos, si para ser francos nunca convencen demasiado y siempre traducen un eclecticismo menos que mediocre, pueden producir a veces cierta satisfacción de orden estético- una especie de euforia discreta que da la impresión, falsa desde cualquier punto de vista que se la considere, de un universo racionalmente organizado. Y al cabo de cierto tiempo, empecé a percatarme de que era yo el que lo convencía, primero a causa de la mirada de connivencia cuando pronunciaba, varias veces en la conversación, y sin que tuviese nada que ver lo que estábamos discutiendo, la frase de Montaigne - La constance mesme n 'est autre chose qu'un branle plus languissant- y después en razón de los silencios, de los sacudimientos de cabeza inmotivados, y de los suspiros sin fin que distribuía entre sus frases cada vez más deshilvanadas.
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