Pero ahora se encontraba delante de don Sebastián Guadalimar y no se atrevía a hablarle por miedo a que le temblara la voz. La sacristía, esa joya de nuestra arquitectura del Renacimiento, permanecía en penumbra, alumbrada tan sólo no por los candelabros que habría preferido Lorencito, de cara a la ambientación de su reportaje futuro, sino por un flexo situado sobre el aparador de las vestiduras litúrgicas. Don Sebastián Guadalimar estaba muy pálido, con sus ojos de águila enrojecidos en los lagrimales, sin aquel pañuelo de seda natural que llevaba siempre al cuello: Lorencito advirtió, además, que entre los olores eclesiásticos propios del lugar flotaba como un residuo de aliento alcohólico. Pensó: “Este hombre es víctima de circunstancias dolorosas, y recurre a mí en petición de ayuda”. Por una vez, la realidad pareció obedecer a sus imaginaciones.
– Querido amigo, -dijo don Sebastián-, me he permitido abusar de usted porque no creo que haya en la ciudad nadie más que pueda ayudarme.
A Lorencito Quesada lo embargó la emoción: ya no le importaba la ansiada entrevista, y ni siquiera la gloria periodística o la consideración social, sino las tribulaciones de aquel hombre noble y magnánimo que recurría a él en su desesperación.
– Pídame lo que quiera, don Sebastián, que si está en mi mano yo sabré ayudarle, en la medida de mis pobres fuerzas, con mi modesta pluma…
Don Sebastián, con los ojos brillantes, se acercó a él en la penumbra y le apretó ferozmente el brazo con sus dedos de garra.
– Nos han robado, amigo mío, -dijo, con la voz sorda y rota, como de no haber dormido en muchas noches-. Nos han robado la imagen del Santo Cristo de la Greña.
El peluquín comprometedor
Sin aflojar la dolorosa presión de sus dedos sobre el brazo de Lorencito Quesada, don Sebastián Guadalimar lo guió por un pequeño corredor abovedado hacia la nave de la iglesia. En la oscuridad se le oía respirar muy afanosamente, por la nariz, porque mantenía los labios apretados en un rictus de dolor. “Ya no hay nada sagrado”, murmuró Lorencito Quesada con desolación y reverencia, “ya no respetan nada”. Entre aquellas tinieblas sobrecogedoras, en las que resonaban cóncavamente los pasos, chocó de frente, y a la altura de las ingles, con el pico durísimo de un reclinatorio labrado, pero antes que gritar o que llevarse las manos a la parte herida, que era de las más blandas de su anatomía, prefirió apretar los dientes y dejar que una lágrima se le deslizara por la mejilla temblona. “No puedo creerlo”, dijo cuando don Sebastián oprimió un conmutador y se encontró frente a la capilla ojival donde el Santo Cristo de la Greña recibe culto desde 1546, como afirman los miembros de su cofradía, o desde dos o tres siglos más tarde, según dicen por lo bajo los directivos de alguna cofradía rival, empeñados en disputarle el decanato de nuestra Semana Santa, igual que le disputan, -en vano, desde luego-, el record en el número de penitentes.
El noble trono dorado, con su basamento de ángeles y de alegorías de los misterios teológicos, estaba vacío. Los cirios de la capilla, y los dos focos recientemente añadidos a la misma, que lo iluminan gracias a un ingenioso mecanismo que se activa con una moneda de veinticinco pesetas, mostraban ahora una oquedad desierta, una pared de piedra desnuda que resaltaba la ausencia de la imagen: el rostro moreno, atormentado, evocó Lorencito, con los hilos de sangre sobre la frente, enmarcado por la negra y caudalosa melena de pelo natural que le cae sobre los hombros agobiados por la cruz y que es una de las reliquias más valiosas de nuestro patrimonio eclesiástico, pues perteneció, como las uñas, a un valiente presbítero de nuestra ciudad (miembro colateral de la familia de la Cueva) que participó en la conquista y evangelización de la Florida, y que padeció martirio a manos de los feroces indios seminolas por no abjurar de su fe. Los indios le arrancaron la cabellera, larga y undosa, a la manera de la época, y también las uñas, que para ser uñas de misionero eran largas y cuidadas, y que ahora relucen en los extremos de los dedos del Santo Cristo de la Greña, asiendo el madero más corto de la cruz. Hace algo más de un siglo, el mártir fue beatificado por su Santidad Pío Nono, y se rumorea que está próxima su canonización…
– Una tragedia, amigo mío, una dèbâcle -don Sebastián permanecía inmóvil delante de la capilla, mirando hacia el trono, todavía del brazo de Lorencito Quesada, como desfallecido-. Algo peor: un escándalo. Calcule en qué lugar quedará la honra de mi casa si se descubre que la imagen ha sido robada. Faltan menos de tres semanas para Domingo de Ramos. Imagine que llega el Jueves Santo y que nuestra procesión no puede salir con la primera luz del día, según es costumbre secular, ab urbe condita , por citar al excelso Tito Livio, al que usted, sin duda, igual que yo, venerará en el altar de sus preferencias. Por supuesto, nadie más que usted está al tanto de esta terrible desgracia. Ni siquiera con mi mujer, la condesa, me he atrevido a sincerarme. Usted la conoce: una noticia así la mataría. La imagen fue robada anoche. Los ladrones forzaron la puerta sur, que tenía los cerrojos podridos de herrumbre. Afortunadamente, la iglesia, por privilegio papal, como usted sabe, no se abre al culto regular. He pensado publicar una nota en Singladura -con su inestimable mediación, desde luego- anunciando que la imagen se retira temporalmente al objeto de restaurarla de cara a las solemnidades de Semana Santa. Pero lo cierto, mi joven amigo, -permítame que me atreva a llamarlo así, que me reclame de su amistad en estas horas de aflicción-, es que estoy desesperado, al filo del abismo, qué sé yo, de cometer una locura.
A Lorencito Quesada se le empañaron los ojos de lágrimas: don Sebastián era un amigo, lo elegía como su único confidente, le suponía una envidiable familiaridad con las costumbres y el carácter de la condesa y, con la lengua latina, le agradecía de antemano sus buenos oficios ante la dirección de Singladura , rogándole, -con magistral delicadeza, todo había que decirlo-, que mediara en el nada fácil asunto de la publicación de una nota.
– Pídame lo que quiera, don Sebastián, -se volvió hacia él y se atrevió a ponerle una mano en el hombro, en la seda tibia y bordada de su batín. Pensó que parecía, tan afilado y pálido, una figura del Greco, ese pintor que hacía los santos alargados por culpa de un defecto de la vista-. Yo haré lo que sea, por usted, por su casa y por Mágina -(había observado con admiración que don Sebastián Guadalimar decía algunas palabras como si las pronunciara con mayúsculas)-. ¿Sospecha usted de alguien? ¿Ha encontrado alguna huella de los ladrones? Piense que con los adelantos actuales de la criminología cualquier detalle, un solo cabello, puede significar una pista.
– Un solo cabello, no, -suspiró don Sebastián, y se inclinó para recoger algo que estaba oculto bajo el faldón de terciopelo del trono. Lo sacudió con asco, echó hacia atrás la cabeza y se lo mostró a Lorencito, que se acordó al verlo de la cabellera del evangelizador martirizado-. Un peluquín entero. Estaba aquí mismo, al pie del trono. Uno de los ladrones lo debió de perder mientras desmontaba la imagen.
– ¡No lo toque! -Lorencito, que ha enviado algunos reportajes a El Caso , si bien hasta el presente no le han publicado ninguno, está muy familiarizado con los procedimientos forenses-. Una pequeña distracción puede destruir una prueba. Le aconsejo que lo ponga cuanto antes en manos de la Policía.
– Ni pensarlo, -don Sebastián alzó la barbilla, con ese gesto nobiliario que se ha hecho célebre en nuestra ciudad, y apartó el peluquín del alcance de Lorencito, como temiendo que fuera a arrebatárselo-. No me es posible acudir a la Policía. Sería el escándalo, la ruina. ¿Por qué cree que he recurrido a usted?
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