Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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– Bah, ya me he cansado de eso -contesté-. Ahora mi asiento favorito son las sillas giratorias.

– Qué bien -asintió Caléndula con aprobación.

– Opal se está retrasando mucho -dijo Tommy limpiándose con el brazo la nariz que no le paraba de moquear.

Caléndula apartó la vista con asco, alisó su lindo vestido amarillo, cruzó los tobillos y balanceó sus zapatos blancos de charol y los calcetines con volantes tarareando la canción del tarareo.

Olivia hacía punto en su mecedora.

– Estará al caer -dijo con aspereza.

Jamie-Lynn se acercó a la mesa de centro y cogió un bollo de chocolate Rice Krispie y un gran vaso de leche, pero le dio un ataque de tos y se derramó el vaso de leche por el brazo. Ni corta ni perezosa, la limpió a lametones.

– ¿Has estado jugando otra vez en la sala de espera del médico, Jamie-Lynn? -preguntó Olivia fulminándola con la mirada por encima de la montura de sus gafas.

Jamie-Lynn asintió con la cabeza, volvió a toser encima del bollo y le dio otro mordisco.

Caléndula arrugó la nariz con repugnancia y siguió desenredando el cabello de su Barbie con un peinecito.

– Ya sabes lo que te dijo Opal, Jamie-Lynn. Esos sitios están llenos de bacterias. Esos juguetes con los que tanto te gusta jugar son la causa de que estés enferma.

– Ya lo sé -dijo Jamie-Lynn con la boca aún llena-, pero alguien tiene que hacer compañía a los niños mientras esperan la visita del doctor.

Transcurrieron veinte minutos y por fin Opal llegó. Todos cruzaron miradas de preocupación. Parecía como si la sombra de Opal hubiese reemplazado a la auténtica Opal. A diferencia de otras veces, no entró flotando en la sala como una bocanada de aire fresco; era como si a cada paso que diera levantara con los pies pesados cubos de cemento. Los demás se callaron de inmediato al ver la nube de color azul oscuro, casi negro, que entró con ella.

– Buenas tardes, amigos.

La voz de Opal sonaba diferente, como sorda y retenida en otra dimensión.

– Hola, Opal -bisbisearon los presentes con cautela, como si algo más fuerte que un susurro pudiera derribarla al suelo.

Opal les dedicó una tierna sonrisa agradeciendo su apoyo.

– Alguien que ha sido amigo mío durante muchísimo tiempo está enfermo. Muy enfermo. Se va a morir y me da mucha pena perderlo -explicó.

Se oyeron murmullos compasivos. Olivia dejó de mecerse, Bobby dejó de mover adelante y atrás su monopatín, las piernas de Caléndula dejaron de balancearse, hasta Tommy dejó de sorberse los mocos y yo dejé de dar vueltas en mi silla. Aquello era serio y el grupo conversó sobre lo que se siente al perder a un ser querido. Todos lo entendíamos, porque eso ocurría de continuo con los amigos íntimos, y cada vez que ocurría, la tristeza era la misma.

No pude participar en la conversación. Todas y cada una de las emociones que alguna vez había sentido por Elizabeth se juntaron y formaron un atasco en mi garganta, como un corazón palpitante que, al recibir más y más amor a cada momento, se dilata y se hincha de orgullo. El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar, al igual que mi corazón encendido me impedía dejar de amar a Elizabeth.

Hacia el final de la reunión Opal fijó la vista en mí.

– Ivan, ¿cómo van las cosas con Elizabeth?

Todos me miraban. Logré encontrar en mi garganta un agujero minúsculo por el que filtrar algún sonido.

– Le he dado tiempo hasta mañana para que entienda una cosa.

Pensé en el semblante de Elizabeth y el corazón me latió más deprisa y se hinchó, y aquel agujero diminuto en la obstrucción de mi garganta se cerró.

Y sin que nadie estuviera al corriente de mi situación, todos comprendieron que mis palabras significaban «ya queda poco». Por la premura de Opal al recoger sus carpetas dando por concluida la reunión, supuse que ocurría lo mismo en su caso.

Elizabeth daba pesados pasos sobre la cinta sin fin situada de cara al jardín trasero de su casa. Contempló las colinas, los lagos y montes que se extendían delante de ella y se puso a andar más deprisa. Luego arrancó a correr; los cabellos le ondeaban a la espalda, la frente le brillaba, los brazos se movían al compás de las piernas y se imaginaba, tal como hacía cada día, que corría más allá de las colinas, hasta el otro lado del mar, lejos, muy lejos. Al cabo de media hora de estar corriendo sin moverse del sitio se detuvo, salió del pequeño gimnasio jadeando y acto seguido se puso a limpiar, frotando furiosamente superficies que ya resplandecían.

En cuanto hubo aseado la casa de arriba abajo, quitando todas las telarañas y despejando cualquier rincón oscuro y escondido, comenzó a hacer lo mismo con los rincones lóbregos de su mente. Las telarañas y el polvo se habían asentado en ellos y a la sazón ya estaba preparada para librarlos de impurezas. Algo intentaba arrastrarse fuera de aquella oscuridad y ella estaba en disposición de ayudarlo a aparecer. Basta de huir.

Se sentó a la mesa de la cocina y contempló la campiña extendida ante su vista, colinas retozonas, valles y lagos unidos por un fino encaje de fucsia y montbretia. El cielo se ensombrecía más temprano con la llegada de agosto.

Pensó largo y tendido sobre esto y aquello, dejando que lo que la inquietaba tuviera ocasión de salir de las sombras y mostrarse. Era la misma sensación tan fastidiosa de la que huía cuando tumbada en la cama intentaba dormir, la sensación que combatía limpiando la casa con frenesí. Pero ahora estaba sentada a la mesa como una mujer que se rindiera con las manos en alto frente a su propia arma, permitiendo que sus pensamientos la arrestaran. Había sido como un criminal fugitivo que llevase demasiado tiempo huyendo.

– ¿Por qué estás sentada a oscuras? -preguntó con dulzura una voz.

Elizabeth esbozó una sonrisa.

– Sólo estoy pensando, Luke.

– ¿Puedo sentarme contigo? -preguntó Luke, y Elizabeth se odió por tener ganas de decir que no-. No diré nada ni tocaré nada, te lo prometo -añadió el niño.

Aquello le partió el corazón. ¿Tan mala era realmente? Sí, sabía que sí.

– Ven a sentarte -sonrió retirando la silla que tenía al lado.

Ambos guardaron silencio en la cocina a oscuras hasta que Elizabeth habló.

– Luke, hay ciertas cosas sobre las que debería hablar contigo. Cosas que debería haberte contado antes, pero… -Se retorcía los dedos tratando de decidir con sumo cuidado de qué modo se expresaría. Cuando era niña lo único que quería era que la gente le explicara lo que había ocurrido, adonde había ido su madre y por qué. Una simple explicación le habría ahorrado años de atormentadoras dudas.

Luke la miró con sus grandes ojos azules de largas pestañas; tenía sonrosadas las mejillas regordetas y el labio superior brillante por el goteo incesante de la nariz. Elizabeth se echó a reír y le pasó la mano por el pelo de un rubio casi blanco y la posó en la cálida nuca del niño.

– El caso -prosiguió Elizabeth- es que no sabía cómo decírtelas.

– ¿Es sobre mi mamá? -preguntó Luke balanceando las piernas bajo la mesa de cristal.

– Sí. Hace bastante que no nos visita, aunque seguramente ya te habrás dado cuenta.

– Se ha ido a la aventura -dijo Luke alegremente.

– Bueno, no sé si puede llamarse así, Luke. -Elizabeth suspiró-. No sé adonde ha ido, corazón. No dijo nada a nadie antes de marcharse.

– A mí sí -exclamó Luke encantado.

– ¿Qué?

Elizabeth abrió mucho los ojos y el pulso se le aceleró.

– Vino a casa antes de irse. Me dijo que se marchaba, pero que no sabía por cuánto tiempo. Y yo le dije que eso era una especie de aventura y ella se rió y dijo que sí.

– ¿Te dijo por qué? -susurró Elizabeth sorprendida de que Saoirse hubiese tenido la compasión de decir adiós a su hijo.

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