Elizabeth hizo una mueca y Luke se rió.
– Tenemos que intejogajla. ¿Tiene alguna luz potente paja que se la pongamos en la cara? -Ivan echó un vistazo por la cocina y retiró la pregunta al ver de reojo el rostro de Elizabeth-. Muy bien, madame.
– ¿A quién han asesinado? -preguntó Elizabeth.
– Ah, justo lo que imaginaba, monsieur Rotcudart. -Los investigadores recorrieron la cocina en direcciones opuestas con la lupa todavía ante el ojo-. Finge no saberlo para que no sospechemos de ella. Inteligente.
– ¿Cree que lo hizo ella? -preguntó Luke.
– Ya lo veremos. Madame, esta mañana ha aparecido un gusano muerto por aplastamiento en el sendero que va de su invernadero hasta el tendedor. Su desconsolada familia nos ha dicho que salió de casa cuando dejó de llover con intención de cruzar el sendero hasta el otro lado del jardín. Se desconocen los motivos que pudiera tener para querer ir allí, pero eso es lo que hacen los gusanos.
Luke y Elizabeth se miraron y rompieron a reír.
– La lluvia cesó a las seis y media de la tarde, que es cuando el gusano salió de casa para cruzar el sendero. ¿Puede decirme dónde se encontraba usted, madame ?
– ¿Acaso soy sospechosa? -dijo Elizabeth riendo.
– En esta fase de la investigasión, todo el mundo es sospechoso.
– Bien, regresé de trabajar a las seis y cuarto y puse la cena a calentar. Entonces fui al office y saqué la ropa húmeda de la lavadora y la coloqué en una canasta.
– ¿Y qué hizo a continuasión? -Ivan le plantificó la lupa en la cara y la fue moviendo en círculos, examinándola-. Compruebo si hay pruebas -le dijo a Luke.
– A continuación aguardé a que dejara de llover y luego fui a tender la colada.
Ivan ahogó un grito de manera teatral.
– Monsieur Rotcudart, ¿ha oído eso?
Luke reía mostrando las encías; se le había caído otro diente.
– ¡Pues entonces esto significa que usted es la jiminal!
– La asesina -tradujo Luke.
Ambos se volvieron hacia ella con las lupas delante de los ojos.
Ivan dijo:
– Por haber intentado ocultarme que la semana que viene es tu cumpleaños, tu castigo será celebrar una fiesta en el chardán posterior en memoria del recientemente difunto monsieur Sinuoso, el gusano.
Elizabeth gimió.
– Ni hablar.
– Qué bien te comprendo, Elizabeth -dijo Ivan adoptando el acento de la clase alta británica-. Tener que alternar con la gente del pueblo llano resulta terriblemente espantoso.
– ¿Qué gente? -inquirió Elizabeth entrecerrando los ojos.
– Bah, unas pocas personas que hemos invitado -contestó Ivan encogiéndose de hombros-. Luke ha echado las invitaciones al correo esta mañana, ¿no es genial? -Señaló con el mentón a un orgulloso y sonriente Luke-. La próxima semana serás la anfitriona de una fiesta en el jardín. Gente que no conoces muy bien campará a sus anchas por tu casa, seguramente ensuciándola. ¿Crees que podrás soportarlo?
Elizabeth estaba sentada con las piernas cruzadas encima de la sábana blanca que cubría el polvoriento suelo de cemento del edificio en construcción; tenía los ojos cerrados.
– Así que aquí es donde te metes cada día cuando desapareces -dijo una voz.
Elizabeth no abrió los ojos.
– ¿Cómo lo haces, Ivan?
– ¿Hacer qué?
– Aparecer de repente justo cuando estoy pensando en ti.
Le oyó reír, pero él no contestó a la pregunta.
– ¿Por qué esta habitación es la única que no se ha terminado? ¿O empezado, a juzgar por su aspecto? -dijo Ivan situándose detrás de ella.
– Porque necesito ayuda. Estoy atascada.
– Bien, si una cosa sabes hacer, Elizabeth Egan, es pedir ayuda.
Se hizo el silencio hasta que Ivan comenzó a tararear una melodía conocida que Elizabeth no había logrado quitarse de la cabeza en los dos últimos meses y que estaba dejándola casi en bancarrota por culpa del cerdito que Poppy y Becca habían llevado a la oficina. Abrió los párpados de golpe.
– ¿Qué estás tarareando?
– La canción del tarareo.
– ¿Te la ha enseñado Luke?
– No, fui yo quien se la enseñó a él, si no te importa.
– ¿En serio? -rezongó Elizabeth-. Pensaba que se la había inventado su amigo invisible. -Rió para sus adentros y luego le miró.
Ivan no reía. Al cabo de un momento, dijo:
– ¿Por qué hablas como si tuvieras la boca llena de calcetines? ¿Qué llevas en la cara? ¿Un bozal? -Rió a carcajadas.
Elizabeth se puso roja.
– No es un bozal -replicó-. No te figuras qué cantidad de polvo y bacterias hay en este edificio. Por cierto, deberías llevar casco -señaló golpeándose el suyo-. Dios quiera que no se nos caiga encima.
– ¿Qué más llevas? -Ivan hizo caso omiso de su mal humor y la repasó con la vista de la cabeza a los pies-. ¿Guantes?
– Para que no se me ensucien las manos -dijo Elizabeth con un mohín infantil.
– Ay, Elizabeth -Ivan sacudió la cabeza en un gesto reprobador y caminó cómicamente a su alrededor-, con todo lo que te he enseñado y sigues preocupándote de ir limpia y arreglada.
Cogió una brocha que había al lado de un bote abierto de pintura y la mojó.
– Ivan -dijo Elizabeth, nerviosa, sin quitarle ojo-, ¿qué te propones hacer?
– Acabas de decir que necesitas ayuda.
Le dedicó una ancha sonrisa. Elizabeth se puso de pie lentamente.
– Sí, necesito ayuda para pintar la pared -advirtió ella señalando el muro.
– Vaya, por desgracia, no has concretado qué clase de ayuda querías, así que me temo que eso no cuenta. -Empapó la brocha de pintura roja, apretó los pelos con la mano y los soltó hacia Elizabeth como una catapulta. La pintura le salpicó la cara-. ¡Uy, lástima que no llevaras equipo de protección en el resto de la cara! -bromeó Ivan viendo sus ojos desmesuradamente abiertos a causa del enojo y la estupefacción-. Aunque esto tan sólo demuestra que por más que uno se envuelva en algodones está expuesto a hacerse daño.
– Ivan -dijo ella con auténtico odio-, tirarme al lago es una cosa, pero esto es ridículo -chilló-. Se trata de mi trabajo. Hablo en serio, no quiero volver a tener que ver absolutamente nada más contigo, Ivan, Ivan… Ni siquiera sé tu apellido -barbotó. -Me llamo Elbisivni -explicó Ivan con calma.
– ¿Qué eres, ruso? -gritó Elizabeth al borde de un ataque de nervios-. ¿Y lo de Aisatnaf también es ruso o es que ni siquiera existe? -preguntó a voz en cuello y casi sin aliento.
– Lo siento mucho -dijo Ivan seriamente dejando de sonreír-. Me doy cuenta de que estás enfadada. Volveré a dejar esto en su sitio. -Lentamente metió la brocha en el bote y volvió a dejarlo en el sitio exacto en que lo había encontrado, delante de los demás-. Me he pasado de la raya. Perdón.
El enojo de Elizabeth comenzó a disiparse.
– El rojo quizá sea un color demasiado colérico para ti -prosiguió Ivan-. Yo debería haber sido más sutil. -De repente otra brocha apareció ante el rostro de Elizabeth, que abrió mucho los ojos-. ¿Blanco, tal vez? -Con una alegre mueca volvió a salpicarla de pintura.
– ¡Ivan! -medio gritó medio rió Elizabeth-. ¡De acuerdo! -se abalanzó sobre los botes de pintura-, ¿quieres jugar? Yo también. Ahora llevar colores es tu pasatiempo favorito, ¿no es eso? -rezongó para sí. Mojó una brocha en el bote y persiguió a Ivan por la habitación-. ¿El azul es tu color favorito, señor Elbisivni?
Pintó una raya azul en el pelo y el rostro de Ivan y lanzó una carcajada maligna.
– ¿Crees que eso ha tenido gracia? -exclamó él. Elizabeth asintió con la cabeza desternillándose de risa.
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