Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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– Bien -aprobó Ivan con regocijo. Agarrándola por la cintura, la tendió en el suelo y sujetándola con destreza le pintó la cara mientras ella chillaba y se retorcía intentando zafarse-. Si no dejas de gritar, Elizabeth, acabarás con la lengua verde -advirtió.

Cuando ambos estuvieron cubiertos de pintura de la cabeza a los pies y Elizabeth se reía tanto que no le quedaban fuerzas para presentar batalla, Ivan volvió su atención a la pared.

– Lo que esta pared necesita ahora es un poco de pintura.

Elizabeth se quitó la mascarilla y procuró recobrar el aliento, dejando a la vista el único trozo de piel de color normal que le quedaba en el rostro.

– Bueno, al menos ese bozal te ha sido útil -señaló Ivan antes de volverse otra vez de cara a la pared-. Un pajarito me ha dicho que tuviste una cita con Benjamin West -dijo mojando un pincel nuevo en el bote de pintura roja.

– Fue una cena, no una cita. Y debería añadir que salí con él la noche que me diste plantón.

Ivan no hizo ningún comentario, sino que preguntó:

– ¿Te cae bien?

– Es muy majo -contestó Elizabeth sin darse la vuelta.

– ¿Quieres pasar más tiempo con él?

Elizabeth comenzó a recoger del suelo la sábana salpicada de pintura.

– Quiero pasar más tiempo contigo -afirmó.

– ¿Y si no pudieras?

Elizabeth se quedó inmóvil.

– En ese caso te preguntaría por qué.

Ivan eludió la pregunta.

– ¿Y si yo no existiera y no me conocieras, querrías pasar más tiempo con Benjamín entonces?

Elizabeth tragó saliva, metió el papel y los lápices en el bolso y lo cerró con la cremallera. Estaba cansada de jugar a acertijos con él y aquella conversación la ponía nerviosa. Tenían que hablar de ese asunto como era debido. Se levantó y se volvió hacia él. En la pared Ivan había pintado «Elizabeth X Benjamín» con grandes trazos rojos.

– ¡Ivan! -Elizabeth rió nerviosa-. No seas tan niño. ¡Figúrate si alguien viera eso!

Se precipitó a arrebatarle la brocha. Ivan no la soltó y se miraron a los ojos.

– No puedo darte lo que tú quieres, Elizabeth -dijo él en voz baja.

Una tos en el umbral hizo que ambos se sobresaltaran.

– Hola, Elizabeth. -Benjamín la observaba entre curioso y divertido. Echó un vistazo a la pared de detrás de ella y sonrió-. Un tema muy interesante.

Tras una pausa elocuente, Elizabeth miró a su derecha.

– Ha sido Ivan -acusó con voz infantil.

Benjamín emitió una risita irónica.

– Otra vez él.

La joven asintió y Benjamin se fijó en que de la brocha que ella sostenía se desprendían una gotas rojas que le manchaban los vaqueros. Un rostro salpicado de rojo, azul, morado, verde y blanco se puso colorado.

– Se diría que es a ti a quien han pillado pintarrajeando a lo loco -dijo Benjamin disponiéndose a entrar en la habitación.

– ¡Benjamin!

Él se detuvo con el pie en el aire y una mueca de fastidio al oír la voz imperiosa de Vincent.

– Será mejor que vaya -sonrió-. Ya hablaremos -y salió en dirección a los gritos de Vincent-. Por cierto -agregó levantando la voz-, gracias por invitarme a la fiesta.

Una Elizabeth exasperada hizo caso omiso de las carcajadas y jadeos de Ivan. Mojó la brocha en el bote blanco y borró lo que había escrito Ivan al tiempo que intentaba borrar de su memoria aquel momento tan embarazoso.

– Buenas tardes, señor O'Callaghan; hola, Maureen; hola, Fidelma; hola, Connor; padre Murphy…

Elizabeth iba saludando a sus vecinos mientras atravesaba el pueblo a pie camino de la oficina. Las mangas le chorreaban pintura roja, hebras de pintura azul le colgaban del pelo y sus vaqueros parecían la paleta de Monet. Atónitas y silenciosas miradas la seguían mientras las gotas de pintura que caían de su ropa iban dejando un rastro multicolor a su espalda.

– ¿Por qué siempre haces esto? -preguntó Ivan apretando el paso para seguir el ritmo de su avance implacable a través del pueblo.

– ¿Hacer qué? Buenas tardes, Sheila.

– Siempre cruzas la calle antes de llegar al pub Flanagan's, caminas un trecho por la acera de enfrente y vuelves a cruzar a la altura de Joe's.

– No es verdad. -Sonrió a otro papamoscas.

– ¡Eso sí que es decorar el pueblo, Elizabeth! -le gritó Joe, encantado de ver las huellas rojas que iba dejando detrás de ella al atravesar la calzada.

– ¡Fíjate, acabas de hacerlo! -señaló Ivan.

Elizabeth se detuvo y volvió la cabeza para observar el rastro que formaban tras ella las gotas de pintura. Era bien cierto que había cruzado la calle antes de llegar al pub Flanagan's, caminado un trecho por la otra acera y vuelto a cruzar para entrar en la oficina. Había dado un rodeo en vez de seguir por la misma acera. Nunca había reparado en ello. Miró hacia el pub Flanagan's. El señor Flanagan fumaba un cigarrillo en la puerta. Cosa extraña, éste la saludó inclinando la cabeza y se mostró sorprendido de que ella le sostuviera la mirada. Elizabeth frunció el ceño y tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta al contemplar el edificio del pub.

– ¿Todo va bien, Elizabeth? -preguntó Ivan irrumpiendo en sus pensamientos.

– Sí. -Su voz apenas fue un susurro. Carraspeó, miró confundida a Ivan y de modo poco convincente repitió-: Sí, estoy bien.

Capítulo 35

La señora Bracken estaba ante la puerta de su tienda con otras dos mujeres de edad que, como ella, sostenían en las manos sendos trozos de tela. Al ver a Elizabeth se quedó boquiabierta y adoptó una expresión de repulsa. Las tres chasquearon la lengua con desaprobación al contemplar el paso cansino de la joven cuyos cabellos, terminados con grumos de pintura, le rozaban la espalda creando un bonito efecto multicolor.

– ¿Ha perdido la chaveta o qué? -cuchicheó sin bajar la voz una de las mujeres.

– No, más bien al contrario. -Elizabeth notó por su voz que la señora Bracken sonreía-. Diríase que la ha estado buscando a cuatro patas.

Las mujeres produjeron con la lengua nuevos chasquidos de censura y se retiraron murmurando que Elizabeth no era la única que había perdido la chaveta.

Haciendo caso omiso de la mirada fija de Becca y del grito de Poppy «¡Así me gusta!», Elizabeth entró decidida en su despacho y cerró la puerta con suavidad a sus espaldas, dejando todo lo demás fuera. Apoyó la espalda contra la puerta e intentó explicarse por qué temblaba tanto. ¿Qué demonios había surgido en su interior? ¿Qué monstruos habían despertado de su sueño para escapar burbujeando a través de su piel? Inhaló profundamente por la nariz y exhaló despacio contando una, dos y tres veces hasta que sus debilitadas rodillas dejaron de temblar.

Todo había ido bien, por más que resultara embarazoso, mientras caminaba por el pueblo con el aspecto de haberse metido en un bote de pintura de los colores del arco iris. Todo había ido bien hasta que Ivan había dicho algo. ¿Qué había dicho…? Había dicho… Y entonces lo recordó y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo.

El pub Flanagan's. Siempre evitaba el pub Flanagan's, le había dicho. No se había dado cuenta hasta que él se lo señaló. ¿Por qué lo hacía? ¿Por Saoirse? No, Saoirse bebía en el pub Camel's Hump, en la carretera de la colina. Se quedó apoyada contra la puerta devanándose los sesos hasta que empezó a marearse. La habitación daba vueltas y decidió que tenía que irse a casa. A su casa, donde controlaba lo que sucedía, quién podía entrar, quién podía salir, donde cada cosa tenía su sitio y todos los recuerdos estaban claros. Necesitaba orden.

– ¿Dónde está tu saco de alubias, Ivan? -preguntó Caléndula mirándome desde su silla de madera pintada de amarillo.

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