– He dicho lo que tenía que decir y no lamento haber hablado – respondió Rassamilagh -. Ninguno de vuestros argumentos me convence. Lo que oigo en vuestras bocas es el sabor de la victoria, lo reconozco, pero veo que soy el único que piensa en la partida. No temáis, me quedaré con vosotros, Rassamilagh no es un cobarde. Pero acordaos de esta noche en la que habría podido acabar todo y rezad para que nunca tengamos que lamentar su dulzura de mirto.
Así pues, la guerra continuó, y a la mañana siguiente el ejército nómada volvió a presentarse ante las murallas de Massaba. Los hombres de la ciudad corrieron a las almenas; habían pasado la noche preparando calderos de aceite y amontonando gruesas piedras para rechazar los asaltos del enemigo.
Sango Kerim iba a dar la señal de ataque cuando se oyó un grito procedente de la muchedumbre de los guerreros:
– ¡Los cenicientos! ¡Los cenicientos!
Todo el mundo se volvió. En efecto, una tropa de hombres se acercaba a la colina más lejana. Era Orios, a la cabeza de los cenicientos, un pueblo salvaje que vivía en las altas montañas de Krassos. Habían prometido su ayuda a Sango Kerim, pero no habían aparecido. Era un temible ejército de dos mil hombres; Sango Kerim sonrió y se irguió sobre los estribos para saludar a Orios. Los jinetes cenicientos habían llegado, en efecto, pero a medida que se acercaban un murmullo de estupefacción se extendió por las filas del ejército. Lo que tenían delante no era el gran ejército de Orios, sino un puñado de hombres cubiertos de polvo, apenas un centenar, una pequeña tropa de jinetes aturdidos. Cuando llegó ante Sango Kerim, Orios se detuvo y dijo:
– Te saludo, Sango Kerim. No me mires así, ya sé que lo que esperabas no era este puñado de hombres. Si lo deseas y los dioses me conceden vida, te contaré las pruebas que hemos soportado para llegar hasta ti. Ahora basta con que sepas que abandoné los montes Krassos a la cabeza de todo mi ejército, que hoy se reduce a esto. Pero los hombres que ves han librado tantos combates, han soportado tantas privaciones y desgracias para venir aquí que ya nada podrá detenerlos. Cada uno de ellos vale por cien de los tuyos, créeme.
– Te saludo, Orios, a ti y a cada uno de tus guerreros. Escucharé con avidez el relato de vuestras desventuras cuando hayamos entrado a saco en Massaba. Por ahora, id al campamento y descansad. Dad de comer a vuestros caballos y esperad a que el sol se ponga y volvamos del combate. Entonces beberemos juntos el vino de los hermanos y yo mismo lavaré tus pies maltratados por las tierras que has atravesado para agradecerte tu lealtad.
– No he cruzado todo un continente para venir a acostarme mientras vosotros combatís – respondió Orios -. Como ya te he dicho, estos cien hombres se han transformado en fieras salvajes a las que ya nada cansa. Muéstranos la muralla que debemos derribar y que suene para nosotros la hora del combate.
Sango Kerim asintió e hizo que la tropa de los cenicientos se situara junto a él. Luego, estimulado por el refuerzo, avanzó hacia la ciudad arrastrando tras de sí a miles de hombres que ocultaban la tierra bajo sus pies.
El grueso del ejército se abalanzó hacia la puerta principal con la esperanza de hacerla ceder. Entre tanto, Danga, que conocía la ciudad mejor que nadie, intentó penetrar en ella por la vieja puerta de la torre. La fortuna parecía sonreír a los ejércitos nómadas: mientras los defensores de la ciudad corrían hacia el este para tratar de contener la ola de los asaltantes, Danga y su guardia personal derribaron sin dificultad la carcomida madera de la puerta de la torre y no tardaron en entablar combate en las calles de Massaba. La noticia llegó a oídos de Sako y Kuame de inmediato, la puerta de la torre había cedido y Danga había penetrado en la ciudad. Apenas contaban con hombres para afrontar ese ataque, ya que desguarnecer las murallas era arriesgarse a verse barridos por el enemigo. En consecuencia, le ordenaron al viejo Barnak y a sus guerreros drogados que se enfrentasen a Danga solos. A los mas – cadores de qat se les unió Arkalas, que, tras la reanudación de la lucha, parecía haberse convertido en un demonio rabioso.
La batalla fue terrible y duró todo el día. Al vigoroso empuje de Danga, Arkalas y Barnak oponían una resistencia tenaz, el muro que formaban se antojaba infranqueable. Danga estaba rabioso. El palacio estaba allí mismo, a poco más de quinientos metros, lo tenía a la vista; le bastaba con barrer a aquel puñado de hombres para arrebatar la ciudad a su hermano, pero no había manera. Arkalas se batía como un demente: se burlaba de sus enemigos, los provocaba e iba a buscarlos cuando tardaban en atacar. El viejo Barnak, embriagado por la droga, parecía bailar entre los cadáveres, y ninguna lanza, ninguna flecha conseguía alcanzarlo. Paraba todos los golpes, y sus compañeros se mostraban animados por un vigor de bailarines en trance. Danga retrocedía poco a poco; al cabo, furioso por no haber conseguido penetrar en Massaba, ordenó a los suyos que dispararan flechas incendiarias contra las casas cercanas. Prendió fuego a todo lo que pudo, y las llamas se propagaron de tejado en tejado como la gangrena y lo llenaron todo de una inmensa humareda. Los aterrorizados habitantes corrían de un incendio a otro con las pequeñas vasijas de que disponían. Arkalas y Barnak habían rechazado a Danga y asegurado la puerta, pero en ese instante el fuego devoraba la ciudad.
Sango Kerim y sus hombres no advirtieron que la ciudad ardía hasta el anochecer, una vez regresaron a las colinas, cuando vieron a miles de hombres intentando luchar contra llamas más altas que las torres. Las densas nubes de humo que se elevaban desde Massaba les llevaban el fúnebre olor de las casas devoradas por el fuego. La noche caía y Massaba aullaba como un hombre con el rostro quemado.
Cuando al fin llegó Danga, satisfecho, a pesar de todo, de haber sembrado el terror en la ciudad, Samilia estaba esperándolo inmóvil, con los ojos clavados en él, y, cuando bajó del caballo, lo abofeteó delante de todos sus hombres y ante los jefes del ejército.
– ¿Éstas son las honras fúnebres que rindes a tu padre? Escupo sobre tu cabeza, que ha pensado semejante estupidez.
Apesadumbrado por el espectáculo de las llamas que devoraban la ciudad de su infancia, Sango Kerim prometió a Samilia que no volvería a lanzarse al ataque hasta que los habitantes de Massaba hubieran sofocado el incendio, pero nada podía hacer desaparecer la máscara de dolor que había caído sobre el rostro de Samilia.
Katabolonga había bajado a la cámara mortuoria del palacio y estaba junto al cadáver del rey. Aplicaba paños húmedos al cuerpo del difunto para evitar que le salieran ampollas y acabara ardiendo, y el rey Tsongor no pudo menos de preguntarse qué quería Katabolonga de su viejo cuerpo muerto.
– ¿De qué sirve lo que estás haciendo, Katabolonga? – le preguntó -. ¿Acaricias mi cadáver?, ¿lo cubres de aceite? Yo no siento nada, y tú no tienes necesidad de ocuparte de mí de este modo, a no ser que el tiempo haya pasado más deprisa de lo que creo y mi cuerpo esté empezando a descomponerse, a pesar de los bálsamos y los ungüentos. ¿Qué haces, Katabolonga, y por qué no me respondes?
Katabolonga oía la voz del viejo Tsongor, pero no podía responder, le temblaban los labios. Mantuvo la cabeza baja y siguió humedeciendo el cadáver. Hacía calor y el sudor le goteaba de la frente. Las gotas se mezclaban con las lágrimas, que no podía contener, caían sobre el cuerpo del viejo rey y refrescaban los despojos del soberano. El silencio volvió a inquietar a Tsongor.
– ¿Por qué no me hablas, Katabolonga? ¿Qué está ocurriendo en Massaba?
Katabolonga no pudo seguir callando.
– Si tu piel pudiera sentir el calor y el frío, no preguntarías nada, Tsongor. Si pudieras oler el aire de esta cámara, no necesitarías que te explicara nada.
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