Sería poco decir que Viernes no se enfadó con aquel trabajo imbécil. Raras veces le h visto trabajar con tanto ardor. Ponía en él incluso una especie de alegría que tiraba n0r tierra a alternativa en que yo pretendía encerrarle -Viernes completamente embrutecido o Robinsón considerado por él como un demente- y que ahora me obliga a planteármelo desde otra perspectiva. Y yo me pregunto si la danza apasionada de Tenn en torno y dentro de las llagas abiertas gratuitamente en el cuerpo de Speranza no será reveladora y si no habré cometido la imperdonable estupide2 de entregar al araucano, al pretender simplemente humillarle, el secreto de la loma rosa…
Una noche Robinsón no pudo conciliar el sueño. El claro de luna proyectaba un rectángulo luminoso en las baldosas de la residencia. Un hada aulló y él creyó escuchar a la propia tierra que gemía de amor desairado. Bajo su vientre, el colchón de hierbas secas resultaba de una inconsistencia voluptuosa, absurda. Volvía a contemplar a Tenn danzando loco de deseo en torno a aquella gleba abierta, que se ofrecía después de haber sido abierta por la herramienta del araucano. Hacía semanas que no había vuelto a la loma. ¡Sus hijas, las mandrágoras, tenían que haber crecido mucho durante todo ese tiempo! Estaba sentado sobre la cama, con los pies posados en la alfombra formada por la luna y sentía un olor de savia que ascendía de su gran cuerpo, blanco como una raíz. Se levantó en silencio, saltó por encima de los cuerpos de Viernes y Tenn y se dirigió hacia el bosque de gomeros y sándalos.
Al entrar en la residencia, Viernes se dio cuenta en seguida de que la clepsidra se había detenido. Quedaba agua en la bombona de vidrio, pero el orificio había sido obstruido por un tapón de madera y el nivel se había estabilizado a la altura de las tres de la mañana. No se sorprendió en modo alguno ante la desaparición de Robinsón. En su espíritu, la detención de la clepsidra indicaba con toda naturalidad que el Gobernador estaba ausente. Acostumbrado a tomar las cosas tal y como se presentaban, no se preguntó ni dónde estaba Robinsón ni cuándo volvería, ni siquiera si todavía seguía vivo. Tampoco tuvo la idea de ir en su búsqueda. Estaba totalmente absorbido en la contemplación de las cosas, a pesar de serle familiares, que le rodeaban, pero a las que la detención de la clepsidra y la ausencia de Robinsón conferían un aspecto nuevo. Era dueño de sí, dueño de la isla. Como para confirmarle en esa dignidad de la que se sentía revestido, Tenn se alzó perezosamente sobre sus patas, se colocó ante él y alzó hacia su rostro su mirada avellana. Ya no era muy joven, el pobre Tenn, y su lomo redondo como un tonel, sus patas demasiado cortas, sus ojos lacrimosos y su pelo lanoso y deslucido delataban los estragos de la edad al término de una vida de perro colmada. Pero también él experimentaba la novedad de la situación y esperaba que su amigo tomase una decisión.
¿Qué hacer? No podía plantearse terminar el riego de las acederas y de los nabos que se hacía necesario dada la sequía, ni proseguir la construcción de un mirador de observación en la cima del cedro gigante de la gruta. Esos trabajos dependían de un orden suspendido hasta el regreso de Robinsón. La mirada de Viernes se posó sobre un cofre cuidadosamente cerrado, pero sin cerrojo, y cuyo contenido había podido examinar un día en que se hallaba colocado sobre la mesa de la residencia. Lo arrastró por las baldosas y, poniéndolo sobre su lado más pequeño, se arrodilló y lo hizo deslizarse sobre sus hombros. Después salió, seguido de cerca por Tenn.
Al noroeste de la isla, en el lugar en donde la pradera se perdía en las arenas que anunciaban las dunas, se alzaban las extrañas siluetas, vagamente humanas, del jardín de cactus que había establecido Robinsón. Es verdad que había sentido escrúpulos al dedicar el tiempo a un cultivo tan gratuito, pero aquellas plantas no exigían ningún cuidado y sólo había costado el esfuerzo de trasplantar a un terreno particularmente favorable los ejemplares más interesantes, que había ido descubriendo de forma esporádica en toda la isla. Era un homenaje a la memoria de su padre, cuya única pasión -aparte de su mujer y de sus hijos- era el pequeño jardín tropical que mantenía en la rotonda acristalada de la casa. Robinsón había escrito en unas tablitas de madera, clavadas sobre estacas hundidas en tierra, los nombres latinos de todos aquellos ejemplares que le habían vuelto a la cabeza al mismo tiempo por uno de esos caprichos imprevisibles de la memoria.
Viernes lanzó al suelo el cofre que le había martirizado la espalda. Las correas de la tapa saltaron y un suntuoso desorden de tejidos preciosos y de joyas se extendió al pie de los cactus. Iba por fin a poder utilizar a su capricho aquellas ropas que le fascinaban por su brillo, pero que no eran utilizadas por Robinsón más que como un instrumento de tortura y de ceremonia. Porque no se trataba de él mismo -un vestido, fuera cual fuera, no hacía más que dificultar sus movimientos-, sino precisamente de aquellos extraños vegetales cuya carne verde, exorbitante, ampulosa, provocativa, parecía más adecuada que ningún cuerpo humano para hacer resaltar la belleza de aquellos tejidos.
Los colocó primero sobre la arena con gestos delicados para abarcar con una sola mirada su riqueza y su número. Agrupó también ante sí unas piedras planas sobre las que dispuso las alhajas, como en el escaparate de una joyería. Luego dio vueltas durante mucho rato en torno a los cactus mientras medía con la mirada su silueta y comprobaba con el dedo su consistencia. Era una extraña sociedad de maniquíes vegetales compuestos de candelabros, bolas, raquetas, miembros retorcidos, colas velludas, cabezas rizadas, estrellas puntiagudas, manos con mil dedos venenosos. Su carne era tanto una pulpa blanda y acuosa, como un caucho coriáceo o incluso mucosas verdosas que desprendían bocanadas de olores a carne podrida. Por último fue a buscar una capa negra de muaré y visitó con un solo movimiento las espaldas macizas del Cereus pruinosus. Luego cubrió con coquetones volantes las nalgas tumefactas de la Crassula falcata . Un encaje etéreo le sirvió para enguirnaldar el falo espinoso del Stapelia variegata , mientras que enfundaba mitones de batista en los diminutos dedos velludos de la Crassula lycopodiodes . Un birrete de brocado venía que ni pintado para cubrir la cabeza lanosa del Cephalocereus senilis . Trabajó así durante mucho tiempo, completamente absorbido por sus descubrimientos, vistiendo, adaptando, retrocediendo un poco para juzgar mejor, desvistiendo, de pronto, a uno de los cactus para vestir a continuación a otro. Por fin remató su obra distribuyendo con el mismo discernimiento brazaletes, collares, penachos, pendientes, herretes, cruces y diademas. Pero no se demoró para contemplar el cortejo alucinante de prelados, grandes damas y monstruos opulentos que acababa de hacer surgir en medio de la arena. Ya no tenía nada que hacer allí y se alejó con Tenn pegado a sus talones.
Atravesó la zona de las dunas, divirtiéndose con el rumor sonoro que despertaban sus pasos. Se detuvo y se volvió hacia Tenn mientras imitaba con la boca cerrada aquel gruñido, pero ese juego no divertía al perro, que avanzaba penosamente dando bandazos en el suelo movedizo, y su espinazo se erizaba con hostilidad cuando el rumor aumentaba. Por fin el suelo se hizo firme y desembocaron en la playa extensa y húmeda por la bajamar. Viernes erguido, arqueado el pecho en la luz gloriosa de la mañana, caminaba feliz sobre la arena inmensa e impecable. Estaba ebrio de juventud y de disponibilidad en aquel medio sin límites, donde todos los movimientos eran posibles, donde nada detenía la mirada. Recogió un guijarro oval y lo mantuvo en equilibrio en la palma de su mano abierta. Prefería a las alhajas que había abandonado sobre los cactus, aquella piedra tosca pero precisa, en la que se mezclaban los cristales de feldespato rosa con una masa de cuarzo vidriado, salpicado de mica. La curva del guijarro tocaba en un solo punto a la de su palma negra y formaba con ella una figura geométrica simple y pura. Una ola se expandió con rapidez sobre el espejo de arena mojada constelada de pequeñas medusas y rodeó sus tobillos. Dejó caer el guijarro oval y recogió otro, plano y circular, pequeño disco opalescente manchado de malva. Lo hizo saltar en su mano. ¡Si pudiera volar! ¡Transformarse en mariposa! Hacer volar a una piedra era un sueño que fascinaba al alma etérea de Viernes. La lanzó a la superficie del agua. El disco rebotó siete veces en el mantel líquido antes de hundirse sin salpicar. Pero Tenn, acostumbrado a este juego, se había lanzado a las olas y, chapoteando con sus cuatro patas, la cabeza dirigida hacia el horizonte, nadó hasta el lugar en que se había sumergido el guijarro, buceó y regresó, impulsado por el empuje de las olas, a depositarlo a los pies de Viernes.
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