Lo que no había previsto era que la espera de un posible ataque a una media legua de distancia del punto en que desembarcaran los indios iba a constituir para él una prueba por encima de sus nervios. Si los araucanos se habían propuesto asaltar el fuerte, además de la ventaja del número tendrían el de la sorpresa. Pero, si en cambio, no habían prestado atención alguna a las huellas que delataban la presencia de un habitante y estaban por el momento absorbidos por sus juegos criminales, ¡qué descanso para el ¡ solitario! Era preciso que se mantuviera con el ánimo sereno. Seguido en todo momento por Tenn, que no se quejaba, empuñó uno de los mosquetes y deslizó la pistola en su cinto; luego se adentró en la espesura en dirección a la bahía. Pero se vio obligado a volver sobre sus pasos, porque había olvidado el catalejo y podía necesitarlo.
Esta vez eran tres piraguas con batanga las que estaban depositadas en la playa, como juguetes de niño. El círculo formado por los hombres en torno al fuego era más grande que la vez anterior y Robinsón, examinándoles con el catalejo, sacó la conclusión de que no se trataba del mismo grupo. El sacrificio ritual parecía haberse consumado ya, a juzgar por los pedazos de carne palpitantes hacia los que se dirigían dos guerreros. Pero entonces se produjo un incidente que perturbó por un momento la ceremonia ritual. La hechicera salió de pronto de la postración que la mantenía agachada y, tambaleándose en dirección a uno de los hombres, le designó con su descarnado brazo, con la boca babeando al vociferar una oleada de maldiciones que Robinsón no podía oír. ¿Era posible que las ceremonias araucanas incluyeran más de una víctima? Hubo una agitación entre el grupo de hombres. Al fin, uno de ellos se dirigió con un machete en la mano hacia el culpable designado al que sus dos vecinos habían levantado y derribado al suelo. El machete cayó y el taparrabos de cuero voló por los aires. Iba a caer sobre el cuerpo desnudo, cuando el desgraciado dio un salto y se lanzó corriendo hacia el bosque. En el catalejo de Robinsón parecía brincar siempre en el mismo lugar, perseguido por dos indios. En realidad, corría derecho hacia Robinsón con una rapidez extraordinaria. No era mucho más alto que los demás, pero si mucho más esbelto y como esculpido por la carrera. Parecía de piel más oscura, de tipo un poco negroide, sensiblemente distinto a sus congéneres -quizás era eso lo que había contribuido a que fuera designado como víctima.
Sin embargo, se aproximaba a cada segundo y la distancia que le separaba de sus dos perseguidores no cesaba de aumentar. Si Robinsón no hubiera tenido la certeza de que era absolutamente invisible desde la playa, habría podido creer que el fugitivo le había visto e iba a refugiarse a su vera. Era preciso tomar una decisión. En pocos instantes los tres indios se darían de narices con él y el descubrimiento de una víctima inesperada podría llevarles incluso a reconciliarse. Fue ése el momento que eligió Tenn para ladrar con furia, mirando hacia la playa. ¡Maldito animal! Robinsón se abalanzó sobre el perro y, rodeándole el cuello con el brazo, le cerró el hocico con su mano izquierda, mientras que con dificultad apuntaba con su mosquete con una sola mano. Si derribaba a uno de los perseguidores, corría el riesgo de azuzar a toda la tribu contra él. Por el contrario, si mataba al fugitivo, restablecería el orden del sacrificio ritual y quizá su intervención fuera interpretada como el acto sobrenatural de una divinidad ultrajada. Al tener que situarse en el campo de la víctima o en el de los verdugos -tanto uno como los otros le eran indiferentes-, la prudencia le recomendaba aliarse con los más fuertes. Apuntó al pecho del fugitivo, que no estaba a más de treinta pasos de él, y apretó el gatillo. En el momento en que disparaba, Tenn, incómodo por la presión que le imponía su amo, hizo un brusco esfuerzo para liberarse. El mosquete se desvió y el primero de los perseguidores dio un traspiés parabólico que concluyó en un montón de arena. El indio que le seguía se detuvo, se inclinó sobre el cuerpo de su compañero, volvió a levantarse, inspeccionó la cortina de árboles donde terminaba la playa y, por último, huyó a todo correr hacia el círculo de sus semejantes.
A algunos metros de allí, en un arbusto de helechos arbóreos, un hombre negro y desnudo, trastornado por el pánico, inclinaba su frente hasta el suelo y su mano tanteaba para colocar sobre su nuca el pie de un hombre blanco y barbudo, completamente armado, vestido con pieles de cabra, la cabeza cubierta con un gorro de piel y curtido por tres milenios de civilización occidental.
Robinsón y el araucano pasaron la noche tras las almenas del fuerte, con el oído pendiente de todos los ecos y suspiros del bosque tropical, tan sonoro -aunque de distinta forma- de noche como de día. Cada dos horas, Robinsón enviaba a Tenn a hacer un reconocimiento, con la advertencia de que ladrara si detectaba una presencia humana. Todas la veces regresó sin haber dado la alerta. El araucano, que protegía sus riñones con un viejo pantalón de marinero que Robinsón le había hecho enfundarse -menos para protegerle de la frescura de la noche que para mirar por su propio pudor-, estaba abatido, sin reaccionar, como aplastado a la vez por la horrible aventura y por la increíble ciudad a la que había sido transportado. Había dejado intacta la galleta de avena que le había dado Robinsón y se contentaba con masticar sin descanso habas silvestres que le hicieron preguntarse a Robinsón de dónde las habría sacado. Un poco antes de las primeras luces del alba, se durmió sobre un montón de hojas secas, curiosamente abrazado a Tenn, que se había amodorrado también. Robinsón conocía la costumbre de ciertos indios chilenos que utilizaban un animal doméstico como manta viviente para protegerse del frío de las noches tropicales, pero se sorprendió, a pesar de todo, por la tolerancia del perro -que era, por otra parte, de un carácter hosco-, que parecía adaptarse a aquel procedimiento.
Pero ¿esperarían tal vez los indios al día siguiente para atacar? Robinsón, armado con la pistola, los dos mosquetes y con todo lo que podía transportar de pólvora y balas, se deslizó fuera del recinto y llegó a la Bahía de la Salvación, dando un amplio rodeo por el oeste, a través de las dunas. La playa estaba desierta. Las tres piraguas y sus ocupantes habían desaparecido. Se habían llevado también el cadáver del indio que había sido derribado por el balazo en el pecho. Sólo quedaba allí el círculo negro del fuego ritual en donde los huesos apenas se distinguían ya de las cenizas calcinadas. Robinsón, dejando en la arena la sombrilla y sus municiones, tuvo la sensación de liberarse de golpe de toda la angustia acumulada durante aquella noche en blanco. Comenzó a reír con una risa inmensa, nerviosa, loca, inextinguible. Cuando se detuvo para retomar el aliento, se dio cuenta de que era la primera vez que reía desde el naufragio del Virginia . ¿Era el primer efecto causado en él por la presencia de un compañero? ¿Le había sido devuelta la facultad de reír, al mismo tiempo que se le había dado una compañía, por muy modesta que ésta fuera? La cuestión volvería a planteársela después, pero por el momento le aturdía una idea mucho más importante: ¡el Evasión ] Había evitado siempre volver a aquellos lugares del fracaso que había preludiado sus años de decadencia. Sin embargo, el Evasión debía esperar, fiel, con la proa vuelta hacia altamar, a que unos brazos suficientemente fuertes le lanzaran hacia las olas. ¡Quizás el indio sano y salvo iba a dar continuación a aquel proyecto encallado desde hacía tanto tiempo y su conocimiento del archipiélago podría resultar valiosísimo!
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