Michel Tournier - Gaspar, Melchor y Baltasar

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El episodio de los reyes Magos sólo mereció unas líneas por parte de uno de los cuatro Evangelios, pero ha impresionado vivamente la imaginación d ela humanidad desde hace dos mil años. Ésta es una de las pocas novelas que existen sobre este assunto legendario. Uno de los reyes se supone que llega de la India, del reino de Mangalore.

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Se sentó en un escabel para hablarme con más comodidad y desde más cerca.

– El miedo… Una hermosa mañana de Abril te paseas por el parque del castillo. Todo invita a la paz y a la felicidad. Te entregas, te abandonas a los olores, a los ramajes, al viento tibio. Y de pronto surge un animal feroz que va a arrojarse sobre ti. Hay que hacerle frente, prepararse para el combate, un combate para salvar la vida. Una gran emoción se adueña de ti. Durante unos segundos te parece que tus pensamientos se baten en retirada, no tienes fuerza para pedir socorro, los brazos y las piernas ya no obedecen tu voluntad. Eso es lo que se llama el miedo. Yo lo llamaría la simplificación. La situación exige de ti una metamorfosis radical. El paseante despreocupado ha de convertirse en un combatiente. Lo cual no se puede hacer sin una fase de transición que te licúe como hace la ninfa dentro del capullo. De esa licuefacción ha de salir un hombre dispuesto para la lucha. ¡Confiemos en que sea a tiempo!

Se levantó y dio unos pasos en silencio.

– Evidentemente, esta teoría de la fase de simplificación transitoria se ilustra mucho mejor a escala de las naciones. Un país que cambia de régimen político -o sencillamente de soberano- suele conocer un período de turbulencias en el que todos los órganos de la administración, de la justicia y del ejército parecen disolverse en la anarquía. Todo eso es necesario para que la nueva autoridad pueda ocupar su lugar,

»En cuanto a la metamorfosis que convierte a la oruga en mariposa, evidentemente es ejemplar. A menudo he estado tentado de ver en la mariposa una flor animal que -respondiendo al mimetismo que confunde al insecto con la hoja- brota de una planta llamada oruga. Metamorfosis ejemplar porque es un éxito clamoroso. ¿Puede imaginarse una transfiguración más sublime que la que empieza con la oruga gris y reptante, y concluye en la mariposa? Pero ese ejemplo no siempre se sigue, ni mucho menos. He citado las revoluciones populares. Pero, ¿cuántas veces un tirano es depuesto y ocupa su lugar un tirano más sanguinario aún? ¡Y los niños! ¿Acaso la pubertad, que hace de ellos hombres, es la metamorfosis de una mariposa en oruga?

Luego me hizo entrar en un pequeño gabinete donde reinaba un intenso olor balsámico. Allí era, me explicó, donde las mariposas que quería conservar eran sacrificadas y ensartadas, con las alas abiertas, para toda la eternidad. Apenas salían del capullo -todavía muy húmedas, arrugadas y temblorosas-, las introducía en una jaula con cristales herméticamente cerrada. Observaba su despertar a la vida y su expansión a la luz del sol, e incluso antes de que intentaran levantar el vuelo, las asfixiaba metiendo en la jaula el extremo encendido de un bastoncillo untado de mirra. Maalek apreciaba mucho esta resina que exuda un arbusto oriental, 3y que los antiguos egipcios utilizaban para embalsamar a sus muertos. Veía en ella la sustancia simbólica que permitía que la carne putrescible accediera a la perennidad del mármol, el cuerpo perecedero a la eternidad de la estatua… y sus frágiles mariposas a la densidad de las joyas. Me regaló un bloque que siempre he conservado, y que sopeso en mi mano izquierda mientras escribo estas líneas: observo esta masa rojiza, un poco aceitosa, surcada por estrías blancas, y que dejará en mi mano un tenaz olor de templo oscuro y de flor marchita.

Después me hizo entrar donde él vivía. De aquel lugar sólo recuerdo los millares de mariposas que cubrían las paredes, protegidas en cajas planas de cristal. Me las nombró todas en una letanía fantástica en la que aparecían esfinges, pavos reales, noctuelas, sátiros, y aún me parece estar viendo la Gran Nacarada, la Atalanta, la Quelonia, la Urania, la Heliconia, la Nunfale. Pero más que ninguna otra variedad me entusiasmó la de los Caballeros Abanderados, más que por sus «sables», especie de prolongaciones finas y curvadas de las alas inferiores, por un escudo visible en el peto que reproduce un dibujo a menudo geométrico, aunque a veces sea claramente figurativo, una calavera o la cabeza de un ser vivo, un retrato, mi retrato, me aseguró Maalek, al regalarme, embutido en un bloque de berilo rosa, un Caballero Abanderado Baltasar, como lo bautizó solemnemente.

Al día siguiente emprendí el viaje de regreso a Nippur, después de cambiar mi caza mariposas por el Abanderado Baltasar, que apretaba bajo mi manto junto con mi bloque de mirra, dos objetos que ahora, ya con una larga perspectiva de años, me parecen como los primeros jalones de mi destino. Porque aquel Caballero Baltasar -negro y formando aguas, con una trencilla de color malva- que llevaba esculpida y tatuada en su córneo peto una cabeza humana indiscutible, y, más discutiblemente, la mía, por eso mismo debía convertirse en la primera víctima, antes de otras muchas, del odio fanático de los sacerdotes de Nippur. En efecto, una vez de nuevo en el palacio, mostré a todo el mundo mi adquisición con una juvenil imprudencia, sin ver -o querer ver-que ciertas caras se ponían hoscas y hostiles, cuando yo explicaba que era mi retrato lo que exhibía en su cuerpo aquel hermoso caballero de terciopelo negro. La prohibición de toda imagen en general, y de retratos en particular, sigue siendo un artículo de fe entre los pueblos semitas, obsesionados por el horror -¿o habría que decir la tentación?- de la idolatría. Al tratarse de un miembro de la familia reinante, un busto, un retrato, una efigie, suscita además la sospecha de un intento de autodivinización según el modelo romano, lo cual, a los ojos de nuestro clero, equivale a la abominación de la desolación.

Algún tiempo después me ausente durante tres días para una expedición de caza. A mi vuelta encontré mi bloque de berilo y su precioso contenido pulverizados sobre las baldosas de mi terraza, sin duda aplastados por una piedra, o, más probablemente, por efecto de un mazazo. No conseguí sacar nada de los criados, que inevitablemente habían tenido que ser testigos de esa «ejecución». Acababa de chocar con los límites del poder real. Era la primera vez, y no sería la última.

Por otra parte, el enemigo no carecía de nombre ni de rostro. El gran sacerdote, un afable anciano de quien sospecho que era secretamente escéptico, por su iniciativa no se hubiera ensañado con mi colecciones. Pero a su lado había un joven levita, el vicario Cheddad, imbuido de tradición, puro entre los puros, ardiente defensor del dogma iconófobo. Primero por debilidad y timidez, más tarde por cálculo, siempre quise evitar chocar frontalmente con él, pero en seguida comprendí que era el enemigo irreductible de lo que para mí era lo más valioso del mundo, la verdad es que mi verdadera razón de ser, el dibujo, la pintura y la escultura, y, lo que quizá sea aún más grave, nunca le perdoné la destrucción de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar que llevaba hasta el cielo mi propio retrato grabado en su coselete. ¡Ay del que hiere a un niño en lo que más quiere! ¡Que no espere que su crimen sea juzgado como infantil por el hecho de que su víctima es un niño!

De acuerdo con una antiquísima tradición familiar que sin duda se remonta a la edad de oro helenística, mi padre me envió a Grecia. Aun antes de llegar, yo estaba tan deslumbrado por Atenas, la meta de mi viaje, que me quedé como ciego durante las etapas que se sucedieron a través de la Caldea, la Mesopotamia, la Fenicia, y en las escalas que hicimos en Atalia y en Rodas, antes de desembarcar en el Pirco. De las maravillas y las novedades que se ofrecieron a mi vista -tras la primera vez que cruzaba el mar- apenas queda nada en mi memoria, hasta tal punto es cierto que la juventud se caracteriza más por el ardor de sus pasiones que por la apertura de su mente.

¡Pero qué importa! Al pisar tierra griega, poco faltó para que me arrodillase y la besara. Fui completamente ciego a la ruina de esa nación caída de su opulencia a la servidumbre y a los desgarramientos. Los templos devastados, los pedestales sin estatuas, los campos baldíos, ciudades como Tebas y Argos que volvían a ser aldeas miserables, nada de todo eso existió para mis maravillados ojos. El hecho es que toda la vida, que se había retirado de las poblaciones y de los campos, había refluido en las dos únicas ciudades de Atenas y Corinto. Para mí, la muchedumbre sagrada de las estatuas de la Acrópolis hubiera bastado para poblar aquel país. Los Propileos, el Partenón, el Erecteion, los Erréforos, tanta gracia unida a tanta grandeza, tanta vida sensual unida a tanta nobleza, me sumieron en una especie de estupor feliz, del que aún no he salido. Descubrí lo que esperaba ver desde siempre, y mi espera quedó magníficamente colmada.

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