Michel Tournier - Gaspar, Melchor y Baltasar

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Gaspar, Melchor y Baltasar: краткое содержание, описание и аннотация

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El episodio de los reyes Magos sólo mereció unas líneas por parte de uno de los cuatro Evangelios, pero ha impresionado vivamente la imaginación d ela humanidad desde hace dos mil años. Ésta es una de las pocas novelas que existen sobre este assunto legendario. Uno de los reyes se supone que llega de la India, del reino de Mangalore.

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Al día siguiente debíamos volver a encontrarnos en la gruta de Macpela, que guarda las tumbas de Adán, de Eva, de Abraham, de Sara, de Isaac, de Rebeca, de Lía y de Jacob, es decir, un verdadero mausoleo de familia bíblica, en el que, para estar completo, sólo faltan las cenizas del propio Yahvé. Si hablo a la ligera y de forma irreverente de esas cosas, que sin embargo son venerables, sin duda es porque las siento muy lejos de mí. Las leyendas viven de nuestra sustancia. Sólo deben su verdad a la complicidad de nuestros corazones. Y cuando no reconocemos en ellas nuestra propia historia sólo son ramas muertas y paja seca.

No pensaba así el rey Baltasar, que parecía muy conmovido adentrándose en mi compañía por el dédalo de subterráneos que desciende hasta las tumbas de los patriarcas. En la oscuridad, que las antorchas llenaban de humaredas y de danzantes fulgores, las tumbas, apenas visibles, se reducían a unos vagos túmulos. Mi compañero hizo que le señalaran la de Adán, y se inclinó largamente sobre ella, como si buscase algo, un secreto, un mensaje, al menos un indicio, ¡yo qué sé! A la vuelta, su rostro delataba, a través de su impasible hermosura, una evidente decepción. Contempló con indiferencia el soberbio terebinto cuyo tronco no llegan a rodear diez hombres que se dan la mano, y que dicen que se remonta a la época del Paraíso Terrenal. Sólo tuvo una mirada de desdén para el descampado sembrado de espinos donde, según dicen, Caín mató a su hermano Abel. En cambio, su curiosidad se reavivó ante el cercado que limitaban unos setos de espinos albares, con la tierra recién removida, en el que se supone que Yahvé modeló a Adán antes de transportarle al Paraíso Terrenal. Cogió con la mano, y dejó pensativamente que huyera de entre sus dedos, un poco de esa tierra primordial con la que se esculpió la estatua humana, y en la que Dios insufló la vida. Luego se enderezó y dijo, tal vez para mí, pero más aún como si hablase consigo mismo, unas palabras que a pesar de su oscuridad recuerdo muy bien.

– Nunca meditaremos demasiado los primeros renglones del Génesis -dijo-. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. ¿Por qué estas dos palabras? ¿Qué diferencia hay entre la imagen y la semejanza? Sin duda la semejanza comprende todo el ser -cuerpo y alma-, mientras que la imagen sólo es una máscara superficial y tal vez engañosa. Durante todo el tiempo que el hombre siguió tal como Dios lo hizo, su alma divina transverberó su máscara de carne, de tal forma que era puro y simple como un lingote de oro. Entonces la imagen y la semejanza proclamaban a la vez una sola y única declaración de su origen. Hubiera podido prescindirse de dos palabras diferentes. Pero cuando el hombre desobediente pecó, cuando intentó por medio de mentiras escapar a la severidad de Dios, desapareció la semejanza que tenía con su creador, sólo quedó su rostro, una imagen engañosa, recordando como a pesar suyo un origen lejano, renegado, escarnecido, pero no borrado. Se comprende así la maldición que pesa sobre la figuración del hombre por la pintura y la escultura: estas artes se hacen cómplices de una impostura celebrando y difundiendo una imagen sin semejanza. Movido por un celo fanático, el clero persigue las artes figurativas, y destruye las obras, hasta las más sublimes, del genio humano. Cuando le interrogan responde que así será mientras la imagen envuelva una desemejanza profunda y secreta. Tal vez algún día el hombre caído sea redimido y regenerado por un héroe o un salvador. Entonces su restaurada semejanza justificará su imagen, y los artistas pintores, escultores y dibujantes podrán ejercer su arte, que habrá recobrado su dimensión sagrada…

Mientras seguía el curso de esta meditación, yo bajé los ojos hacia la tierra recién removida, y como las palabras de imagen y semejanza resonaban insistentemente en mis oídos, busqué en aquella gleba la huella de un hombre, la de Baltasar, la de Biltina, la mía tal vez. Enmudeció y guardó un recogido silencio. Entonces recogí un puñado de tierra, y tendiendo al rey mi mano abierta le dije:

– Te ruego que te pronuncies, señor Baltasar: esta tierra con la que se modeló a Adán, según tú ¿es blanca?

– ¿Blanca? ¡Claro que no! -exclamó con una franqueza que me hizo sonreír-. Si quieres que te dé mi impresión, más bien me parece negra. Aunque fijándose bien tiene un matiz pardo-rojizo, y eso me recuerda que Adán significa en hebreo tierra ocre.

Había dicho más de lo que yo necesitaba para sentirme satisfecho. Acerqué el puñado de tierra a mi propia cara.

– Negra, parda, roja, ocre, dices. Pues bien, ¡mira y compara! ¿Es que acaso el rostro de Adán no tuvo que ser según la imagen -no hablemos de la semejanza, porque sólo estamos hablando del color- de la cara de tu primo, el rey de Meroe?

– ¿Adán negro? ¿Por qué no? No lo había pensado, pero nada impide suponer tal cosa. ¡Pero cuidado! Eva fue formada a partir de la carne de Adán. ¡O sea que a un Adán negro corresponde una Eva negra! ¡Qué curioso! Nuestra mitología, con sus imágenes inmemoriales, se resiste a las agresiones de nuestra imaginación y de nuestra razón. Acepto lo de Adán, pero a Eva sólo me la puedo imaginar blanca.

¡Pero aun yo! No solo blanca, sino rubia, con la nariz impertinente y la boca infantil de Biltina… Y Baltasar, mientras me arrastraba hasta nuestra gran caravana común en la que se mezclaban caballos y camellos, formuló una pregunta que para él no era más que una divertida paradoja, pero que para mí tenía un alcance incalculable:

– ¿Quién sabe -dijo- si el sentido de nuestro viaje no es una exaltación de la negritud?

Baltasar, rey de Nippur

Nada podría alegrarme más que el hecho de haber coincidido en Hebrón con la caravana del rey Gaspar de Meroe. Lamento no haber explorado mejor el África negra y sus civilizaciones, que deben de ocultar inmensas riquezas. ¿Se debió a mi ignorancia, a falta de tiempo, a mi interés demasiado exclusivo por Grecia? Dudo que Riera solamente eso. El hombre negro me repugnaba, porque lo cierto era que me formulaba una pregunta a la cual yo era incapaz de responder, a la que tampoco quería esforzarme por responder. Porque había que recorrer un largo trecho antes no encontrarse a mi hermano africano. Este camino tuve que andarlo sin darme cuenta, envejeciendo y reflexionando, y empezó por llevarme al borde de aquel campo vallado y cultivado que había en el Hebrón, y donde la leyenda supone que Yahvé modeló al primer hombre… y donde me esperaba Gaspar, rey de Meroe. El mito de Adán, autorretrato del Creador, siempre me ha preocupado, pues hace ya tiempo que pienso que contiene verdades importantes en las que nadie ha reparado aún. En presencia de Gaspar, me permití divagar en voz alta oponiendo esas dos palabras, imagen y semejanza -en las que hasta ahora todo el mundo ha visto una redundancia retórica-, como una palanca sobre un punto de apoyo para fracturar esa historia demasiado conocida, y arrancarle su secreto. Fue entonces cuando mi buen negro me hizo observar hasta qué punto el color de la tierra de Hebrón se parecía al de su propio rostro, de tal manera que todo llevaba a creer que Adán fue hermano de color de nuestros amigos africanos. En seguida probé esa nueva llave -un Adán negro- con los problemas de la imagen y del retrato, que son mis problemas de siempre. El resultado fue sorprendente, prometedor.

Porque es evidente que el negro posee más afinidades que el blanco con la imagen. Basta ver cómo lleva mejor que el blanco adornos, ropas de colores vivos, y sobre todo joyas, piedras y metales preciosos. El negro es más naturalmente ídolo que el blanco, ídolo, es decir, imagen.

Tuve ocasión de observar cómo se manifestaba esta vocación en los compañeros del rey Gaspar, que ofrecían una hermosa exhibición de gemas y de alhajas, y, mejor aún, de esas gemas y alhajas encarnadas que son los tatuajes y las escarificaciones. Hablé de eso con Gaspar, quien me sorprendió trasladando inmediatamente el asunto al dominio moral con una simple frase:

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