Tan fuerte que se pasaba horas en profunda contemplación. Tenía un don especial para la música; decían que bailaba muy bien, pero como la iglesia no es un lugar apropiado para eso, solía traer su guitarra todas las mañanas, y quedarse un rato cantándole a la Virgen, antes de ir a la universidad.
Todavía me acuerdo de cuando la oí por primera vez. Ya había celebrado la misa matinal para los pocos feligreses dispuestos a despertarse temprano en invierno, cuando recordé que me había olvidado de recoger el dinero depositado en la caja de limosnas. Volví, y oí una música que me hizo verlo todo de manera diferente, como si el ambiente hubiese sido tocado por la mano de un ángel. En un rincón, en una especie de trance, una joven de aproximadamente veinte años de edad, tocaba con su guitarra algunos himnos de alabanza, con los ojos fijos en la imagen de la Inmaculada Concepción.
Me acerqué a la caja de limosnas. Ella notó mi presencia e interrumpió lo que hacía, pero yo asentí con la cabeza, animándola a seguir. Después me senté en un banco, cerré los ojos y me quedé escuchando.
En ese momento, la sensación del Paraíso, «la posesión creativa por lo sagrado», pareció descender de los cielos. Como si entendiese lo que estaba pasando en mi corazón, ella empezó a combinar el canto con el silencio. En los momentos en los que ella paraba de tocar, yo rezaba una oración. Luego, volvía a sonar la música.
Fui consciente de que estaba viviendo un momento inolvidable de mi vida; esos momentos que no entendemos hasta que se han ido. Estaba allí íntegramente, sin pasado, sin futuro, sólo viviendo aquella mañana, aquella música, aquella dulzura, la oración inesperada. Entré en una especie de adoración, de éxtasis, de gratitud por estar en este mundo, contento por haber seguido mi vocación a pesar de los enfrentamientos con mi familia. En la simplicidad de aquella pequeña capilla, en la voz de la chica, en la luz de la mañana que todo lo inundaba, entendí una vez más que la grandeza de Dios se muestra a través de las cosas más simples.
Después de muchas lágrimas y de lo que me pareció una eternidad, ella paró. Me giré, descubrí que era una de mis feligresas. Desde entonces nos hicimos amigos, y siempre que podíamos participábamos de esta adoración a través de la música.
Pero la idea del matrimonio me sorprendió muchísimo. Como nos tratábamos con confianza, quise saber cómo esperaba que la recibiese la familia de su marido.
– Mal. Muy mal.
Con mucha delicadeza, le pregunté si se veía forzada a casarse por alguna razón.
– Soy virgen. No estoy embarazada.
Quise saber si ya se lo había comunicado a su propia familia y me dijo que sí: la reacción fue terrible, acompañada por las lágrimas de su madre y por las amenazas de su padre.
– Cuando vengo aquí a alabar a la Virgen con mi música, no pienso en lo que van a decir los demás; simplemente comparto con ella mis sentimientos. Y desde que tengo uso de razón, siempre ha sido así; soy un vaso en el que la Energía Divina puede manifestarse. Y esta energía ahora me pide que tenga un hijo, para poder darle aquello que mi madre biológica jamás me dio: protección y seguridad.
«Nadie está seguro en esta tierra», respondí. Todavía tenía un largo futuro por delante, había mucho tiempo para que el milagro de la creación se manifestase. Pero Athena estaba decidida:
– Santa Teresa no se rebeló contra la enfermedad que tuvo; todo lo contrario, vio en ello un signo de Gloria. Santa Teresa era mucho más joven que yo, tenía quince años, cuando decidió entrar en un convento. Se lo prohibieron y no lo aceptó, decidió ir a hablar directamente con el Papa. ¿Se imagina lo que es eso? ¡Hablar con el Papa! Y logró su objetivo.
«Esta misma Gloria, que me está pidiendo algo mucho más fácil y mucho más generoso que una enfermedad: que sea madre. Si espero mucho, no podré ser compañera de mi hijo, la diferencia de edad será grande, y ya no tendremos los mismos intereses en común.
No sería la única, insistí.
Pero Athena siguió, como si no me escuchase:
– Sólo soy feliz cuando pienso que Dios existe y me escucha; eso no basta para seguir viviendo, y nada parece tener sentido. Intento mostrar una alegría que no siento, escondo mi tristeza para que no se inquieten los que tanto me aman y se preocupan por mí. Pero recientemente he considerado la posibilidad del suicidio. Por la noche, antes de dormir, tengo largas conversaciones conmigo misma, y pido que se me vaya esta idea de la cabeza: sería una ingratitud hacia todos, una fuga, una manera de expandir tragedia y miseria por la tierra. Por la mañana vengo aquí a hablar con la santa, a pedirle que me libere de los demonios con los que hablo por la noche. Me ha dado resultado hasta ahora, pero empiezo a flaquear. Sé que tengo una misión que he rechazado durante mucho tiempo, y ahora debo aceptarla.
«Esa misión es ser madre. Tengo que cumplirla, o me voy a volver loca. Si no puedo ver la vida creciendo dentro de mí, no podré volver a aceptar la vida que está fuera.
Lukás Jessen-Petersen, ex marido
Cuando Viorel nació yo acababa de cumplir veintidós años. Ya no era el estudiante que acababa de casarse con una ex compañera de facultad, sino un hombre responsable del sustento de su familia, con un enorme peso sobre mis hombros.
Mis padres, por supuesto, que ni siquiera asistieron a la boda, condicionaron cualquier ayuda económica a la separación y a la custodia del niño (mejor dicho, fue mi padre el que lo comentó, porque mi madre solía llamarme llorando, diciéndome que yo estaba loco, pero que le gustaría muchísimo coger a su nieto en brazos). Yo esperaba que a medida que entendiesen mi amor por Athena y mi decisión de seguir con ella, esa resistencia desaparecería.
Pero no desaparecía. Y ahora tenía que alimentar a mi mujer y a mi hijo. Cancelé la matrícula en la Facultad de Ingeniería. Recibí una llamada de mi padre, con amenazas y cariño: decía que, si seguía así, iba a acabar desheredándome, pero que si volvía a la universidad, consideraría ayudarme «provisionalmente», según sus palabras. Yo lo rechacé; el romanticismo de la juventud exige que tengamos siempre posiciones radicales. Le dije que podía resolver mis problemas yo solito. Hasta el día en que Viorel nació, Athena empezaba a dejarse a que yo la entendiese mejor. Sin embargo, eso no había ocurrido a través de nuestra relación sexual -muy tímida, debo confesar-, sino a través de la música.
La música es tan antigua como los seres humanos, me explicaron después. Nuestros ancestros, que viajaban de caverna en caverna, no podían llevar muchas cosas, pero la arqueología moderna demuestra que, además de lo poco que necesitaban para comer, en su equipaje siempre había un instrumento musical, generalmente un tambor. La música no es simplemente algo que nos agrada, o que nos distrae, sino que además de eso, es una ideología. Se conoce a la gente por el tipo de música que escucha.
Viendo a Athena bailar mientras estaba embarazada, oyéndola tocar su guitarra para que el bebé se tranquilizase y entendiese que era amado, empecé a dejar que su manera de ver el mundo también contagiase mi vida. Cuando Viorel nació, lo primero que hicimos al llegar a casa fue escuchar un adagio de Albinoni. Cuando discutíamos, era la fuerza de la música -aunque no logre establecer una relación lógica entre una cosa y la otra, excepto pensar en los hippies- la que nos ayudaba a afrontar los momentos difíciles.
Pero todo ese romanticismo no nos ayudaba a ganar dinero. Como yo no tocaba ningún instrumento, y ni siquiera podía ofrecerme para distraer a los clientes en un bar, sólo pude conseguir un trabajo de aprendiz en un estudio de arquitectura, haciendo cálculos estructurales. Pagaban muy poco la hora, así que salía de casa temprano y volvía tarde. Casi no podía ver a mi hijo -que estaba siempre durmiendo-, y casi no podía ni hablar ni hacer el amor con mi mujer, que estaba exhausta. Todas las noches, yo me preguntaba: ¿Cuándo mejorará nuestra situación económica y tendremos la dignidad que merecemos? Aunque esté de acuerdo con Athena cuando habla de la inutilidad de un título en la mayoría de los casos, en ingeniería (y derecho, y medicina, por ejemplo) es fundamental tener una serie de conocimientos técnicos, o estaríamos poniendo en peligro la vida de los demás. Pero yo me había visto obligado a interrumpir la búsqueda de una profesión que había escogido, un sueño que era muy importante para mí.
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