Paulo Coelho - La Bruja de Portobello

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Esta es la historia de Athena, una joven de origen gitano que desde pequeña descubrió que era especial, muy inquieta y deseosa de aprender y conocer, en permanente búsqueda, lo que se traduce en una serie de encuentros con diversos "maestros" que le entregan distintas herramientas (el baile, la caligrafía y otras de igual naturaleza) que la llevan a estadios de conciencia elevados y a integrarse con la Madre, Sherine (como así la bautizaron sus padres) cada vez más toma conciencia de "sus poderes", lo que sin embargo, lejos de traerle paz y tranquilidad, le empiezan a complicar la vida, obligandola a elegir un camino.
El libro es una serie de testimonios de varias personas que tuvieron contacto con Athena, lo que les dejó y cómo les cambió la vida nos permite a nosotros, hacernos una imagen de esta moderna bruja.

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Un mes después cogimos un avión; nuestro amigo tenía negocios importantes con el dictador que gobernaba el país en esa época, y del que no recuerdo el nombre (N. R.: Nicolai Ceausescu) , de modo que pudimos evitar todos los trámites burocráticos y fuimos a dar a un centro de adopción de Sibiu, en Transilvania. Allí, ya nos estaban esperando con café, cigarrillos, agua mineral, y todo el papeleo preparado, sólo teníamos que escoger al niño.

Nos condujeron a una estancia en la que hacía mucho frío, y me pregunté cómo podían tener a aquellas pobres criaturas en aquella situación. Mi primer instinto fue adoptarlas a todas, llevarlas a nuestro país, en el que había sol y libertad, pero por supuesto era una idea descabellada. Paseamos entre las cunas, oyendo llantos, aterrorizados por la decisión que teníamos que tomar.

Durante más de una hora, ni yo ni mi marido intercambiamos palabra alguna. Salimos, tomamos café, fumamos, volvimos, y esto se repitió varias veces. Noté que la mujer encargada de la adopción empezaba a impacientarse, tenía que decidirme pronto; en ese momento, siguiendo un instinto que me atrevería a llamar maternal, como si hubiese encontrado a un hijo que tenía que ser mío en esta encarnación pero que había llegado a este mundo a través de otro vientre, señalé a una niña.

La encargada sugirió que lo pensásemos mejor. ¡Ella, que parecía tan impaciente con nuestra demora! Pero yo ya me había decidido.

Aun así, con todo el cuidado, intentando no herir mis sentimientos (ella pensaba que teníamos contactos con las más altas esferas del gobierno rumano), me susurró de manera que mi marido no oyese:

– Sé que no saldrá bien. Es la hija de una gitana.

Le respondí que una cultura no se puede transmitir a través de los genes; la niña, que no tenía más que tres meses, sería mi hija y la de mi marido, educada según nuestras costumbres. Conocería la iglesia que frecuentábamos, las playas a las que íbamos a pasear, leería sus libros en francés, estudiaría en la Escuela Americana de Beirut. Por lo demás, no tenía ninguna información -y sigo sin tenerla- sobre la cultura gitana. Sólo sé que viajan, que no siempre se duchan, que engañan a los demás y que llevan un pendiente en la oreja. Cuenta la leyenda que acostumbran a raptar niños para llevarlos en sus caravanas, pero allí estaba sucediendo exactamente lo contrario: habían dejado atrás a una niña, para que yo me encargase de ella.

La mujer todavía intentó disuadirme, pero yo ya estaba firmando los papeles, y pidiéndole a mi marido que hiciese lo mismo. De regreso a Beirut, el mundo parecía diferente: Dios me había dado una razón para existir, para trabajar, para luchar en este valle de lágrimas. Ahora teníamos una niña para justificar todos nuestros esfuerzos.

Sherine creció en sabiduría y belleza (creo que todos los padres dicen lo mismo, pero pienso que era una niña realmente excepcional). Una tarde, cuando ella ya tenía cinco años, uno de mis hermanos me dijo que, si ella quería trabajar fuera, su nombre siempre delataría su origen, y sugirió que lo cambiásemos por uno que no dijese absolutamente nada, como Athena. Claro que hoy sé que Athena no es solamente un nombre parecido a la capital de un país, sino también la diosa de la sabiduría, de la inteligencia y de la guerra.

Y posiblemente mi hermano no sólo supiese esto, sino que era consciente de los problemas que un nombre árabe podría causarle en el futuro (estaba metido en política, como toda nuestra familia, y quería proteger a su sobrina de las nubes negras que él, sólo él, podía divisar en el horizonte). Lo más sorprendente es que a Sherine le gustó el sonido de la palabra. En una sola tarde empezó a referirse a sí misma como Athena, y ya nadie pudo quitárselo de la cabeza. Para contentarla, adoptamos también ese sobrenombre, pensando que pronto se olvidaría del tema.

¿Podrá un nombre afectar a la vida de una persona? Porque el tiempo pasó, el sobrenombre resistió, y acabamos adaptándonos a él.

A los doce años, descubrimos que tenía una cierta vocación religiosa: vivía en la iglesia, se sabía los evangelios de memoria, lo cual era al mismo tiempo una bendición y una maldición. En un mundo que empezaba a estar cada vez más dividido por las creencias religiosas, yo temía por la seguridad de mi hija. A esas alturas, Sherine ya empezaba a decirnos, como si fuese lo más normal del mundo, que tenía una serie de amigos invisibles, ángeles y santos cuyas imágenes solía ver en la iglesia que frecuentábamos. Está claro que todos los niños del mundo tienen visiones, aunque es raro que se acuerden una vez pasada una determinada edad. También suelen darles vida a las cosas inanimadas, como las muñecas o los osos de peluche. Pero empecé a creer que estaba exagerando cuando un día fui a buscarla al colegio y me dijo que había visto a «una mujer vestida de blanco, parecida a la Virgen María».

Creo en los ángeles, claro. Creo incluso que los ángeles hablan con los niños pequeños, pero cuando las apariciones son de gente adulta, las cosas cambian. Conozco algunas historias de pastores y de gente del campo que afirman haber visto a una mujer de blanco, lo que ha acabado destruyendo sus vidas, ya que la gente los busca para hacer milagros, los curas se preocupan, las aldeas se convierten en centros de peregrinación, y los pobres niños acaban su vida en un convento. Así que me quedé muy preocupada con esta historia; a su edad debería haber estado más interesada por los estuches de maquillaje, por pintarse las uñas, ver telenovelas románticas o programas infantiles en la tele. Algo iba mal con mi hija y fui a ver a un especialista.

– Relájese -dijo.

Para el pediatra especializado en psicología infantil, como para la mayoría de los médicos que tratan estos temas, los amigos invisibles son una especie de proyección de los sueños, que ayudan al niño a descubrir sus deseos, expresar sus sentimientos, encontrarse consigo mismos, de una manera inofensiva.

– ¿Pero una mujer de blanco?

Me respondió que tal vez, Sherine no comprendía nuestra manera de ver o de explicar el mundo. Sugirió que, poco a poco, empezásemos a preparar el terreno para decirle que había sido adoptada. En el lenguaje del especialista, lo peor que podía ocurrir es que se enterase por sí misma, pues empezaría a dudar de todo el mundo. Su comportamiento podría volverse imprevisible.

A partir de ese momento, cambiamos nuestra manera de dialogar con ella. No sé si el ser humano puede recordar cosas que le ocurrieron cuando todavía era bebé, pero intentamos demostrarle cuánto la queríamos, y que ya no tenía que refugiarse en un mundo imaginario. Tenía que entender que su universo visible era lo más hermoso, que sus padres la iban a proteger de cualquier peligro, Beirut era bonita, las playas siempre estaban llenas de sol y de gente. Sin enfrentarme directamente con esa «mujer», empecé a pasar más tiempo con mi hija, invité a sus amigos del colegio a que frecuentasen la casa, no perdía ni una sola oportunidad para demostrarle todo nuestro cariño.

La estrategia dio resultado. Mi marido viajaba mucho, Sherine lo echaba de menos, y en nombre del amor decidió cambiar su estilo de vida. Las conversaciones solitarias empezaron a ser sustituidas por juegos entre padre, madre e hija.

Todo iba bien hasta que una noche ella vino llorando a mi habitación, diciendo que tenía miedo, que el infierno estaba cerca. Yo estaba sola en casa; mi marido, una vez más, había tenido que ausentarse, y pensé que ésa era la razón de su desesperación. ¿Pero infierno? ¿Qué le estaban enseñando en el cole o en la iglesia? Decidí que al día siguiente iría a hablar con la profesora. Sherine, sin embargo, no dejaba de llorar. La llevé hasta la ventana, le enseñé el Mediterráneo, allá fuera, iluminado por la luna llena. Le dije que no había demonios, sino estrellas en el cielo y gente caminando por el bulevar de delante de nuestro apartamento. Le expliqué que no debía tener miedo, que estuviese tranquila, pero ella seguía llorando y temblando. Después de casi media hora intentando calmarla, empecé a ponerme nerviosa. Le pedí que dejase de comportarse de aquella manera, que ya no era una niña. Imaginé que tal vez hubiese tenido su primera menstruación; discretamente, le pregunté si sangraba.

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