Y esos culpables, que no dicen sus nombres, ¿serán conscientes de sus gestos? Creo que no, porque ellos también son víctimas de la realidad que han creado, aunque sean depresivos, arrogantes, impotentes y poderosos.
No entienden y no entenderían nunca el mundo de Athena. Menos mal que lo digo de esta manera: el mundo de Athena. Por fin voy aceptando que ella estaba aquí de paso, como un favor, como alguien que está en un bonito palacio, comiendo lo mejor, consciente de que no es más que una fiesta, de que el palacio no es suyo, de que la comida no se compró con su dinero, y de que, en un momento dado, las luces se apagan, los dueños se van a dormir, los empleados vuelven a sus habitaciones, la puerta se cierra, y estamos otra vez en la calle, esperando un taxi o un autobús, de vuelta a la mediocridad del día a día.
Estoy volviendo. Mejor dicho: una parte de mí está volviendo a este mundo en el que sólo tiene sentido lo que vemos, tocamos y podemos explicar. Quiero otra vez las multas por exceso de velocidad, la gente discutiendo en la caja del banco, las eternas quejas por el tiempo, las películas de terror y las carreras de Fórmula 1. Ése es el universo en el que tendré que convivir el resto de mis días; me voy a casar, voy a tener hijos, y el pasado será un recuerdo lejano, que al final me hará preguntarme durante el día: ¿cómo pude estar tan ciego, cómo pude ser tan ingenuo?
También sé que, durante la noche, una parte de mí vagará en el espacio, en contacto con cosas que son tan reales como la cajetilla de tabaco o el vaso de ginebra que tengo frente a mí. Mi alma bailará con el alma de Athena, estaré con ella mientras duermo, me despertaré sudando, iré a la cocina a beber un vaso de agua, entenderé que para combatir los fantasmas hay que usar cosas que no formen parte de la realidad. Entonces, siguiendo los consejos de mi abuela, pondré una tijera abierta en la mesilla de noche para cortar la continuación del sueño.
Al día siguiente veré la tijera con cierto remordimiento. Pero tengo que adaptarme de nuevo a este mundo, o acabaré volviéndome loco.
Andrea McCain, treinta y dos años, actriz de teatro
«Nadie puede manipular a nadie. En una relación, ambos saben lo que hacen, aunque uno de ellos vaya después a quejarse de que ha sido utilizado.»
Eso es lo que decía Athena, pero se comportaba de manera contraria, porque fui utilizada y manipulada, y no tuvo consideración alguna por mis sentimientos. La cosa es todavía más seria cuando hablamos de magia; después de todo, era mi maestra, encargada de transmitir los misterios sagrados, despertar la fuerza desconocida que todos nosotros poseemos. Cuando nos aventuramos en este mar desconocido, confiamos ciegamente en aquellos que nos guían, creyendo que saben más que nosotros.
Pues puedo asegurar que no. Ni Athena, ni Edda, ni la gente que conocí a través de ellas. Ella me decía que aprendía a medida que enseñaba, y aunque yo al principio me resistía a creerlo, más tarde me convencí de que quizá pudiera ser verdad. Acabé descubriendo que era otra de sus muchas maneras de hacer que bajásemos la guardia y nos entregásemos a su encanto.
La gente que está en la búsqueda espiritual no piensa: quiere resultados. Quiere sentirse poderosa, lejos de las masas anónimas. Quieren ser especiales. Athena jugaba con estos sentimientos ajenos de manera aterradora.
Me parece que, en el pasado, sintió una profunda admiración por santa Teresa de Lisieux. La religión católica no me interesa, pero por lo que he oído, Teresa tenía una especie de comunión mística y física con Dios. Athena mencionó una vez que le gustaría que su destino se pareciese al de ella: en ese caso, debería haber entrado en un convento y dedicar su vida a la contemplación y al servicio de los pobres. Sería mucho más útil al mundo, y mucho menos peligroso que inducir a la gente, a través de música y rituales, a una especie de intoxicación que puede llevar a entrar en contacto con lo mejor, pero también con lo peor de nosotros mismos.
Yo la seguí en busca de una respuesta al sentido de mi vida, aunque lo disimulase en nuestro primer encuentro. Debería haberme dado cuenta desde el principio de que a Athena eso no le interesaba mucho; quería vivir, bailar, hacer el amor, viajar, reunir gente a su alrededor para demostrar lo sabia que era, exhibir sus dones, provocar a los vecinos, aprovecharse de todo lo que tenemos de más profano, aunque intentase darle un barniz espiritual a su búsqueda.
Cada vez que nos veíamos, para ceremonias mágicas o para ir a un bar, yo sentía su poder; casi era capaz de tocarlo, dada la fuerza con la que se manifestaba. Al principio me quedé fascinada, quería ser como ella. Pero un día, en un bar, ella empezó a hablar sobre el «Tercer Rito», relacionado con la sexualidad. Lo hizo delante de mi novio. Su pretexto era enseñarme. Su objetivo, según mi opinión, era seducir al hombre que yo amaba.
Y claro, acabó consiguiéndolo.
No es bueno hablar de la gente que ha pasado de esta vida al plano astral. Athena no tendrá que rendirme cuentas a mí, sino a todas aquellas fuerzas que sólo utilizó en beneficio propio, en vez de canalizarlas hacia el bien de la humanidad y su propia superación espiritual.
Y lo que es peor: todo lo que empezamos juntas podría haber resultado bien, si no hubiese sido por su exhibicionismo compulsivo. Si se hubiera comportado de una manera más discreta, hoy estaríamos cumpliendo juntas esa misión que nos fue confiada. Pero no podía controlarse: se creía dueña de la verdad, capaz de sobrepasar todas las barreras utilizando solamente su poder de seducción.
¿Cuál fue el resultado? Que me quedé sola. Y no puedo abandonar el trabajo a la mitad, tengo que llegar hasta el final, aunque a veces me sienta débil, y casi siempre desanimada.
No me sorprende que su vida terminara de esa manera: vivía flirteando con el peligro. Dicen que las personas extravertidas son más infelices que las introvertidas, y necesitan compensarlo demostrándose a sí mismas que están contentas, alegres, a bien con la vida; al menos, en su caso, este comentario es absolutamente correcto.
Athena era consciente de su carisma, e hizo sufrir a todos los que la amaron.
Incluso a mí.
Deidre O’Neill, treinta y siete años, médica, conocida como Edda
Si un hombre que no conocemos de nada nos llama hoy por teléfono, charlamos un poco, no insinúa nada, no dice nada especial, pero aun así nos presta una atención que normalmente no recibimos, somos capaces de acostarnos con él esa misma noche relativamente enamoradas. Somos así, y no hay nada de malo en ello; es propio de la naturaleza femenina abrirse al amor con gran facilidad.
Fue ese amor el que me llevó a encontrarme con la Madre cuando tenía diecinueve años. Athena también tenía esa edad cuando entró por primera vez en trance a través del baile. Pero eso era lo único que teníamos en común: la edad de nuestra iniciación.
En todo lo demás éramos total y profundamente distintas, principalmente en nuestra manera de lidiar con los demás. Como su maestra, siempre di lo mejor de mí, para que pudiera organizar su búsqueda interna. Como amiga -aunque no tenga la seguridad de que ese sentimiento fuera correspondido-, intenté alertarla del hecho de que el mundo todavía no estaba preparado para las transformaciones que ella quería provocar. Recuerdo que perdí algunas noches de sueño hasta que tomé la decisión de permitirle actuar con total libertad, siguiendo lo que su corazón le dictaba.
Su gran problema era ser una mujer del siglo XXII, viviendo en el siglo XXI, permitiendo que todos lo viesen. ¿Pagó un precio? Sin duda. Pero habría pagado un precio mucho más alto si hubiera reprimido su exuberancia. Estaría amargada, frustrada, siempre preocupada por «lo que pensarán los demás», siempre diciendo «déjame resolver estos asuntos, después me dedico a mi sueño», quejándose constantemente de «las condiciones ideales que no se dan nunca».
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