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Paulo Coelho: La Bruja de Portobello

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Paulo Coelho La Bruja de Portobello

La Bruja de Portobello: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de Athena, una joven de origen gitano que desde pequeña descubrió que era especial, muy inquieta y deseosa de aprender y conocer, en permanente búsqueda, lo que se traduce en una serie de encuentros con diversos "maestros" que le entregan distintas herramientas (el baile, la caligrafía y otras de igual naturaleza) que la llevan a estadios de conciencia elevados y a integrarse con la Madre, Sherine (como así la bautizaron sus padres) cada vez más toma conciencia de "sus poderes", lo que sin embargo, lejos de traerle paz y tranquilidad, le empiezan a complicar la vida, obligandola a elegir un camino. El libro es una serie de testimonios de varias personas que tuvieron contacto con Athena, lo que les dejó y cómo les cambió la vida nos permite a nosotros, hacernos una imagen de esta moderna bruja.

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– Mucho.

Cogí un poco de algodón, le pedí que se acostase para poder tratarle la «herida». No era nada, mañana se lo explicaría. Sin embargo, no le había llegado la menstruación. Todavía lloró un poco, pero debía de estar cansada, porque se durmió en seguida.

Y al día siguiente por la mañana, corrió la sangre.

Cuatro hombres fueron asesinados. Para mí, no era más que una de las eternas batallas tribales a las que mi pueblo estaba acostumbrado. Para Sherine, no debía de ser nada, porque ni siquiera mencionó su pesadilla de la noche anterior.

Sin embargo, a partir de esa fecha, el infierno fue llegando, y hasta hoy no se ha vuelto a marchar. El mismo día, veintiséis palestinos murieron en un autobús, como venganza por el asesinato. Veinticuatro horas después, ya no se podía andar por las calles, por culpa de los tiros que salían de todas partes. Cerraron los colegios. A Sherine la trajo a casa una de sus profesoras a toda prisa y, a partir de ahí, todos perdieron el control de la situación. Mi marido interrumpió su viaje y volvió a casa; se pasó días enteros llamando a sus amigos del gobierno, pero nadie le decía nada que tuviera sentido. Sherine oía los tiros allá fuera, los gritos de mi marido dentro de casa y, para mi sorpresa, no decía ni una palabra. Yo siempre intentaba decirle que era pasajero, que pronto podríamos volver a la playa, pero ella desviaba los ojos y me pedía algún libro para leer, o un disco para escuchar. Mientras el infierno iba instalándose poco a poco, Sherine leía y escuchaba música.

Perdone, pero no quiero pensar demasiado en eso. No quiero pensar en las amenazas que recibimos, en quién tenía la razón, en quiénes eran los culpables y los inocentes. El hecho es que, pocos meses después, quien quería cruzar una determinada calle tenía que coger un barco, ir hasta la isla de Chipre, coger otro barco y desembarcar en el otro lado de la calzada.

Permanecimos dentro de casa prácticamente durante casi un año, siempre esperando que la situación mejorase, siempre pensando que todo aquello era pasajero, que el gobierno controlaría la situación. Una mañana, mientras escuchaba música en su pequeño reproductor portátil, Sherine ensayó unos cuantos pasos de baile, y empezó a decir cosas como «durará mucho, mucho tiempo».

Quise interrumpirla, pero mi marido me cogió del brazo: le estaba prestando atención, y tomándose en serio las palabras de una niña. Nunca entendí por qué, y hasta el día de hoy no hemos comentado el tema; es un asunto tabú entre nosotros.

Al día siguiente, inesperadamente, él empezó a hacer preparativos; al cabo de dos semanas estábamos embarcando hacia Londres. Más tarde nos enteramos de que, aunque no haya estadísticas concretas al respecto, en esos dos años de guerra civil (N. R.: 1974 y 1975) murieron alrededor de cuarenta y cuatro mil personas, hubo ciento ochenta mil heridos, miles de refugiados. Los combates continuaron por otras razones, el país fue ocupado por fuerzas extranjeras, y el infierno sigue todavía hoy.

«Durará mucho tiempo», decía Sherine. Dios mío, por desgracia tenía razón.

Capítulo Quinto

Lukás Jessen-Petersen, treinta y dos años, ingeniero, ex marido

Athena ya sabía que había sido adoptada por sus padres cuando la vi por primera vez. Tenía diecinueve años y estaba a punto de empezar una pelea en la cafetería de la universidad porque alguien, pensando que ella era de origen inglés (blanca, pelo liso, ojos a veces verdes, a veces grises), había hecho un comentario desfavorable sobre Oriente Medio.

Era el primer día de clase; la gente era nueva, nadie sabía nada de sus compañeros. Pero aquella chica se levantó, cogió a la otra por el cuello y empezó a gritar como una loca:

– ¡Racista!

Vi la mirada aterrorizada de la chica, la mirada excitada de los otros estudiantes, sedientos de ver lo que iba a pasar. Como le llevaba un año a aquella gente, pude prever inmediatamente las consecuencias: despacho del rector, quejas, posibilidad de expulsión, investigación policial sobre racismo, etc. Todos tenían algo que perder.

– ¡Cállate! -grité sin saber lo que decía.

No conocía a ninguna de las dos. No soy el salvador del mundo y, sinceramente, una pelea de vez en cuando es estimulante para los jóvenes. Pero el grito y la reacción fueron más fuertes que yo.

– ¡Ya basta! -le grité de nuevo a la chica bonita, que agarraba a la otra, también bonita, por el cuello.

Me miró y me fulminó con los ojos. Y de repente, algo cambió. Ella sonrió, aunque todavía tuviera sus manos en la garganta de su compañera.

– Has olvidado decir por favor.

Todo el mundo se rió.

– Para -le pedí-. Por favor.

Ella soltó a la chica y echó a caminar hacia mí. Todas las cabezas acompañaron su movimiento.

– Tienes educación. ¿Tienes también un cigarrillo?

Le ofrecí la cajetilla y nos fuimos a fumar al campus. Había pasado de la rabia completa a la relajación total, y minutos después se estaba riendo, hablando del tiempo, preguntándome si me gustaba este o aquel grupo de música. Oí la sirena que llamaba a clase y, solemnemente, ignoré aquello para lo que había sido educado toda mi vida: mantener la disciplina. Seguí allí charlando, como si la universidad ya no existiese, ni las peleas, ni la cafetería, ni el viento, ni el frío, ni el sol. Sólo existía aquella mujer de ojos grises, que decía cosas poco interesantes e inútiles, capaces de dejarme allí el resto de mi vida.

Dos horas después estábamos comiendo juntos. Siete horas después estábamos en un bar, cenando y bebiendo lo que nuestro presupuesto nos permitía comer y beber. Las conversaciones se fueron haciendo cada vez más profundas, y al poco tiempo yo ya sabía prácticamente toda su vida: Athena contaba detalles de su infancia, de su adolescencia, sin que yo le hiciese ninguna pregunta. Más tarde supe que ella era así con todo el mundo; sin embargo, aquel día, me sentí el más especial de todos los hombres sobre la faz de la tierra.

Había llegado a Londres como refugiada de la guerra civil que había estallado en el Líbano. Su padre, un cristiano maronita (N. R.: Rama de la Iglesia católica que, aunque está sometida a la autoridad del Vaticano, no exige el celibato de los sacerdotes y utiliza ritos orientales y ortodoxos) , había sido amenazado de muerte por trabajar con el gobierno, y aun así no se decidía a exiliarse, hasta que Athena oyó a escondidas una conversación telefónica, decidió que era hora de crecer, de asumir sus responsabilidades de hija, y de proteger a aquellos que tanto amaba.

Ensayó una especie de danza, fingió que estaba en trance (había aprendido todo aquello en el colegio, cuando estudiaba la vida de los santos), y empezó a decir cosas. No sé cómo una niña puede hacer que los adultos tomen decisiones basadas en sus comentarios, pero Athena afirmó que había sido exactamente así, su padre era supersticioso, estaba absolutamente convencida de que había salvado la vida de su familia.

Llegaron aquí como refugiados, pero no como mendigos. La comunidad libanesa está dispersa por todo el mundo, su padre encontró en seguida la manera de restablecer sus negocios, y la vida siguió. Athena pudo estudiar en buenos colegios, dio clases de baile -que era su pasión- y escogió la Facultad de Ingeniería en cuanto terminó sus estudios secundarios.

Ya en Londres, sus padres la invitaron a cenar en uno de los restaurantes más caros de la ciudad, y le contaron, lo más delicadamente posible, que era adoptada. Ella fingió sorpresa, los abrazó, y les dijo que nada iba a cambiar la relación que había entre ellos.

Pero, en realidad, algún amigo de la familia, en un momento de odio, ya le había dicho «huérfana ingrata, ni siquiera eres hija natural, y no sabes cómo comportarte». Ella le lanzó un cenicero que le dio en la cara, lloró a escondidas durante dos días, pero pronto lo asumió. A ese pariente le quedó una cicatriz en la cara que no podía explicarle a nadie, y empezó a decir que lo habían agredido unos asaltantes en la calle.

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