Paulo Coelho - La Bruja de Portobello

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Esta es la historia de Athena, una joven de origen gitano que desde pequeña descubrió que era especial, muy inquieta y deseosa de aprender y conocer, en permanente búsqueda, lo que se traduce en una serie de encuentros con diversos "maestros" que le entregan distintas herramientas (el baile, la caligrafía y otras de igual naturaleza) que la llevan a estadios de conciencia elevados y a integrarse con la Madre, Sherine (como así la bautizaron sus padres) cada vez más toma conciencia de "sus poderes", lo que sin embargo, lejos de traerle paz y tranquilidad, le empiezan a complicar la vida, obligandola a elegir un camino.
El libro es una serie de testimonios de varias personas que tuvieron contacto con Athena, lo que les dejó y cómo les cambió la vida nos permite a nosotros, hacernos una imagen de esta moderna bruja.

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Y, dando media vuelta, salió llorando, con el niño en brazos. Yo terminé el oficio, di la bendición final y me fui directo a la sacristía; ese domingo no iba a haber confraternización con los fieles, ni conversaciones inútiles.

Ese domingo me encontraba frente a un dilema filosófico: había escogido respetar la institución, y no las palabras en las que se basa la institución.

Ya soy viejo, Dios puede llevarme consigo en cualquier momento. Seguí siendo fiel a mi religión, y creo que, a pesar de todos sus errores, se está esforzando sinceramente por corregirse. Eso le llevará décadas, puede que siglos, pero un día todo lo que se tendrá en cuenta será el amor, la frase de Cristo: «Venid a mí los afligidos, que yo os aliviaré».

He dedicado toda mi vida al sacerdocio, y no me arrepiento ni un segundo de mi decisión. Pero en momentos como el de aquel domingo, aunque no dudase de mi fe, empecé a dudar de los hombres.

Ahora sé lo que pasó con Athena, y me pregunto: ¿empezó todo allí, o ya estaba en su alma? Pienso en las muchas Athenas y Lukás del mundo que se han divorciado y que, por culpa de eso, no pueden recibir el sacramento de la Eucaristía, no les queda más que contemplar al Cristo que sufre crucificado, y escuchar Sus palabras (que no siempre están de acuerdo con las leyes del Vaticano). En unos pocos casos, esa gente se aparta, pero la mayoría siguen yendo a misa los domingos, porque están acostumbrados a eso, incluso siendo conscientes de que el milagro de la transformación del pan y del vino en la carne y la sangre del Señor les está prohibido.

Creo que, al salir de la iglesia, puede que Athena encontrase a Jesús. Y, llorando, se echó en sus brazos, confusa, pidiéndole que le explicase por qué la obligaban a quedarse fuera sólo por culpa de un papel firmado, algo sin la menor importancia en el plano espiritual, y que sólo interesaba a efectos de burocracia y para la declaración de la renta.

Y Jesús, mirando a Athena, probablemente le respondió: -Fíjate bien, hija mía, yo también estoy fuera. Hace mucho tiempo que no me dejan entrar ahí.

Capítulo Noveno

Pavel Podbieslki, cincuenta y siete años, propietario del apartamento

Athena y yo teníamos una cosa en común: ambos éramos exiliados de guerras, llegamos a Inglaterra siendo niños, aunque mi fuga de Polonia fue hace más de cincuenta años. Nosotros dos sabíamos que, aunque siempre hay un cambio geográfico, las tradiciones permanecen en el exilio: las comunidades vuelven a reunirse, la lengua y la religión siguen vivas, las personas tienden a protegerse unas a otras en un ambiente que será para siempre ajeno.

De la misma manera que las tradiciones permanecen, el deseo de volver se va consumiendo. Necesita permanecer vivo en nuestros corazones, una esperanza con la que nos gusta engañarnos, pero que nunca será llevada a la práctica; yo no voy a volver a vivir a Czestochowa, ella y su familia jamás regresarían a Beirut.

Fue este tipo de solidaridad la que me hizo alquilarle el tercer piso de mi casa de Basset Road, en caso contrario, habría preferido inquilinos sin niños. Ya había cometido ese error antes, y siempre pasaba lo mismo: por un lado, yo me quejaba del ruido que ellos hacían durante el día, y por otro, ellos se quejaban del ruido que yo hacía por las noches. Ambos problemas radicaban en elementos sagrados -el llanto y la música-, pero, como pertenecían a dos mundos completamente diferentes, era difícil que uno tolerase al otro.

Le avisé, pero no me escuchó, y me dijo que estuviese tranquilo por su hijo: pasaba el día entero en casa de su abuela. Y el apartamento tenía la ventaja de que estaba cerca de su trabajo, un banco de los alrededores.

A pesar de mis advertencias, a pesar de haberme resistido con fuerza al principio, ocho días después sonó el timbre de mi puerta. Era ella, con el niño en brazos:

– Mi hijo no puede dormir. Aunque sólo sea hoy, ¿podría bajar la música…?

Todos en la sala la miraron.

– ¿Qué es eso?

El niño que tenía en brazos dejó inmediatamente de llorar, como si estuviese tan sorprendido como su madre al ver a aquel grupo de gente, que de pronto había parado de bailar.

Pulsé el botón de pausa del radiocasete, le indiqué que entrase con un gesto de la mano y volví a poner el aparato en marcha, para no perturbar el ritual. Athena se sentó en un rincón de la sala, meciendo a su hijo en sus brazos, viendo que se dormía con facilidad a pesar del ruido del tambor y de los metales.

Asistió a toda la ceremonia, se marchó a la vez que los demás invitados y -como yo ya me imaginaba- tocó el timbre de mi casa a la mañana siguiente, antes de irse a trabajar.

– No tienes que explicarme lo que vi: gente bailando con los ojos cerrados, sé lo que eso significa, porque muchas veces hago lo mismo; son los únicos momentos de paz y de serenidad de mi vida. Antes de ser madre, frecuentaba las discotecas con mi marido y mis amigos; allí también veía a gente en la pista de baile con los ojos cerrados, algunos sólo para impresionar a los demás, otros como si fuesen movidos por una fuerza superior, más poderosa. Y desde que tengo uso de razón, utilizo la danza para conectarme con algo más fuerte, más poderoso que yo. Pero me gustaría saber qué música es ésa.

– ¿Qué haces este domingo?

– Nada especial. Pasear con Viorel por Regent’s Park, respirar un poco de aire puro. Ya tendré tiempo para mis propios planes: en este momento de mi vida, he escogido seguir los planes de mi hijo.

– Pues voy contigo.

Los dos días anteriores a nuestro paseo, Athena asistió al ritual. El niño se dormía tras unos minutos, y ella sólo miraba, sin decir nada, el movimiento a su alrededor. Aunque permanecía inmóvil en el sofá, estaba seguro de que su alma estaba bailando.

La tarde del domingo, mientras paseábamos por el parque, le pedí que prestase atención a todo lo que veía y oía: las hojas que se movían con el viento, las ondas del agua del lago, los pájaros cantando, los perros ladrando, los gritos de los niños que corrían de un lado a otro, como si obedeciesen alguna estrategia lógica, incomprensible para los adultos.

– Todo se mueve. Y todo se mueve con un ritmo. Y todo lo que se mueve con un ritmo provoca un sonido; eso pasa aquí y en cualquier lugar del mundo en este momento. Nuestros ancestros también lo sintieron, cuando intentaban huir del frío de las cavernas: las cosas se movían y hacían ruido.

“Tal vez los primeros humanos sintieron espanto, y después devoción: entendieron que ésa era la manera en que un Ente Superior se comunicaba con ellos. Empezaron a imitar los ruidos y los movimientos de su alrededor, con la esperanza de comunicarse también con ese Ente: la danza y la música acababan de nacer. Hace unos días me dijiste que, bailando, consigues comunicarte con algo más poderoso que tú.”

– Cuando bailo, soy una mujer libre. Mejor dicho, soy un espíritu libre, que puede viajar por el universo, mirar el presente, adivinar el futuro, transformarse en energía pura. Y eso me proporciona un inmenso placer, una alegría que está mucho más allá de las experiencias que he vivido, y que viviré a lo largo de mi existencia.

“En una época de mi vida, estaba determinada a convertirme en santa, alabando a Dios a través de la música y del movimiento de mi cuerpo. Pero ese camino está definitivamente cerrado.”

– ¿Qué camino está cerrado?

Acomodó al niño en el carrito. Vi que no quería responder a la pregunta, insistí: cuando las bocas se cierran, es porque algo importante va a ser dicho.

Sin mostrar emoción alguna, como si tuviese que aguantar siempre en silencio las cosas que la vida le imponía, me contó el episodio de la iglesia, cuando el cura -tal vez su único amigo- le había impedido tomar la comunión. Y la maldición que había lanzado en aquel momento; había abandonado para siempre la Iglesia católica.

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