– Santo es aquel que dignifica su vida -le expliqué-. Basta con entender que todos estamos aquí por una razón, y basta con comprometerse con ella. Así, podemos reírnos de nuestros grandes o pequeños sufrimientos, y caminar sin miedo, conscientes de que cada paso tiene un sentido. Podemos dejarnos guiar por la luz que emana del Vértice.
– ¿Qué es el Vértice? En matemáticas, es el punto más alto de un triángulo.
– En la vida también es el punto culminante, la meta de aquellos que se equivocan como todo el mundo, pero que, incluso en sus momentos más difíciles, no pierden de vista una luz que emana de su corazón. Eso es lo que intentamos hacer en nuestro grupo. El Vértice está escondido dentro de nosotros, y podemos llegar hasta él si nos aceptamos y reconocemos su luz.
Le expliqué que el baile que había visto los días anteriores, realizado por personas de todas las edades (en ese momento éramos un grupo de diez personas, entre los diecinueve y los sesenta y cinco años), había sido bautizado por mí como «la búsqueda del Vértice». Athena me preguntó dónde había descubierto eso.
Le conté que, después de la segunda guerra mundial, parte de mi familia había conseguido escapar del régimen comunista que se estaba instalando en Polonia, y decidió trasladarse a Inglaterra. Habían oído decir que las cosas que tenían que traer eran objetos de arte y libros antiguos, muy valorados en esta parte del mundo.
De hecho, los cuadros y las esculturas se vendieron en seguida, pero los libros se quedaron en un rincón, llenándose de polvo. Como mi madre quería obligarme a leer y a hablar polaco, fueron útiles para mi educación. Un bonito día, dentro de una edición del siglo XIX de Thomas Malthus, descubrí dos hojas de anotaciones de mi abuelo, muerto en un campo de concentración. Empecé a leerlas, creyendo que se trataría de referencias sobre la herencia, o cartas apasionadas a alguna amante secreta, ya que corría la leyenda de que un día se había enamorado de alguien en Rusia.
De hecho, había una cierta relación entre la leyenda y la realidad. Era un relato de su viaje a Siberia durante la revolución comunista; allí, en la remota aldea de Diedov, se enamoró de una actriz (N. R.: Fue imposible localizar el mapa de esa aldea; o cambiaron el nombre o el sitio desapareció después de las inmigraciones forzadas de Stalin). Según mi abuelo, ella formaba parte de una especie de secta que cree que en determinado tipo de danza está el remedio para todos los males, ya que permite el contacto con la luz del Vértice.
Temían que toda aquella tradición pudiese desaparecer; los habitantes iban a ser evacuados en breve a otro lugar, y el sitio se iba a utilizar para hacer pruebas nucleares.
Tanto la actriz como sus amigos le pidieron que escribiese todo lo que le habían enseñado. Él lo hizo, pero no debió de darle demasiada importancia al asunto, olvidó sus anotaciones dentro de un libro que llevaba, hasta que un día yo las descubrí.
Athena me interrumpió:
– Pero no se puede escribir sobre el baile. Hay que bailar.
– Exacto. En el fondo, las anotaciones no decían más que eso: bailar hasta el agotamiento, como si fuésemos alpinistas subiendo esta colina, esta montaña sagrada. Bailar hasta que, debido a la respiración asfixiante, nuestro organismo pueda recibir oxígeno de una manera a la que no está acostumbrado, y eso hace que acabemos perdiendo nuestra identidad, la relación con el espacio y el tiempo. Simplemente bailar al son de la percusión, repetir el proceso todos los días, entender que en un determinado momento los ojos se cierran naturalmente, y que vemos una luz que viene de dentro de nosotros, que responde a nuestras preguntas, que desarrolla nuestros poderes escondidos.
– ¿Y ya has desarrollado algún poder?
En vez de responder, le sugerí que se uniese a nuestro grupo, ya que el niño parecía estar cómodo, incluso cuando el sonido de los platos y de los instrumentos era muy alto. Al día siguiente, a la hora de empezar la sesión, ella estaba allí. Se la presenté a mis compañeros, contándoles sólo que se trataba de la vecina del apartamento de arriba; nadie dijo nada sobre su vida, ni preguntaron qué hacía. Al llegar la hora señalada, puse la música y empezamos a bailar.
Ella inició sus pasos con el niño en brazos, pero en seguida se quedó dormido y Athena lo puso sobre el sofá. Antes de cerrar los ojos y entrar en trance, vi que ella había entendido exactamente el camino del Vértice.
Todos los días, excepto los domingos, venía con el niño. Solamente intercambiábamos unos saludos, yo ponía la música que un amigo me había conseguido en la estepa rusa, y todos comenzábamos a bailar hasta quedar exhaustos. Después de un mes, ella me pidió una copia de la cinta.
– Me gustaría hacer esto por la mañana, antes de dejar a Viorel en casa de mamá para ir al trabajo.
Yo no quería:
– En primer lugar, pienso que un grupo que está conectado con la misma energía crea una especie de aura que facilita el trance de todo el mundo. Además, hacer esto antes de ir a trabajar es prepararse para que te despidan, ya que luego estarás todo el día cansada.
Athena lo pensó un poco, pero en seguida reaccionó:
– Tienes razón en eso de la energía colectiva. En tu grupo hay cuatro parejas y tu mujer. Todos, absolutamente todos, han encontrado el amor. Por eso pueden compartir una vibración positiva conmigo.
“Pero yo estoy sola. Mejor dicho, estoy con mi hijo, pero su amor todavía no se puede manifestar de manera que podamos entenderlo. Así que prefiero aceptar mi soledad: si intento huir de ella en este momento, jamás volveré a encontrar pareja. Si la acepto, en vez de luchar contra ella, tal vez las cosas cambien. Me he dado cuenta de que la soledad es más fuerte cuando intentamos enfrentarnos a ella, pero se muestra débil cuando simplemente la ignoramos.”
– ¿Te uniste a nuestro grupo en busca de amor?
– Creo que ése sería un buen motivo, pero la respuesta es no. Vine en busca de un sentido para mi vida, cuya única razón es mi hijo, y por eso temo que acabe destruyendo a Viorel, ya sea por una protección exagerada o porque acabe proyectando en él los sueños que no he podido realizar. Uno de estos días, mientras bailaba, sentí que me había curado. Si tuviera algo físico, sé que podríamos llamarlo milagro; pero era algo espiritual, que me molestaba, y que de repente desapareció.
Yo sabía a qué se refería.
– Nadie me enseñó a bailar al son de esta música -continuó Athena-. Pero presiento que sé lo que hago.
– No hay que aprender. Recuerda nuestro paseo por el parque, y lo que vimos: la naturaleza creando el ritmo y adaptándose a cada momento.
– Nadie me enseñó a amar. Pero ya he amado a Dios, a mi marido, amo a mi hijo y a mi familia. Y aun así, me falta algo. Aunque me canso mientras bailo, cuando acabo parece que estoy en estado de gracia, en un éxtasis profundo. Quiero que ese éxtasis se prolongue a lo largo del día. Y que me ayude a encontrar lo que me falta: el amor de un hombre.
“Puedo ver el corazón de ese hombre mientras bailo, aunque no consiga ver su rostro. Siento que él está cerca, y para eso tengo que estar atenta. Necesito bailar por la mañana, para poder pasar el resto del día prestando atención a todo lo que ocurre a mi alrededor.”
– ¿Sabes qué quiere decir la palabra «éxtasis»? Viene del griego, y significa salir de uno mismo. Pasar todo el día fuera de uno mismo es pedirle demasiado al cuerpo y al alma.
– Lo intentaré.
Me di cuenta de que no merecía la pena discutir y le hice una copia de la cinta. A partir de entonces, me despertaba todos los días con aquel sonido en el piso de arriba, podía oír sus pasos, y me preguntaba cómo era capaz de afrontar su trabajo en un banco después de casi una hora de trance. En uno de nuestros encuentros casuales en el pasillo, le sugerí que viniese a tomar café. Athena me contó que había hecho otras copias de la cinta, y que ahora en su trabajo mucha gente estaba buscando el Vértice.
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