Paulo Coelho - La Bruja de Portobello

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Esta es la historia de Athena, una joven de origen gitano que desde pequeña descubrió que era especial, muy inquieta y deseosa de aprender y conocer, en permanente búsqueda, lo que se traduce en una serie de encuentros con diversos "maestros" que le entregan distintas herramientas (el baile, la caligrafía y otras de igual naturaleza) que la llevan a estadios de conciencia elevados y a integrarse con la Madre, Sherine (como así la bautizaron sus padres) cada vez más toma conciencia de "sus poderes", lo que sin embargo, lejos de traerle paz y tranquilidad, le empiezan a complicar la vida, obligandola a elegir un camino.
El libro es una serie de testimonios de varias personas que tuvieron contacto con Athena, lo que les dejó y cómo les cambió la vida nos permite a nosotros, hacernos una imagen de esta moderna bruja.

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Una vez, en una de las ocasiones que la vi al ir a buscar a Viorel para pasar el fin de semana conmigo, decidí tocar el tema: le pregunté por qué se había mostrado tan tranquila cuando supo que yo quería separarme.

– Porque he aprendido a sufrir en silencio toda mi vida -respondió.

Entonces me abrazó y lloró todas las lágrimas que le gustaría haber derramado aquel día.

Capítulo Octavo

Padre Giancarlo Fontana

La vi entrar a misa de domingo, como siempre con el bebé en brazos. Sabía las dificultades que estaban pasando, pero hasta aquella misma semana no dejaba de ser un malentendido normal en las parejas, que yo esperaba que se resolviese tarde o temprano, ya que ambos eran personas que irradiaban el Bien a su alrededor.

Hacía un año que no venía a tocar su guitarra y a alabar a la Virgen por las mañanas; se dedicaba a cuidar de Viorel, al que yo tuve el honor de bautizar, aunque que yo recuerde no hay ningún santo con ese nombre. Pero seguía frecuentando la iglesia todos los domingos, y siempre hablábamos al final, cuando ya todos se habían ido. Decía que yo era su único amigo; juntos participamos de las adoraciones divinas, pero ahora necesitaba compartir conmigo las necesidades terrenas.

Amaba a Lukás más que a cualquier hombre que hubiese conocido; era el padre de su hijo, la persona que había escogido para compartir su vida, alguien que había renunciado a todo y había tenido el coraje de formar una familia. Cuando empezaron las crisis, ella intentaba hacerle entender que era pasajero, tenía que dedicarse a su hijo, pero no tenía la menor intención de convertirlo en un niño mimado; pronto lo dejaría enfrentarse solito a ciertos desafíos de la vida. A partir de ahí, volvería a ser la esposa y la mujer que él había conocido en las primeras citas, tal vez incluso con más intensidad, porque ahora conocía mejor los deberes y las responsabilidades de la elección que había hecho. Aun así, Lukás se sentía rechazado; ella intentaba desesperadamente dividirse entre los dos, pero siempre se veía obligada a elegir, y en esos momentos, sin la menor sombra de duda, escogía a Viorel.

Con mis parcos conocimientos psicológicos, le dije que no era la primera vez que oía ese tipo de historias, y que los hombres generalmente se sienten rechazados en una situación como ésa, pero que se les pasa pronto; ya había asistido a ese tipo de problema antes, hablando con mis feligreses. En una de estas conversaciones, Athena reconoció que tal vez se había precipitado un poco, el romanticismo de ser una joven madre no la había dejado ver con claridad los verdaderos desafíos que surgen tras el nacimiento de un hijo. Pero ahora era demasiado tarde para arrepentimientos.

Me preguntó si yo podría hablar con Lukás, que jamás iba a la iglesia, ya fuera porque no creía en Dios o porque prefería aprovechar las mañanas de domingo para estar más cerca de su hijo. Yo accedí a hacerlo, siempre que viniera por su propia voluntad. Y cuando Athena estaba a punto de pedirle ese favor, se produjo la gran crisis y su marido se marchó de casa.

Le aconsejé que tuviera paciencia, pero ella estaba profundamente herida. Ya había sido abandonada una vez en su infancia, y todo el odio que sentía hacia su madre biológica le fue transferido automáticamente a Lukás, aunque más tarde, por lo que sé, volvieron a ser buenos amigos. Para Athena, romper los lazos de familia era quizás el pecado más grave que alguien podía cometer.

Siguió frecuentando la iglesia los domingos, pero volvía en seguida a casa, porque ya no tenía con quién dejar a su hijo, y el niño lloraba mucho durante la ceremonia, entorpeciendo la concentración de los demás fieles. En uno de los pocos momentos en los que pudimos hablar, me dijo que estaba trabajando en un banco, que había alquilado un apartamento, y que no me preocupara; el «padre» (había dejado de pronunciar el nombre de su marido) cumplía con sus obligaciones económicas.

Hasta que llegó aquel domingo fatídico.

Yo sabía lo que había pasado durante la semana: me lo había contado uno de los feligreses. Me pasé algunas noches pidiendo que algún ángel me inspirase, que me explicase si debía mantener mi compromiso con la Iglesia o mi compromiso con los hombres. Como el ángel no apareció, me puse en contacto con mi superior y me dijo que la Iglesia sobrevive porque siempre ha sido rígida con sus dogmas (si empezaba a hacer excepciones, habríamos estado perdidos desde la Edad Media). Sabía exactamente lo que iba a pasar, pensé en llamar a Athena, pero no me había dado su nuevo número.

Aquella mañana, mis manos temblaron cuando levanté la hostia, consagrando el pan. Dije las palabras que la tradición milenaria me había transmitido, usando el poder transmitido de generación en generación por los apóstoles. Pero entonces mi pensamiento se dirigió a aquella chica con su niño en brazos, una especie de Virgen María, el milagro de la maternidad y del amor manifestados en el abandono y la soledad, que acababa de ponerse en la fila como hacía siempre, y, poco a poco, se acercaba a comulgar.

Creo que gran parte de la congregación allí presente sabía lo que estaba pasando. Todos me miraban, esperando mi reacción. Me vi rodeado de justos, pecadores, fariseos, sacerdotes del Sanedrín, apóstoles, discípulos, gente de buena y de mala voluntad.

Athena se paró delante de mí y repitió el gesto de siempre: cerró los ojos y abrió la boca para recibir el cuerpo de Cristo.

El cuerpo de Cristo permaneció en mis manos. Ella abrió los ojos, sin entender muy bien lo que estaba pasando.

– Hablamos después -le susurré.

Pero ella no se movía.

– Hay gente detrás, en la cola. Hablamos después.

– ¿Qué es lo que pasa? -Todos los que estaban cerca pudieron oír su pregunta.

– Hablamos después.

– ¿Por qué no me da la comunión? ¿No ve que me está humillando delante de todo el mundo? ¿No es suficiente todo lo que he pasado?

– Athena, la Iglesia prohíbe que las personas divorciadas reciban el sacramento. Has firmado los papeles esta semana. Hablamos después -insistí una vez más.

Como no se movía, le indiqué a la persona que estaba detrás que pasase por un lado.

Seguí dando la comunión hasta que el último feligrés la hubo recibido. Y entonces, antes de volver al altar, oí aquella voz.

Ya no era la voz de la chica que cantaba para adorar a la Virgen, la que hablaba sobre sus planes, la que se conmovía contando lo que había aprendido sobre la vida de los santos, la que casi lloraba al compartir sus dificultades del matrimonio. Era la voz de un animal herido, humillado, con el corazón lleno de odio.

– ¡Pues maldito sea este lugar! -dijo la voz-. Malditos sean aquellos que nunca han escuchado las palabras de Cristo, y que han transformado su mensaje en una construcción de piedra. Pues Cristo dijo: «Venid a mí los que estéis afligidos, que yo os aliviaré». Yo estoy afligida, herida, pero no me dejáis acercarme a Él. Hoy he aprendido que la Iglesia ha transformado esas palabras. ¡Venid a mí los que siguen nuestras reglas, y dejad a los afligidos!

Oí a una de las mujeres de la primera fila decirle que se callase. Pero yo quería escuchar, necesitaba escuchar. Me giré y me puse delante de ella, con la cabeza baja; era lo único que podía hacer.

– Juro que jamás volveré a poner los pies en una iglesia. Otra vez más soy abandonada por una familia, y ahora no se trata de dificultades económicas, ni de la inmadurez de alguien que se casa demasiado pronto. ¡Malditos sean los que le cierran la puerta a una madre y a su hijo! ¡Sois iguales que aquellos que no acogieron a la Sagrada Familia, iguales que el que negó a Cristo cuando él más necesitaba a un amigo!

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