José Saramago - El hombre duplicado

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Tertuliano Máximo Afonso, viendo una película recomendada por un colega (Quien no se amaña no se no se apaña), descubre que uno de los personajes secundarios de la cinta es idéntico a él. Ni más ni menos su más fiel retrato. De ahí en adelante el protagonista de El hombre duplicado no volverá a dormir tranquilo, y hará en lo sucesivo todo lo posible para saber de quien se trata, indagando en otras cintas hasta dar con el nombre real del actor, para conocerlo y encararlo con el propósito de saber cuál de los dos es el impostor.
Esta búsqueda obsesiva del doble, puede traducirse como una clara búsqueda de sí mismo, de la identidad. Una identidad que Tertuliano, el protagonista, por su forma de actuar y de pensar, duda en tenerla, a pesar de ser un respetable profesor de historia de 38 años, y aunque divorciado de su mujer, con una novia (María Paz) que a todas luces lo comprende y lo ama. Sin embargo, esta carencia de identidad no le permite tomar decisiones, y lo llevan a vivir bajo un clima de permanente incertidumbre. En cambio, su doble, de nombre Antonio Claro, como lo confirma después de una y mil indagaciones, casado con Helena y aunque protagonista de papeles secundarios en el cine, se proyecta ante los ojos de Tertuliano como un hombre seguro de sí mismo, al punto que al comienzo no manifiesta ningún interés por conocerlo a él, a pesar de la similitud calcada en la que insiste Tertuliano que hay entre los dos. Similitud que en la novela, naturalmente, raya en la fantasía, pero alcanza el grado de verosimilitud suficiente para hacer funcionar la historia en cuestión.
En esta novela de Saramago, como en tantas otras de su misma factura, se trasluce la profundidad de la tesis psicológica que se va tejiendo paralela a las acciones delirantes e imaginativas que mueven a los personajes, haciendo de la obra una alegoría que no sólo denuncia y nos muestra el problema de la identidad, sino que también ofrece soluciones interesantes, cuando plantea en medio de los juegos de máscaras propias del arte de la novela, que la falta de consistencia de la psiquis o del alma humana, es posible enrostrarla, combatirla y vencerla con el ejercicio de la voluntad. Esa fuerza interior que lleva al hombre maduro a salir de las tinieblas, y a esgrimir su espada contra la oscuridad.
Tertuliano Máximo Afonso, por falta de esta consistencia sólida que le permita tomar partido por las cosas, dejará entrar al "caballo de Troya" en su vida, sin sospechar que la consecuencia del no hacer nada por impedirlo, será la pérdida definitiva de su identidad. Tertuliano tendrá que ser en lo sucesivo Antonio Claro, y renunciar a sí mismo, desvaneciéndose definitivamente en otra personalidad, porque para todos el tal Tertuliano Máximo Afonso, profesor de historia, murió en un accidente automovilístico junto a su novia María Paz cuando regresaban a casa desde las afueras de la ciudad.
La idea de usar el arquetipo del caballo de Troya para ilustrar las consecuencias posibles por causa de la falta de seguridad a la que se expone una persona carente de identidad, me parece brillante, y más todavía la de relacionar a Casandra con el sentido común, con esa vocecilla interior que sabe siempre mejor que nadie qué corresponde para hacer frente a tal o cual situación, pero aún así dudamos de sus juicios. Tal y como le sucede al protagonista, a quien vemos naufragar por esta razón.
Impresiona la fraseología de Saramago y el tratamiento del narrador, quien habla al lector al estilo del narrador omnisciente, pero en un juego novedoso y ágil.

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Por casualidad o intención desconocida, alguien le ha dicho al director del instituto que Tertuliano Máximo Afonso se encontraba en la sala de profesores, haciendo hora para el almuerzo según todas las apariencias, puesto que su única ocupación desde que entró había consistido en leer los periódicos. No releía ejercicios, no daba los últimos toques a un tema en preparación, no tomaba notas, sólo leía los periódicos. Había comenzado sacando de la cartera la factura del alquiler de los treinta y seis vídeos, la puso abierta sobre la mesa y buscó en el primer periódico la página de los espectáculos, sección cines. Haría después lo mismo con dos periódicos más. Aunque, como sabemos, su adicción al séptimo arte sea de fecha reciente y su ignorancia acerca de todas las cuestiones relacionadas con la industria de la imagen continúe prácticamente inalterable, sabía, imaginaba o intuía que las películas de estreno no serían lanzadas inmediatamente al mercado del vídeo. Para llegar a esta conclusión no era necesario estar dotado de una portentosa inteligencia deductiva o de fantásticas vías de acceso al conocimiento que prescindiesen del raciocinio, se trata de una simple y obvia aplicación del más trivial sentido común, sección mercado, subsección venta y alquiler. Buscó los cines de reestreno y, uno a uno, bolígrafo en mano, fue confrontando los títulos de los filmes que se exhibían con los que constaban en la factura, marcando ésta con una crucecita cada vez que coincidían. Si a Tertuliano Máximo Afonso le preguntásemos por qué motivo lo estaba haciendo, si era su idea ir a esos cines para ver las películas que ya poseía en vídeo, lo más seguro sería que nos mirase sorprendido, estupefacto, tal vez ofendido por juzgarlo capaz de una acción tan absurda, aunque no nos daría una explicación aceptable, salvo esa que levanta murallas ante la curiosidad ajena y que en dos palabras se dice, Porque sí. Sin embargo, nosotros que venimos compartiendo las confidencias y participando de los secretos del profesor de Historia, podemos informar que la desatinada operación no tiene más finalidad que la de mantener fija su atención en el único objetivo que desde hace tres días le interesa, el de impedir que vaya a distraerse, por ejemplo, con las noticias de los periódicos como probablemente los otros profesores presentes en la sala suponen que es su ocupación en este exacto momento. La vida, no obstante, está hecha de manera que hasta puertas que considerábamos sólidamente cerradas y atrancadas al mundo se encuentran a merced de este modesto y solícito ordenanza que acaba de entrar para comunicarle que el director le pide que haga el favor de ir a su despacho. Tertuliano Máximo Afonso se levantó, dobló los periódicos, guardó la factura en la cartera, y salió al pasillo donde se encontraban algunas de las aulas. El despacho del director estaba en el piso de arriba, la escalera de acceso tenía una claraboya en el tejado tan opaca por dentro y tan sucia por fuera que, tanto en invierno como en verano, sólo avaramente dejaba pasar alguna luz natural. Enfiló por otro pasillo y paró en la segunda puerta. Como había una luz verde, llamó con los nudillos, abrió cuando oyó desde dentro, Entre, dio los buenos días, apretó la mano que el director le extendía y, a una señal suya, se sentó. Siempre que entraba aquí tenía la impresión de haber visto ya este mismo despacho en otro lugar, era como uno de esos sueños que sabemos que hemos soñado pero que no conseguimos recordar cuando despertamos. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de paño grueso, la mesa era amplia, de estilo antiguo, moderno el sillón de piel negra. Tertuliano Máximo Afonso conocía estos muebles, estas cortinas, esta moqueta, o creía conocerlos, posiblemente lo que sucede es que leyó en una novela o en un cuento la lacónica descripción de un otro despacho de un otro director de una otra escuela, lo que, siendo así, y en el caso de que se demuestre con el texto delante, le obligará a sustituir por una banalidad al alcance de cualquier persona de razonable memoria lo que hasta hoy pensaba que era una intersección entre su rutinaria vida y el majestuoso flujo circular del eterno retorno. Fantasías.

Absorto en su onírica visión, el profesor de Historia no oyó las primeras palabras del director, pero nosotros, que siempre estaremos aquí para las faltas, podemos decir que no se había perdido mucho, apenas la retribución de sus buenos días, la pregunta Cómo le ha ido, el preambular Le he pedido que venga para, de ahí en adelante Tertuliano Máximo Afonso pasó a estar presente en cuerpo y en espíritu, con la luz de los ojos y del entendimiento despierta. Le he pedido que venga, repitió el director porque le ha parecido ver un cierto aire de distracción en la cara del interlocutor, para hablar con usted sobre lo que dijo acerca de la enseñanza de la Historia en la reunión de ayer, Qué dije en la reunión de ayer, preguntó Tertuliano Máximo Afonso, No se acuerda, Tengo una vaga idea, pero mi cabeza está un poco confusa, casi no he dormido esta noche, Está enfermo, Enfermo no, tengo inquietudes, nada más, Lo que no es poco, No tiene importancia, no se preocupe, Lo que dijo, palabra por palabra, lo tengo apuntado aquí, en este papel, es que la única decisión seria que es necesario tomar en lo que respecta al conocimiento de la Historia, es si deberemos enseñarla desde detrás hacia delante o de delante hacia atrás, No es la primera vez que lo digo, Precisamente, lo ha dicho tantas veces que sus colegas no lo toman en serio, empiezan con las sonrisas nada más oír las primeras palabras, Mis colegas son personas de suerte, tienen la sonrisa fácil, y usted, Yo, qué, Le pregunto si tampoco me toma en serio, si también sonríe con las primeras palabras que digo, o con las segundas, Me conoce lo suficiente para saber que no sonrío fácilmente, menos aún en un caso como éste, en cuanto a tomarlo en serio, está fuera de cualquier discusión, usted es uno de nuestros mejores profesores, los alumnos lo estiman y lo respetan, lo que es un milagro en los tiempos que corren, Entonces no veo el motivo de su llamada, Ùnicamente para pedirle que no vuelva, Que no vuelva a decir que la única decisión seria, Sí, Por tanto mantendré la boca cerrada durante las reuniones, si una persona considera que tiene algo importante que comunicar y las otras no lo quieren escuchar, es preferible que se quede callada, Personalmente siempre he considerado interesante su idea, Gracias, señor director, pero no me lo diga a mí, dígaselo a mis colegas, dígaselo sobre todo al ministerio, además, la idea ni siquiera me pertenece, no he inventado nada, gente más competente que yo la ha propuesto y la ha defendido, Sin resultados que se noten, Se comprende, hablar del pasado es lo más fácil que hay, todo está escrito, es sólo repetir, chacharear, conferir en los libros lo que los alumnos escriban en los exámenes o digan en las pruebas orales, mientras que hablar de un presente que cada minuto nos explota en la cara, hablar de él todos los días del año al mismo tiempo que se va navegando por el río de la Historia hasta sus orígenes, o lo más cerca posible, esforzarnos por entender cada vez mejor la cadena de acontecimientos que nos ha traído donde estamos ahora, eso es otro cantar, da mucho trabajo, exige constancia en la aplicación, hay que mantener siempre la cuerda tensa, sin quiebra, Encuentro admirable lo que acaba de decir, creo que hasta el ministro se dejaría convencer por su elocuencia, Lo dudo, los ministros están puestos ahí para que nos convenzan a nosotros, Retiro lo que le he dicho antes, a partir de hoy le apoyo sin reservas, Gracias, pero es mejor no crearse ilusiones, el sistema tiene que prestar buenas cuentas a quien manda y ésta es una aritmética que no les gusta, Insistiremos, Hubo ya quien afirmó que todas las grandes verdades son absolutamente triviales y que tendremos que expresarlas de una manera nueva y, si es posible, paradójica, para que no caigan en el olvido, Quién dijo eso, Un alemán, un tal Schlegel, pero lo más seguro es que otros antes que él también lo hayan dicho, Hace pensar, Sí, pero a mí lo que sobre todo me atrae es la fascinante declaración de que las grandes verdades no pasan de trivialidades, el resto, la supuesta necesidad de una expresión nueva y paradójica que les prolongue la existencia y la sustantive, ya no me atañe, soy sólo un profesor de Historia de enseñanza secundaria, Deberíamos hablar más, querido amigo, El tiempo no da para todo, además están mis colegas, que seguramente tienen cosas mejores que decirle, por ejemplo, cómo responder con una sonrisa fácil a palabras serias, y los estudiantes, no olvidemos a los estudiantes, pobrecillos, que por no tener con quién hablar acabarán un día sin tener nada que decir, imagínese lo que sería la vida en el instituto con todo el mundo hablando, no haríamos nada más, y el trabajo a la espera. El director miró el reloj y dijo, El almuerzo también, vamos a almorzar. Se levantó, rodeó la mesa y, en una espontánea demostración de estima, cordialmente, puso la mano en el hombro del profesor de Historia, que también se había levantado. Inevitablemente hubo en este gesto algo de sentimiento paternalista, pero eso, de parte de un director, era de lo más natural, hasta lo apropiado, puesto que las relaciones humanas son lo que sabemos. El susceptible generador eléctrico de Tertuliano Máximo Afonso no reaccionó al contacto, señal de que no hubo ninguna molesta exageración en la manifestación de aprecio recibida, o, quién sabe, quizá simplemente lo hubiese desconectado la ilustrativa conversación matinal con el profesor de Matemáticas. Nunca se repetirá en demasía esa otra trivialidad de que las pequeñas causas pueden producir grandes efectos. En un momento en que el director volvió a su mesa para recoger las gafas, Tertuliano Máximo Afonso miró alrededor, vio las cortinas, el sillón de piel negra, la moqueta, y nuevamente pensó, Yo ya he estado aquí. Después, tal vez porque alguien haya aventurado que podría haber leído en cualquier parte la descripción de un despacho parecido a éste, añadió otro pensamiento al que había pensado, Probablemente, leer es también una forma de estar ahí. Las gafas del director ya se encontraban en el bolsillo superior de la chaqueta, él decía, risueño, Vamos, y Tertuliano Máximo Afonso no podría explicar ahora ni sabrá explicarlo nunca por qué de repente sintió que la atmósfera se había vuelto más densa, como impregnada de una presencia invisible, tan intensa, tan poderosa como la que lo despertó bruscamente en su cama tras haber visto el primer vídeo. Pensó, Si yo hubiera estado aquí antes de ser profesor del instituto, lo que estoy sintiendo ahora podría no ser más que una memoria de mí mismo histéricamente activada. El resto del pensamiento, si es que había algún resto, quedó por desarrollar, el director ya lo llevaba del brazo, decía algo relacionado con las grandes mentiras, si también éstas serían triviales, si en su caso también las paradojas podrían impedir que cayesen en el olvido. Tertuliano Máximo Afonso agarró la idea al vuelo, en el último instante, Grandes verdades, grandes mentiras, supongo que con el tiempo todo se va frivolizando, los platos de costumbre con el aliño de siempre, respondió, Espero que eso no sea una crítica a nuestra cocina, bromeó el director, Soy cliente habitual, respondió Tertuliano Máximo Afonso, en el mismo tono. Bajaban la escalera hacia el comedor, después, en el camino, se les unió el colega de Matemáticas y una profesora de Inglés, para este almuerzo ya estaba completa la mesa del director. Qué, preguntó el de Matemáticas en voz baja en un momento en el que el director y la de Inglés se adelantaron, cómo te sientes ahora, Bien, muy bien de verdad, Habéis estado hablando, Sí, me llamó al despacho para pedirme que no insistiera con eso de enseñar la Historia patas arriba, Patas arriba, Es una manera de decir, Y qué le has respondido, Le he explicado por centésima vez mi punto de vista y creo que he conseguido convencerlo finalmente de que el disparate era un poco menos tonto de lo que le había parecido hasta ahora, Una victoria, Que no servirá de nada, De hecho, nunca se sabe muy bien para qué sirven las victorias, suspiró el profesor de Matemáticas, Pero las derrotas se sabe muy bien para qué sirven, sobre todo lo saben los que pusieron en la batalla todo lo que eran y todo lo que tenían, pero de esta permanente lección de la Historia nadie hace caso, Parece que estás cansado de tu trabajo, Tal vez, tal vez, andamos poniendo el aliño de siempre en los platos de costumbre, nada cambia, Quieres dejar la enseñanza, No sé con exactitud, ni siquiera vagamente, lo que pienso o lo que quiero, pero imagino que sería una buena idea, Abandonar la enseñanza, Abandonar cualquier cosa. Entraron en el comedor, se instalaron en la mesa los cuatro, y el director, mientras desdoblaba la servilleta, le pidió a Tertuliano Máximo Afonso, Me gustaría que repitiera a nuestros colegas lo que me acaba de decir, Sobre qué, Sobre su original concepción de la enseñanza de la Historia. La profesora de Inglés comenzó a sonreír, pero la mirada que el aludido le echó, fija, ausente y al mismo tiempo fría, paralizó el movimiento que comenzaba a esbozarse en los labios. Admitiendo que concepción sea el término apropiado, querido director, de original no tiene nada, es una corona de laurel que no ha sido hecha para mi cabeza, dijo Tertuliano Máximo Afonso tras una pausa, Sí, pero el discurso que me convenció era suyo, insistió el director. En un instante la mirada del profesor de Historia se apartó de allí, salió del refectorio, recorrió el pasillo y subió al piso de arriba, atravesó la puerta cerrada del despacho del director, vio lo que ya esperaba ver, después regresó por el mismo camino, se hizo nuevamente presente, pero ahora con una expresión de perplejidad inquieta, un estremecimiento de desasosiego que rozaba el temor. Era él, era él, era él, se repetía Tertuliano Máximo Afonso a sí mismo, mientras con los ojos sobre el colega de Matemáticas, con más o menos palabras rememoraba los lances de su metafórica navegación río del Tiempo arriba. Esta vez no dijo río de la Historia, pensó que río del Tiempo causaría más impresión. La profesora de Inglés tenía el rostro serio. Anda alrededor de los sesenta años, es madre y abuela y, al contrario de lo que nos hubiera parecido al principio, no es de esas personas que se dedican a pasar por la vida distribuyendo sonrisas de mofa a izquierda y derecha. Le ha sucedido lo mismo que a tantos de nosotros, erramos no porque fuese ése nuestro propósito sino porque confundimos el error con un nexo de unión, una complicidad confortable, un guiño de ojos de quien creía saber de qué se trataba sólo porque otros lo afirmaban. Cuando Tertuliano Máximo Afonso terminó su breve discurso, vio que había convencido a otra persona. Tímidamente, la profesora de Inglés murmuraba, Se podría hacer lo mismo con los idiomas, enseñarlos de esa manera, ir navegando hasta las fuentes del río, quizá así lográramos entender mejor qué es esto del hablar, No faltan especialistas que lo sepan, recordó el director, Pero no esta profesora a la que mandaron enseñar Inglés como si no existiese nada antes. El colega de Matemáticas dijo sonriendo, Me temo que esos métodos no darían resultado con la aritmética, el número diez es obstinadamente invariable, no tiene necesidad de pasar por el nueve ni le devora la ambición de convertirse en once. La comida había sido servida, se habló de otra cosa. Tertuliano Máximo Afonso ya no estaba tan seguro de que el responsable del plasma invisible que se diluyó en la atmósfera del despacho del director fuera el cajero del banco. Ni él, ni el recepcionista. Para colmo con ese bigote ridículo, pensó, y después, sonriendo tristemente hacia dentro, Debo de estar perdiendo el juicio. En la clase que dio después de comer, totalmente fuera de tono y de propósito, ya que la materia no figuraba en el programa, pasó todo el tiempo haciendo comentarios sobre los semitas amorreos, sobre el Código de Hammurabi, sobre la legislación babilónica, sobre el dios Marduk, sobre el idioma acadio, con el resultado de hacer cambiar de opinión al alumno que el otro día había murmurado al colega de al lado que el tipo venía mosqueado. Ahora el diagnóstico, bastante más radical, es que el tipo tenía uno de los tornillos de la cabeza fuera de sitio o que estaba pasado de rosca. Felizmente, la clase siguiente, para estudiantes más jóvenes, transcurrió con normalidad. Una referencia suelta, de paso, al cine histórico fue acogida con apasionado interés por el curso, pero la diversión no fue a más, no se habló de cleopatra, ni de espartaco, ni del jorobado de notre dame, ni siquiera del emperador napoleón bonaparte, que tanto valen para un roto como para un descosido. Un día para olvidar, pensaba Tertuliano Máximo Afonso, cuando entró en el coche para regresar a casa. Estaba siendo injusto con el día y consigo mismo, al final había conquistado para sus ideas reformadoras al director y a la profesora de Inglés, sería uno menos sonriendo en la próxima reunión de profesores, del otro no hay que temer, quedamos sabedores hace pocas horas de que no tiene la sonrisa fácil.

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