Sin el auxilio de los cruzados, que van ya mar adentro, Raimundo Silva se ve privado del peso militar de esos doce mil hombres en que habíamos depositado tantas de nuestras esperanzas, y le quedan apenas, aproximadamente, no más que otros tantos portugueses, en número insuficiente para cercar todo en un frente continuo, y que, siempre estando a la vista de los moros, no podrán desplazarse en conjunto para, por ejemplo, dar asalto a cualquiera de las puertas, sin que de tal movimiento se den cuenta de inmediato los de dentro, que más tiempo tendrán de guarnecer poderosamente los blancos del ataque que los de fuera para ir de un lado a otro por montes, valles y no poca agua. Se hace por tanto necesario reconsiderar toda la estrategia, y para examinar in loco el teatro de operaciones, vuelve Raimundo Silva a subir al castillo, desde cuyas levantadas torres pueden los ojos abarcar la extensión, como un tablero de ajedrez donde pelearán, objetivamente hablando, los peones y los caballeros, bajo la mirada del rey y de los obispos, acaso con ayuda de otras construidas torres, si vale la sugerencia de uno de estos extranjeros que con nosotros se ha quedado, Las armamos a la altura de las murallas, y luego las llevamos empujando hasta unirlas, después, sólo falta saltar dentro y matar a los infieles, Dicho así parece fácil, respondió el rey, pero hay que ver si tenemos carpinteros bastantes, De eso no hay duda, respondió el otro, aquel Enrique de nombre y gran piedad, vivimos por suerte en un tiempo en que cualquier hombre puede hacerlo todo, sembrar el cereal, segarlo, moler el grano, hornearlo y al fin comer el pan, si no muere antes, o, como en este caso, construir una torre de madera y subir a ella espada en mano para matar moros o ser muerto.
Mientras el debate prosigue, aún sin conclusión pero ya con previsión de pérdidas, Raimundo Silva repasa mentalmente la localización de las puertas, la de Alfofa, sobre cuyo muro vive, la de Ferro, la de Alfama, la del Sol, que directamente dan a la ciudad, y la llamada de Martim Moniz, única del castillo que da para lo abierto. Está claro pues que los doce mil soldados del rey Afonso tendrán que ser divididos en cinco grupos para cubrir las puertas igualmente, y quien dice cinco debería decir seis, porque no podemos olvidarnos del mar, que verdaderamente mar no es, sino río, aunque el uso hace ley, los moros le llamaron mar, y nosotros, hasta hoy, también se lo llamamos, ahora bien, siendo así, de los grupos hablamos, qué es lo que tenemos, una ridiculez, dos mil hombres para cada frente de batalla. Sin contar, Dios nos ayude, con el problema que presenta el estuario. Por si no era suficiente lo escarpado de los accesos, si se exceptúa la puerta de la Alfama, que está en terreno llano, tenía que venir el estuario a entrometerse para agravar la ya de por sí complicada distribución de las tropas, por ahora dispersas en los altos y cuestas del monte de San Francisco, hasta San Roque, descansando, ahorrando fuerzas en la suavidad de las sombras, pero si desde tal distancia no se puede lanzar un ataque, ni las armas de tiro alcanzan, tampoco sería esto un cerco digno de tal nombre con aquel estuario allá abajo, desguarnecido, dando paso franco a refuerzos y abastecimientos llegados del Otro Lado, que contra ellos no llegaría a ser duradero obstáculo la frágil línea de bloqueo naval que pudiera establecerse. Siendo así, parece que no hay otra solución que pasar cuatro mil hombres al otro lado, mientras el resto irá rodeando por el camino que tomaron los parlamentarios de João Peculiar y Pedro Pitões, colocándose finalmente frente a las tres puertas vueltas hacia el norte y oriente, a saber, la de Martim Moniz, la del Sol y la de Alfama, como explicado ya quedó y ahora se repite, para comodidad del lector y redondeo del discurso. Volviendo a la cautelosa y dubitante frase de Don Afonso Henriques, dicho así parece fácil, no obstante, una simple mirada al mapa mostrará de inmediato la complejidad de los problemas de intendencia y logística que va a ser necesario poner en ecuación y resolver. El primero tiene que ver directamente con los medios navales disponibles, que son escasos, y es aquí cuando más se irá a notar la falta que nos hacen los cruzados, con su completa armada y aquellos centenares de botes y otros barquitos de servicio, que, si aquí estuvieran, en un abrir y cerrar de ojos transportarían a los soldados en un anchísimo frente de avance, obligando a los moros a dispersarse a lo largo de la margen y, en consecuencia, a enflaquecer la defensa. El segundo, y ahora decisivo, será la elección del punto o puntos de desembarco, cuestión de crucial importancia, pues hay que tener en cuenta no sólo la mayor o menor proximidad de las puertas, sino también las dificultades del terreno, desde el barrizal de la boca del estuario hasta las vertientes abruptas que defienden del lado sur el acceso a la Porta de Alfofa. Tercero, cuarto y quinto problemas, o sexto y séptimo, podríamos enunciar aún si no fueran todos ellos efecto más o menos matemáticamente derivado de los dos primeros, por ello nos limitaremos a mencionar un solo pormenor, rico por otra parte en consecuencias en lo que respecta a la veracidad de este relato en otros particulares, como luego veremos, y viene a ser, dicho pormenor, la pequeñísima distancia que separa la Porta de Ferro de la orilla del estuario, no más de cien pasos, o, en medida moderna, unos ochenta metros, lo que inviabiliza que el desembarco aquí se haga, pues todavía la flotilla de canoas vendría remando fatigosamente por medio del estuario, con tanta carga de armas y hombres, cuando ya los muros de la ciudad estarían guarnecidos de soldados por este lado, y otros, a pie firme, junto al agua, esperarían la aproximación de los portugueses para acribillarlos a saetazas. Dirá pues Don Afonso Henriques a su estado mayor, Realmente, no es fácil, y mientras discuten nuevas variantes tácticas, recordemos a aquella gorda mujer que en la confitería A Graciosa, al inicio de estos acontecimientos, hablando del mísero estado en que llegaban los huidos del avance, dijo que los vio entrar, sangrando, por la Porta de Ferro, cosa que entonces pareció a todos verdad pura, pues la publicaba una testigo presencial. No obstante, seamos lógicos. Está claro que, por su proximidad a la orilla del estuario, la Porta de Ferro serviría, sobre todo, al tráfico fluvial de personas y mercancías, lo que, obviamente, no sería motivo para no entrar por ella refugiados si no se diese la circunstancia de estar localizada, por así decir, en el extremo sur de la muralla, siendo por tanto, de todos los accesos, el más distante para quien llegara ahuyentado del norte y del lado de Santarem. Que algunos infelices, barridos de entre Cascais y Sintra, hubieran alcanzado la ciudad por caminos que venían a dar al estuario, y, allí llegados, encontrasen aún barqueros para transportarlos a esta margen, es perfectamente admisible. Sin embargo, no serían tantos esos casos que autorizasen a la mujer gorda a hacer una referencia especial a la Porta de Ferro, cuando ella, la mujer, tan cerca estaba de la Porta de Alfofa, que hasta el menos atento de los observadores de mapas y topografías reconocerá como más adecuada, junto con las del Sol y la de Alfama, para recibir el triste aluvión. Y lo más curioso es que ninguna de las otras personas presentes hubiera desautorizado la inexacta versión de los hechos para cuya confirmación no necesitarían más que dar algunos pasos, lo que muestra hasta qué punto pueden llegar la falta de curiosidad y la pereza intelectual ante cualquier afirmación perentoria, de dondequiera que venga y cualquiera que sea la autoridad, mujer gorda o Alá, por no citar otras conocidas fuentes.
Dijo el rey, Oídas vuestras doctas opiniones, y habiendo ponderado los inconvenientes y las ventajas de los varios planes propuestos, es mi real voluntad que todo el ejército se mueva de este lugar para ir a sitiar la ciudad desde más cerca, pues desde aquí no alcanzaríamos la victoria ni hasta el fin del mundo, y procederemos como ahora os diré, a las fustas irán mil hombres afectos a la navegación, que para más no tendríamos embarcaciones bastantes, ni contando con los barcos que los moros no pudieron llevarse dentro de los muros o destruir, y que nosotros capturamos, y esos hombres tendrán por misión cortar todas las comunicaciones por mar, que nadie pueda entrar o salir por ahí, y el grueso restante de las tropas irá a concentrarse en el Monte da Graça, donde finalmente nos dividiremos, dos quintos para el lado de poniente, y el sobrante quedará allí para guardar la puerta del norte. Pidió entonces Mem Ramires la palabra para notar que siendo mucho más ardua y peligrosa la tarea de los soldados que irían a atacar las puertas de Alfofa y del Ferro, por quedar, digámoslo así, atrapados entre la ciudad y el estuario, prudente sería reforzarlos, al menos durante el tiempo que tardasen en consolidar posiciones, pues gran desastre sería si los moros, haciendo una rápida surtida y encontrando flaca resistencia, empujasen a los portugueses hasta el agua, donde no tendríamos más que elegir entre morir ahogados o trucidados, puestos, y es un decir, entre el alfanje y el caldero. Le pareció bien al rey el consejo, y allí mismo nombró a Mem Ramires capitán del frente occidental, dejando para más tarde la designación de los otros mandos, En cuanto a mí, siendo por naturaleza y real deber de todos vosotros comandante, tomaré también bajo mis directas órdenes un cuerpo de ejército, precisamente el que va a quedarse en el Monte da Graça, donde se instalará el cuartel general. Fue la vez de intervenir el arzobispo Don João Peculiar para decir que a Dios no le parecería bien que los muertos de esta batalla por la conquista de la ciudad de Lisboa acabaran sepultados de cualquier manera por estos montes y valles, y que, al contrario, deberían recibir sepultura cristiana en camposanto, y que, una vez que desde que allí llegaran algunos ya habían muerto, por enfermedad o en peleas, y por ahí andaban enterrados, fuera del real, se consagrara un cementerio en este mismo lugar, ya que de hecho principiado estaba. Usó entonces de la palabra el inglés Gilberto, en nombre de los extranjeros, argumentando que sería indecente, por confuso, que en dicho cementerio se mezclasen portugueses y cruzados, pues éstos, si quisiera Dios que en estos parajes dejasen la vida, deberían a todo título ser considerados mártires, tal como prometidos mártires eran ya aquellos otros que, navegando ahora en el mar, a Tierra Santa fueron a morir, por lo que en su opinión se habrían de consagrar no uno sino dos cementerios, quedando cada cual muerto con su igual difunto. Agradó al rey la propuesta, aunque se notaron algunos murmullos de despecho entre los portugueses, que hasta muriendo se veían privados de las glorias del martirio, y al minuto siguiente, saliendo ya todos fuera, se marcaron los límites provisionales de los dos cementerios, dejándose la consagración de ellos para cuando el terreno quedara libre de estos vivos pecadores, ya dadas las órdenes para, en el momento propio, desenterrar y volver a enterrar a aquellos desgarrados muertos primeros, por una casualidad todos portugueses. El rey, cumplidos ya los trabajos de agrimensura, cerró la sesión, de la que, para constancia, se labró el acta competente, y Raimundo Silva regresó a casa, pasada la media tarde.
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