José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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El papel con el número de teléfono sigue allí, sobre la mesa, nada más fácil que marcar los seis números, y del otro lado, a kilómetros de distancia, se oirá una voz, tan sencillo, no nos importa ahora si de María Sara si del marido, lo que debemos es señalar las diferencias entre aquel tiempo y este tiempo, para hablar, como para matar, es preciso acercarse, así lo hicieron Mogueime y Ouroana, ella vino de Galicia traída a la fuerza para este cerco, manceba de un cruzado que ya murió y después lavandera de hidalgos para merecer lo que come, y él, habiendo conquistado Santarem, vino a la procura de una gloria mayor frente a los muros formidables de Lisboa. Raimundo Silva marca cinco cifras, no le falta más que una, pero no se decide, finge saborear la anticipación de un gusto, el estremecimiento de un temor, se dice a sí mismo que si quisiera completaría la serie, sólo un gesto, pero no quiere, murmura No puedo y posa el auricular como quien de repente dejara una carga que iba a aplastarlo. Se levanta, piensa Tengo sed, y va a la cocina. Llena un vaso en el grifo, bebe lentamente, disfruta del frescor del agua, es un placer sencillo, tal vez el más sencillo de todos, un vaso de agua cuando se tiene sed, y mientras bebe imagina el arroyo corriendo hacia el estuario, y las mulas rozando con el morro la flor de la corriente, hace setecientos cuarenta años, los pajes las estimulan con un silbido, verdad es que no hay muchas cosas realmente nuevas bajo la rosa del sol, ni siquiera el rey Salomón fue capaz de imaginar cuánta razón tenía. Raimundo Silva posó el vaso, se volvió, sobre la mesa de la cocina había un papel, la acostumbrada e innecesaria explicación de la asistenta, Me voy, lo dejo todo, ordenado, pero esta vez no es así, ni una palabra sobre sus obligaciones, es otro el recado, Le ha llamado una señora, dice que la llame al número, y Raimundo Silva no precisa correr al despacho para saber que el número es el mismo que está en el papel arrugado, aquel que tanto le costó encontrar. O no perder.

El motivo por el que Raimundo Silva consiguió no telefonear a María Sara tuvo tanto de sencillo como de tortuoso, lo que resulta una manera de decir que poco deberá a la exactitud, pues estos adjetivos se aplicarían con otro rigor al raciocinio con el que fue obligado dicho motivo a conformarse. Al igual que en las novelas policíacas clásicas, lo esencial de la cuestión residía en el factor tiempo, es decir la circunstancia de que la llamada de María Sara fuera hecha durante la ausencia de Raimundo Silva, a una hora no conocida, que tanto podría ser la del inmediato minuto después de haber salido de casa como la del minuto inmediatamente anterior a aquel en el que la asistenta se marchó, hora que igualmente se desconoce, por no mencionar sino esos minutos extremos. En el primer caso, habrían pasado más de cuatro horas hasta que Raimundo Silva se enteró del recado, en el segundo caso, juzgando por la costumbre, unas tres. Bien ponderado todo, significa que María Sara, si quedó a la espera de una llamada en respuesta a la suya, tuvo tiempo para pensar que tal vez Raimundo Silva regresase a casa muy tarde, a horas en que no sería de buen gusto telefonear a casa de nadie, y más si se trata de una persona enferma. Aunque, expresión restrictiva pero no irónica, no sería la enfermedad tan grave si pudo, con su propia mano y voz, llamar a esta casa vecina del castillo, donde Raimundo Silva busca y no encuenra respuesta a la pregunta inevitable, Para qué me querrá. El resto de la tarde y la noche antes de acostarse los pasó desarrollando innumerables variaciones sobre este tema, yendo de lo simple a lo complejo, de lo general a lo particular, desde una petición cualquiera de información, que sería absurda vistas las circunstancias, al absurdo aún mayor de que ella quisiera declararle su amor, asimismo, por teléfono, como quien no puede resistir más la deliciosa tentación. La irritación consigo mismo, por haberse dejado llevar por un pensamiento loco hasta esta hipótesis, alcanzó un extremo tal que, en un gesto de malhumor, se fue a la rosa blanca, que realmente se marchitaba en el solitario, y la tiró a la basura, golpeando luego con fuerza la tapa del recipiente, a manera de sentencia final, Soy un idiota, dijo en voz alta, pero no se explicó si lo era por haber dejado que los pensamientos fueran tan lejos o por haber maltratado así a una flor inocente que había durado lozana algunos días y merecía que la dejaran extinguirse, marchitándose, en una suavísima delicuescencia, con un resto de perfume y una última y escondida blancura en su íntimo corazón. Sin embargo debe añadirse que, estando acostado ya, avanzada la noche, y sin poder dormir, Raimundo Silva se levantó y fue a la cocina, abrió el cubo de la basura y recogió la mancillada rosa, que delicadamente limpió y lavó en un hilo de agua para no dañar sus frágiles pétalos, luego la restituyó al solitario, amparando su corola decaída con una pila de libros sobrepuestos, el último de los cuales, por interesante coincidencia, era la Historia del Cerco de Lisboa, ejemplar fuera de mercado. El último pensamiento de Raimundo Silva antes de quedarse dormido fue, Mañana llamo, declaración perentoria que está tan de acuerdo, en cuanto promesa, con su carácter vacilante como si hubiera sido proferida, con real decisión, por persona más resuelta, el caso está en que no todo se puede hacer hoy, ya es bastante la firmeza cuando no lo dejamos para pasado mañana.

Al día siguiente, Raimundo Silva despertó con ideas muy claras sobre cómo disponer las tropas en el terreno para el asalto, incluyendo ciertos pormenores tácticos de su propia labra. El sueño, que vino profundo, trajo sueños auxiliares por medio, que disiparon bruscamente las dudas que aún lo afligían, cosa natural en quien nunca había sido instruido en los peligros y azares de una guerra verdadera, y encima con no pequeñas responsabilidades de mando. Era por demás evidente que ya no podría obtenerse el llamado efecto sorpresa, ese que deja a las personas sin acción ni reacción, sobre todo a las cercadas, que, no habiéndolo sabido antes, comprenden que al saberlo después lo supieron demasiado tarde. Con todo este alarde de fuerzas, este ir y venir de emisarios, estas maniobras de envolvimiento, más que hartos están los moros de saber lo que les espera, y la prueba está en aquellas terrazas cubiertas de guerreros, en aquellos muros erizados de lanzas. Raimundo Silva se encuentra en una interesante situación, la de quien, jugando al ajedrez consigo mismo y conociendo de antemano el resultado final de la partida, se empeña en jugar como si no lo supiera y, más aún, en no favorecer conscientemente a ninguna de las partes en litigio, las negras o las blancas, en este caso moros y cristianos, según los colores. Y muy abiertamente lo ha venido a demostrar, véase si no la simpatía, e incluso diríamos el aprecio, con que ha tratado a los infieles, en particular al almuédano, sin hablar del respeto que manifestó al referirse al portavoz de la ciudad, aquel tono, aquella nobleza, en contraste con cierta sequedad, cierta impaciencia, e incluso ironía, que siempre aflora en el discurso cuando trata de cristianos. No se infiera de esto, sin embargo, que las inclinaciones de Raimundo Silva van todas del lado de los moros, entendámoslo más bien como un movimiento de espontánea caridad, porque, en fin, por más que lo intentase no podría olvidar que los moros van a ser vencidos, pero sobre todo porque siendo él también cristiano, aunque no practicante, le indignan ciertas hipocresías, ciertas envidias, ciertas infamias que en su propio tiempo tienen carta blanca. En fin, el juego está en la mesa, por ahora sólo se han movido los peones y algunos caballos, y según la advertida opinión de Raimundo Silva, se debe intentar un asalto simultáneo por las cinco puertas, que dos tiene Lisboa menos que Tebas, con el objetivo de probar las fuerzas de los sitiados, que, habiendo suerte, bien puede ser que en una de ellas esté un batallón más asustadizo, caso en el que tendríamos vencida la batalla en poco tiempo y con reducida pérdida de inocentes de uno y otro lado.

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